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LA HISTORIA DIVINA DE JESUCRISTO

 

 

ALBERTO DURERO (1471-1528)

Por Fernando Checa

Profesor titular de Historia del Arte.

Universidad Complutense de Madrid

 

Presentación

La figura de Durero (1471-1528) se nos presenta, aún en nuestros días, como la más importante y significativa del arte del Renacimiento en Alemania, país que ha hecho de él uno de sus mitos y una de sus más preciadas señas de identidad cultural, artística y aun política. Durero fue el primer pintor no sólo en Alemania, sino también en Europa al que se levantó una estatua pública en el siglo pasado; y como símbolo de un supuesto espíritu germánico es visto por literatos como Thomas Mann e incluso por estudiosos como Erwin Panofsky.

Del mito del siglo pasado y de la primera mitad del nuestro se ha pasado a la dureromanía de las celebraciones de 1971 ya estudios que tratan de encuadrar su figura dentro de los verdaderos debates de la historiografía actual: el papel de un artista nórdico educado según los patrones italianos en el ambiente centroeuropeo, su posición ante los debates de la imagen religiosa y la función que ésta debía cumplir en la época de la prerreforma, su respuesta ante temas tan candentes en su época como la relación entre arte y poder, arte y ciencia, y la nueva realidad del artista del Renacimiento.

Estos son algunos de los puntos que tratamos de resumir en esta monografía que quiere, sin embargo, atenerse primordialmente al objeto primario del historiador del arte: la obra de arte en sí, analizada y seccionada formalmente (que no simplemente descrita), para después ser reconstruida según las ideas artísticas y culturales del preciso momento en que es encargada y realizada por su autor.

Autorretrato de Durero

Autorretrato a los 13 años, 1484, Albertina, Viena, 27.5 x 19.6 cm. El autorretrato a los 13 años es un dibujo hecho con punta de plata por el pintor y grabador alemán Alberto Durero en 1484, actualmente conservado en el museo Albertina, en Viena, Austria. Es al mismo tiempo la primera obra conservada del artista y uno de los primeros autorretratos conocidos en el arte europeo. Fue completado dos años antes de que Durero dejara de ser aprendiz del oficio de su padre del mismo nombre para aprender pintura con Michael Wolgemut.

A lo largo de toda su vida Durero expresó una decidida confianza en sí mismo, un hecho evidente tanto en su obra artística como en sus escritos.​ Sus cuatro autorretratos que han sobrevivido fueron pintados antes de cumplir los 30 años y entrara en su periodo maduro. Como los otros autorretratos que pintó, este dibujo demuestra lo que se interpretó como una expresión de su conciencia y su confianza en su desarrollo artístico, que es especialmente evidente en la expresión facial precoz de esta obra.​ Durero se presenta de lado y medio cuerpo, en una pose muy parecida a la de un retrato sobreviviente atribuido a su padre, también llamado Alberto, un orfebre de profesión.

El artista tiene levantado su brazo derecho, donde su dedo índice apunta hacia un área no identificada fuera del dibujo. Se representa a sí mismo bajo una luz halagadora, con cabello largo, la apariencia juvenil de un niño de rostro fresco, así como dedos elegantes y alargados lo que en la época era tanto un rasgo de moda como un indicativo de la habilidad para el dibujo.​ Sobre este dibujo relativamente sencillo de su juventud, Durero escribió en 1528 que era un simple esbozo de "la esencia espiritual del impulso creativo del artista.

Se cree que el autorretrato fue hecho como una tarea encomendada por Alberto Durero el Viejo como un reto para su hijo Alberto, ya que los trazos hechos a punta de plata no se pueden corregir.​ Fue posteriormente firmado en una fecha desconocida con las siguientes palabras: "Esto lo dibujé yo mismo desde un espejo en el año 1484, cuando era un niño. Alberto Durero."​ Aunque el título del dibujo es Autorretrato a los 13 años solo se sabe que fue completado en 1484; Durero nació en mayo de 1471, y como no le puso una fecha a la obra, pudo haberlo dibujado a la edad de 12 años.

 

Introducción

Dibujé este autorretrato de un espejo en 1484, cuando yo era todavía un niño. Albrecht Dürer. Años después, en una fecha indeterminada, un maduro Alberto Durero, considerado ya en vida como nuevo Apeles y uno de los grandes artistas en la Alemania de su tiempo, contempla el dibujo de su primer e infantil autorretrato (Viena, Albertina) que conservaba en su colección de obras de arte, e inscribe la leyenda que acabamos de transcribir.

Pocas veces en la historia del arte de estas todavía tempranas fechas se nos aparece tan claro el fenómeno, tan específicamente moderno, de la autoconciencia de un artista como en este caso. Y no sólo por la circunstancia de encontrarnos ante un dibujo (de no despreciable calidad) realizado a los 13 años de edad, sino, sobre todo, por el hecho de la vuelta del artista a contemplar esta primeriza obra, y datarla con precisión, otorgando así a su propia carrera y a su historia como pintor de unos conscientes y no desdeñados orígenes.

Cuando en 1506 Alberto Durero se encuentra en Venecia, lugar que ya había visitado con anterioridad, escribe a su amigo y mecenas Willibald Pirckheimer y, describiendo el ambiente artístico de la ciudad, le dice: Aquí, soy un señor..., el artista nos ofrece otra clara prueba no sólo ya de autoconciencia, sino de un orgullo en torno a su profesionalidad bastante difícil de encontrar en los ambientes centroeuropeos del momento, un orgullo que sólo era perceptible entre los grandes artistas del Renacimiento italiano, cuya carrera, a excepción de la de Leonardo, estaba comenzando por estos tiempos.

Se trata de dos pruebas, entre las muchas que irán apareciendo a lo largo de estas páginas, del talante excepcional de un artista que, como ninguno, representa la importancia y el especial significado de la aportación alemana al desarrollo de los debates artísticos y culturales que surcaron la Europa del Renacimiento.

El sentido de la vida y la obra de Durero no se agota tan sólo desde la angulación que ve en él uno de los puntos nodales del arte europeo en torno a la fecha mítica de 1500, ni como el perno esencial que articula el paso de la mentalidad medieval a la renacentista, sino, fundamentalmente, si lo observamos como el artista que mejor define el carácter plenamente estructurado y de verdadera alternativa artística que el Renacimiento nórdico tuvo con respecto al italiano en un momento en que las aportaciones de este último comenzaban a imponerse en el resto de Europa.

El hecho esencial es la ruptura con las poderosas formulaciones del gótico internacional. Algo que en Italia ya se había comenzado a realizar desde los lejanos tiempos de Giotto, dominados cultural y literariamente por hombres como Petrarca y Dante, que se había consolidado con las realizaciones de la primera generación renacentista florentina, y que había alcanzado sede teórica en los tratados de Leon Battista Alberti; ya veremos que los tiempos de Durero son también los de Leonardo, artista con el que mantendrá más de una concomitancia. Pero son también los del Bosco y los del agotamiento de los magníficos pintores de Flandes, que habían propuesto su peculiar, pero no menos abrupta, salida de los convencionalismos evasivos del gótico internacional, con otro tipo de renacimiento. Un renacimiento sin teoría, sin vuelta a la Antigüedad y sin humanismo pero que constituía una alternativa tan novedosa como la que propusieron algunos italianos, aunque sin el futuro del que gozaron estos últimos.

Hemos de subrayar igualmente este algunos. A las alturas del conocimiento historiográfico de fines del siglo XX tiempo es ya de someter a crítica al influyente modelo vasariano de la historia del Renacimiento y comprender, como se viene haciendo desde hace tiempo, no sólo la posibilidad de renacimientos en el siglo XV fuera de Italia, sino la pluralidad de variantes y modelos que nos ofrece el riquísimo devenir artístico de la península italiana.

Se trata de un hecho de capital importancia para comprender el ambiente artístico y cultural en el que se desarrolla la carrera artística de Alberto Durero. No son ajenas al artista algunas de las más importantes aportaciones de la especial mirada flamenca y nórdica sobre la realidad, ni ciertos de sus logros estilísticos. Tampoco otras de las italianas.

Pero tendríamos que considerar, como lo haremos en las páginas que siguen, de qué Italia estamos hablando. Ya nos hemos referido a Leonardo, algunas de cuyas aportaciones teóricas serán decisivas para nuestro artista; a ellas, añadiremos otras de la pintura del norte de Italia, del mundo de los orígenes de la escuela de Venecia o de Mantegna, que Durero pudo contemplar in situ.

Lo alemán y lo extranjero

Con todo, no sólo el éxito en vida, sino la creación del mito de Durero como algo específicamente germánico, que estallará en las conmemoraciones durerianas del siglo XIX, no se explican por lo continuo de su mirada al mundo de Italia. Recordemos que su inicial formación se realizó en el taller de Michael Wolgemut, a cuyo servicio entró en 1486, y que en 1490 emprendió su primer viaje de aprendizaje hacia Basilea, donde realizó su primera xilografía, un San Jerónimo, y hacia Colmar, donde quería conocer al gran maestro Martín Schongauer.

No fue pues ni hacia Italia, ni hacia Flandes (lugar al que peregrinaban los artistas alemanes en aquellos momentos), sino hacia Renania, adonde Durero realizó su primera salida indicando sus primeras intenciones de encontrar una solución original y autóctona a los problemas que acuciaban a la imagen artística centroeuropea en el momento crucial del cambio de siglo.

Quizá este inicial viaje de Durero no sea ajeno a una de las polémicas culturales más interesantes que surcaban la Alemania de la época y que no era otra que la de buscar una alternativa propiamente germánica (Deutsch), a la cada vez más fuerte recepción de los modos italianos, latinos o extranjeros en general (Welsch). Michael Baxandall nos ha mostrado con abundantes ejemplos lo fuerte de estas discusiones: Welsch no era el estilo del clasicismo italiano de Rafael o Miguel Ángel, sino las maneras mantegnescas, las venecianas o las de la escuela de Padua, que cristalizaron en obras de carácter estilísticamente mixto entre el gótico y las nuevas maneras italianas como, por ejemplo, la capilla Fugger de Augsburgo.

El desinterés de Durero por continuar su aprendizaje en Alemania o en los Países Bajos, que visitará, sin embargo, y ya dentro de otro contexto, en fechas más avanzadas de su vida, y el entusiasmo de sus dos viajes al Norte de Italia, forman parte de esta peculiar y altamente sofisticada versión de lo Welsch, que nos ofrecerá Durero a lo largo de su carrera. La obra del artista es una respuesta muy específica desde el tiempo (finales del siglo XV y principios del XVI) y desde el lugar (Nüremberg) a algunos de los problemas más importantes del arte europeo de entonces: un arte que ha de contemplar una profunda renovación de la imagen religiosa inmediatamente antes de la crisis de la Reforma, que ha de responder a la exigencia que convierte a la pintura en espejo de la naturaleza, que ha de representar unas realidades políticas de nuevo cuño, así como a una renovada imagen del hombre, del intelectual y del artista. Todo ello en un mundo que cambiaba con rapidez y cuando la actividad artística se transformaba igualmente para dar lugar a un sistema representativo y unas exigencias narrativas muy distintas a las medievales.

La familia de Durero

La realidad política y social en la que crece Durero es compleja y difícil de resumir en pocas palabras. El artista fue el hijo tercero de una familia que llegó a tener 18 miembros; su padre, originario de Hungría y orfebre de profesión, había emigrado a la ciudad imperial de Nüremberg en 1455 donde se estableció y casó en 1467. Allí fue donde nació Durero como lo anota su padre en su diario: Item. El año 1471, a las seis de la mañana, un martes de la semana de la Cruz, el día de San Prudencio, tuvimos otro hijo. Su padrino, Anton Koberger, le llamó Alberto para complacerme.

Establecido en la vecindad de los Pirckheimer y del pintor Wolgemut, hijo de un orfebre, es natural que las materias artísticas no fueran ajenas al joven Durero desde su infancia. Ello nos puede explicar lo precoz de su actividad, así como que poseamos algunos retratos de sus padres de apreciable calidad. Se trata de un díptico realizado en 1490, conservado hoy en la galería de los Uffizi —el de su padre— y en el Germanisches Nationalmuseum de Nüremberg —el de su madre—; la obra fue muy posiblemente el examen de aprendizaje que el joven artista realizó en el taller de Wolgemut, su maestro. Años más tarde, en 1514, realizaría un emocionante dibujo de su madre, a la que se refiere de la siguiente manera en la crónica familiar que el mismo artista escribiría: Esta piadosa madre dio a luz a dieciocho hijos, sufrió a menudo de la peste y de algunas otras graves enfermedades, así como de una gran pobreza, desprecios y palabras despreciables sin manifestar nunca sentimientos de odio.

La posición social de su padre explica igualmente algunos de los rasgos de la cultura y las futuras relaciones sociales del pintor y grabador. Alberto Durero, el Viejo, pertenecía al segundo estrato social importante de la ciudad, los ehrbar (honorables), por debajo de las cuarenta y dos familias patricias, pero por encima de artesanos, trabajadores, empleados y, por supuesto, los marginados. Ello le propició la amistad de intelectuales y humanistas, fundamentalmente la de Pirckheimer, quienes serán la clientela habitual de Durero en sus obras religiosas y en sus retratos.

La riqueza comercial y artesanal de Nüremberg, la principal ciudad de Franconia, y una de las principales de Alemania, era distinta al predominio financiero de Augsburgo en Suavia, controlada por la familia de los banqueros Fugger, a la de Wüzburgo, también en Franconia, dominada por los príncipes arzobispos, al igual que Salzburgo, Passau y Bamberg, o a la de Munich, donde gobernaba la dinastía de los Wittelsbach, uno de los cuales, Alberto IV el Sabio, consiguió en 1505 la reunificación de Baviera.

 

ALBERTO DURERO EL VIEJO

Aunque maestro orfebre y muy viajado, Alberto el Viejo vivió en la pobreza toda su vida. Con su mujer mucho menor, Bárbara Holper, tuvo 17 hijos, de los que solo dos llegaron a adultos. Murió en 1502, cinco años después de finalizado el retrato. Apoyó el talento precoz de su hijo y lo reconoció a temprana edad, por lo que lo envió como aprendiz con Michael Wolgemut, por entonces uno de los pintores más prestigiosos de Núremberg. En sus viajes Alberto el Viejo entró en contacto con la segunda generación de pintores flamencos, y a través de ellos transmitió una influencia clave en el desarrollo artístico de su hijo.

Durero pintó dos retratos de su padre, uno de abril de 1490 –el mes previo a partir de viaje como oficial pintor– y el Retrato a los 70 cuando volvió a Núremberg. Tras la muerte de su padre, el artista escribió un afectuoso elogio en que sostiene que en vida el anciano "experimentó múltiples aflicciones, pruebas y adversidades. Pero solo tuvo elogios de todo el que lo conoció."

Tras la muerte de su padre, cinco años después de que se pintara el retrato, Durero escribió que Alberto el Viejo "pasó una vida de esfuerzo y durísimos trabajos, sin más sustento que el que ganó con sus propias manos para sí, para su mujer y sus hijos, de modo que tuvo bastante poco. Experimentó múltiples aflicciones, pruebas y adversidades. Pero solo tuvo elogios de todo el que lo conoció pues vivió una vida cristiana honorable, fue con todo un hombre de espíritu paciente, tranquilo y pacífico y muy agradecido a Dios. Para sí mismo tuvo poca necesidad de compañía y placeres mundanos; también fue de pocas palabras y hombre temeroso de Dios"

Nació en 1427, en Ajtós, cerca el pueblo de Gyula en el Reino de Hungría. Su apellido original era Ajtósi. En 1455 se mudó a Núremberg y lo cambió por Dürer para adaptarlo al dialecto local. Aprendió el oficio de orfebre bajo el tutelaje de Hieronymus Holfer. En 1467, el año en que su aprendizaje acabó, se casó con Bárbara, la hija de 15 años de Holfer. La pareja tuvo 18 hijos, de los que solo dos sobrevivieron hasta adultos. Alberto el Viejo viajó mucho y en su estadía en Flandes conoció a los pintores flamencos. Ahí estuvo expuesto a la obra de Jan van Eyck y de Rogier van der Weyden, y desarrolló por ellos un gran aprecio que transmitiría a su hijo, cuyo arte muestra una gran deuda con esos pintores. De su padre, Durero aprendió a apreciar la atención minuciosa, casi forense, al detalle realista característico de los pintores del norte, así como su uso de los colores brillantes. Estas lecciones fueron fundamentales para el desarrollo del joven artista y lo diferenciaron de sus colegas alemanes, cuyo trabajo a menudo puede parecer comparativamente tosco y pesado.

Alberto, cuando su hijo tenía 14 años, lo mandó a estudiar con Michael Wolgemut, un pintor también conocedor de los artistas del norte. El joven artista ya mostraba tal potencial que su padre creyó que tenía que formarse con el mejor maestro local disponible.

 

Michael Wolgemut (Núremberg, 1434/1437-1519 )

 

Pintor alemán, es una figura esencial por su aportación al campo del grabado. Se inició en el arte con su padre, el también pintor Valentin Wolgemut y posteriormente amplió en Nüremberg sus estudios, en el taller de Hans Pleydenwurff. A la muerte de éste, se casó con su viuda y tuvo entre sus ayudantes al hijo de Hans, Wilhelm Pleydenwurff. Hacia 1470-1471 se encuentra en Múnich colaborando con Mälesskircher; al año siguiente regresó a Nüremberg, donde continuó con sus encargos, especialmente retablos, hasta aproximadamente 1480, momento en el que se dedicó con más intensidad a la obra impresa. En su estilo se detectan notas del arte de su ciudad natal, con una preferencia por la línea en detrimento del color y la austeridad en los gestos de sus figuras; sólo en los paisajes de sus fondos el color retoma un papel protagonista. En su etapa de juventud es evidente, sobre todo, la influencia de Van der Weyden, Dieric Bouts y Aelbert van Ouwater, y conforme avanza se reflejará cada vez más la huella de los grabados de Martin Schongauer.

Entre sus obras se encuentran el retablo de la Marienkirche en Zwickau, fechado en 1479 y que es su primer trabajo documentado como pintor independiente. Posteriores son los conjuntos que realizó para la iglesia de San Lorenzo de Núremberg, hacia 1485, y el famoso Retablo Peringsdörfer, actualmente en la Friedenskirche de esta misma ciudad.

Además de estas pinturas religiosas, realizó retratos, como el de Levinus Memminger del Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid; el de Ursula Tucher del Schloss Wilhelmshöhe de Kassel y el Retrato de un joven del Institute of Fine Arts de Detroit. También llevó a cabo diseños para vidrieras, pero es más conocido por su faceta como grabador, destacando las ilustraciones que hizo junto con Wilhelm Pleydenwurff del Schatzbehalter de Stephan Fridolin (Núremberg, 1491), y del Liber Chronicarum, conocido también como Crónica de Núremberg o Crónica del Mundo (Nürnberg ChronikWeltchronik), de 1493, junto con Hartmann Schedel, trabajo este último muy significativo por el papel que jugó en el campo del grabado y porque marcó profundamente la obra de su más famoso discípulo, Alberto Durero.

NUREMBERG

Algunos de estos centros, Nüremberg entre ellos, eran ciudades imperiales. No debemos olvidar que el poderío del Emperador se extendía difusamente sobre Alemania y, de forma efectiva, sobre un territorio que comprendía, de una manera no absolutamente precisa, lo que actualmente es Austria y Bohemia (sus ciudades principales eran Innsbruck, Viena y Praga). El hecho es también muy importante para comprender la futura actividad artística de Durero ya que encontrará en el Emperador Maximiliano I uno de sus grandes clientes como veremos más adelante.

La situación geográfica de Nüremberg, en el centro de este complejo Sacro Imperio Romano Germánico, explica su riqueza económica, ya que era el corazón de comunicaciones y rutas comerciales. Ello propició la facilidad del intercambio de actividades culturales y artísticas, algo en lo que estaban muy interesados tanto las familias patricias como las acomodadas a las que pertenecía Durero: el adorno de iglesias, capillas y palacios, y el mecenazgo de las artes era algo que, de acuerdo con una mentalidad que se comenzaba a extender por Europa, se consideraba obligado. No es por tanto casual que el orfebre húngaro Alberto Durero el Viejo emigrara a esta ciudad donde trabajaban ya artistas como Wolgemut o Wilhem Pleydenwurff, los maestros de su hijo, el futuro gran artista.

Otra característica muy peculiar de la ciudad era la ausencia de gremios. Estos habían sido, desde el punto de vista artístico, la realidad en la que se educaban y formaban los artistas de la Europa medieval, y una de las garantías de continuidad y tradicionalismo. La ausencia de los mismos en la ciudad natal de Durero, había propiciado una relación distinta a la habitual entre artistas y comitentes, mucho más particularizada e individual, lo que produjo un doble fenómeno del más alto interés: desde el punto de vista del artista, una mayor conciencia de individualidad y un menor predominio del artesanado y, desde el punto de vista de la relación del comitente con la obra de arte, una aproximación más individualizada y, a la larga, más estetizante, que podemos ya considerar moderna.

La actividad de Durero se desarrolla en un ambiente de fuertes tensiones religiosas, es decir, en la Centroeuropa de la prerreforma; la misma ciudad de Nuremberg adoptará oficialmente el luteranismo en 1525, un año antes de la muerte del maestro, y ya veremos cómo Durero dejará su testamento espiritual y artístico, los Cuatro Apóstoles del Museo de Munich, como peculiar testimonio de su también particular posición acerca de estos problemas.

Ilustración de Durero por La Nave de los Locos, 1494, xilografía, Basilea (arriba). Ilustración de Las Comedias de Terencio, por Durero, 1492, xilografía, Basilea (abajo)

 

Ilustración de Durero por La Nave de los Locos, 1494, xilografía, Basilea (arriba). Ilustración de Las Comedias de Terencio, por Durero, 1492, xilografía, Basilea (abajo)

 

La adopción del luteranismo por parte de Nüremberg supuso un cambio importante en el mecenazgo artístico de la ciudad, en donde habían predominado las iniciativas de un arte ligado a la religión, y que se concentraba en las magníficas iglesias, todavía góticas, de San Lorenzo o San Sebaldo. Precisamente en esta última Sebald Schreyer, miembro del estamento patricio de la ciudad, encargó en 1519 al escultor Peter Vischer el Viejo la tumba del patrono de la iglesia, que éste realizó en bronce en formas de un gótico muy tardío y evolucionado, no exento ya de rasgos renacentistas. Previamente, y como testimonio de la nueva importancia que lo individual iba alcanzando en estos medios, así como de la profunda conexión entre mecenas y humanistas típica del período, el mismo Screyer encargó a Conrad Celtis la Oda a San Sebaldo, su patrono, que fue impresa hacia 1494 con una estampa de Michael Wolgemut. Su sobrino, Matías Landauer, encargó al escultor Adam Kraftt, también en la iglesia de San Sebaldo, el famoso epitafio a su familia: un gran relieve —fechado entre 1490 y 1492— con representaciones de la Pasión y Resurrección de Cristo.

Schreyer pertenecía a la Sodalitas Céltica, grupo de humanistas y patricios agrupados en torno al humanista Conrad Celtis, que publicaron, entre otras cosas, los Quatro Libri Amorum de este último, con una portada xilografiada que representaba al Emperador Maximiliano I, atribuida a Durero. Y a este mismo mecenas se debe la iniciativa del mayor monumento tipográfico y xilográfico del momento realizado en Alemania, la Crónica de Nuremberg o Liber Chronicarum, publicada en 1493 por el padrino del artista Anton Coberger, con casi dos mil ilustraciones entre las que abundan vistas de ciudades, escenas de la Biblia, tipos humanos de toda procedencia, y a la que no fue ajeno el mismo Durero.

Conrad Celtis había publicado en 1487 una Oda a Apolo, y después de su muerte una colección de epigramas y odas imitando a los clásicos. Su interés por estos últimos, al modo humanista, queda bien claro cuando en 1502 y en 1504 había dirigido representaciones de obras como el Eunuco de Terencio y la Aulularia de Plauto; y en 1501, él mismo compuso un drama, Ludus Dianae, que fue representado en la corte imperial de Linz.

En este ambiente no nos debe extrañar que una de las primeras series de estampas grabadas por Durero se basaran precisamente en las Comedias de Terencio. Aunque se ha discutido la autoría dureriana de algunas de las estampas no cabe duda la realización por su parte de la mayor parte, si no todas, de ellas. Se trata de 131 tacos de madera, divididas entre las seis comedias conocidas de Terencio: Andria, Eunuco, Heauton timoroumenos, Prhomio, Heykra y Adelphoi, en los que Durero ha representado diversas escenas de una manera todavía muy sencilla, enmarcadas en paisajes o vistas de edificios convencionales, con una técnica en la que la definición perspectiva del espacio dista mucho de las complejidades y sutilezas de las que hará gala en obras posteriores. Pero son, sin embargo, un buen ejemplo del mundo humanístico en el que se desenvolvía el artista en estos primeros años de su formación.

Con todo, no era éste el único ambiente que aparece recogido en las obras iniciales de Durero. En 1494 Sebastián Brandt publicó por primera vez su sátira Narrenschiff (La Nave de los Locos), una obra de enorme éxito y que vio la luz una docena de veces más. Ya en la primera edición, publicada en Basilea por Bergmann von Olpe, aparecen las famosas ilustraciones atribuidas a Durero, así como en la de 1495, a la que el artista añadió tres más; en ellas reaparecen, a la vez que se renuevan, viejas obsesiones medievales en el momento del paso hacia una nueva edad.

 

Portada de Quatro Libri Amorum, de C. Celtis, por Durero, 1502, xilografía

 

El fin de siglo

POCOS momentos más apasionantes en la historia del arte europeo como el fin del siglo XV. Los cambios que desde centros como Florencia y los Países Bajos se habían producido respecto a las formas artísticas del gótico final habían comenzado, poco a poco, a expandirse por amplias regiones europeas en el segundo de los casos, y por diversos centros italianos en el primero, produciendo toda una serie de variantes locales de diverso interés.

Pero en las décadas finales de la centuria el impulso de los Países Bajos, el arte de los Van Eyck, Mending o Van der Weyden comenzaba a agotarse, sin que la obra de Gerard David o la de Quintín Metsys aportara novedades sustanciales. Muy distinto era el caso de Italia donde en diversas regiones, fundamentalmente en el Norte, personalidades muy fuertes avanzaban por los caminos trazados desde hacía un siglo. Es el caso de Andrea Mantegna en lugares como Verona, Padua o Mantua, de algunos pintores de la escuela de Ferrara o, sobre todo, de los orígenes de una nueva pintura en Venecia con figuras como Cario Crivelli, Carpaccio o Giovanni Bellini. Todo ello por no mencionar los artistas que marcarán el nuevo siglo como Leonardo, Rafael o el joven Miguel Angel.

El ambiente centroeuropeo, sobre todo en las regiones del Rin, recogía los frutos de algunos artífices que habían trabajado no sólo al margen del mundo formulado por el clasicismo italiano, sino también, en cierta medida, de la pintura de los países de Flandes. Y no sólo artistas menores como Michael Wolgemut, uno de los maestros de Durero, sino la gran generación de escultores alemanes como Tilmann Riemenschneider, Kraft o Veit Stoss, o pintores de la talla de Schongauer o Mattias Grünewald. Ellos, como Jerónimus Bosch en los Países Bajos, plantearon una alternativa distinta tanto al mundo de los Van Eyck como al de los italianos.

Es en este contexto, en el que las comunicaciones e intercambios comenzaban a hacerse cada vez más frecuentes, en el que surge la personalidad de Durero constituyendo por sí solo una de las alternativas más sugestivas del momento. Tanto su viaje a Alemania, como, sobre todo, su primera estancia en Venecia le abrieron un panorama en el que de inmediato va a intervenir con propuestas nuevas y originales. Lo realmente impresionante de la actividad de Durero en los años inmediatamente anteriores a 1500 es su toma de postura no sólo frente a la decaída pintura flamenca sino, sobre todo, frente a la obra de un Schongauer, un Mantegna o un Bellini. Y ello en todos los frentes posibles para un pintor de su época: la imagen del hombre, la idea del artista, la renovación del arte religioso, la representación de la naturaleza y la interpretación de la cultura y de la propia imagen del artista.

En estos momentos Durero sienta las sólidas bases de lo que será —que, en realidad, ya es— su arte. Un arte en el que reelabora de manera específica la idea de la belleza ideal planteada por los italianos, la relación entre arte y ciencia que se había propuesto en Italia desde los tiempos de Alberti, pero también el valor de la imagen devocional y las sugerencias en torno al arte religioso de los pintores flamencos. El arte de Durero, en suma, será una respuesta completamente nueva a los problemas del mundo centroeuropeo en vísperas de la Reforma.

Entre Schongauer y Mantegna: los viajes de juventud

Tras tres años de aprendizaje en el taller de Wolgemut, Durero comienza, todavía a instancias de su padre, su primer viaje de aprendizaje. En 1489 parte para la región del Alto Rin, uno de los centros fundamentales del arte alemán de estos momentos. La primera ciudad que visita es Basilea donde entra en relación con el impresor Juan Amerbach. Allí realiza la ya mencionada serie de las comedias de Terencio y lo que se considera su primer grabado, un San Jerónimo.

Esta obra no sólo es importante porque a través de ella se han podido atribuir al maestro otras series como las ilustraciones de Terencio, sino porque muestra su interés por un tema del que más adelante realizará alguna de sus obras mayores. La ilustración nos muestra al santo no en su vertiente penitencial, sino recluido en su celda, rodeado de libros e instrumentos de trabajo, en el momento de realizar la curación del león.

Dos aspectos nos interesan de la estampa. Por un lado el interés de Durero por instalar al santo en un interior perspectivo, realizado todavía con torpeza (pero que nos muestran un interés por la configuración de interiores que será constante en su carrera). Por otro, y más significativo, el papel destacado que en este espacio juegan los libros vistos no sólo como instrumentos de trabajo intelectual, sino como signos de una espiritualidad basada en la lectura del texto bíblico, símbolo de una religiosidad renovada.

El libro ha dejado ya de ser muestra de una devoción privada, como sucede en tantas pinturas flamencas o en las miniaturas de los libros de horas; tampoco es signo de lujo como lo habían sido en las imágenes de tantos de estos últimos, producto de la cultura aristocrática del mundo de las cortes de finales de la Edad Media. Nos encontramos ante una espiritualidad bíblica ligada a la figura de San Jerónimo, pero también con el interés por la tipografía: desde las bellas letras góticas del título, a las igualmente góticas de uno de los ejemplares, que aparece ostentosamente confrontado a las griegas y las hebreas de los otros dos. Un mundo nuevo, en el que los valores espirituales y los intelectuales van unidos a la reciente invención de la imprenta.

 

Virgen de las rosas, por Martin Schongauer, 1473, óleo sobre tabla, iglesia de San Martin,  Colmar, Francia

 

En Basilea Durero supo la noticia de la muerte de Martin Schongauer, a pesar de la cual viajó a Colmar. El artista ya conocía indudablemente la obra grabada del viejo maestro, pero en la ciudad renana pudo admirar algunas de sus pinturas. Es indudable que vio obras como el Retablo de Orlier (h. 1468-1470) y, sobre todo, la famosa Virgen de las rosas de la colegiata de San Martín, que había pintado en 1473 y que debió de ejercer una profunda impresión en el joven artista. En esta obra Schongauer realizaba una clara superación de modelos flamencos (aún está presente la huella de Van der Goes, por ejemplo, en La Natividad del Museo de Berlín-Dahlem) fundamentalmente por medio de su carácter, a la vez intenso y monumental (la pintura, una verdadera pala de altar, mide dos metros de alto).

Pero es también un manifiesto de espiritualidad, influido por algunos de los textos más importantes de la devotio moderna; en efecto, Tauler, Eckhardt o Suso eran leídos con fervor por los pintores alemanes, y en estos escritos siempre estaba presente la imagen de la Virgen como rosa mística, rodeada del jardín del Paraíso. En la pintura de Schongauer tan importante como el manto rojo de la Virgen, es la presencia de la naturaleza paradisíaca, de sus hierbas, flores y pájaros, destacados sobre un irreal fondo dorado. Una iconografía que Durero utilizará para rodear a algunas de sus vírgenes, pensemos en la Virgen de los animales de 1503 de la Albertina de Viena, para insertarla, sin embargo, en un ambiente mucho más naturalista.

Pero serán sobre todo los grabados de Schongauer uno de los puntos de partida de la obra dureriana. No cabe ninguna duda de que ante obras como La Natividad, en donde el maestro introduce la escena bajo la perspectiva de una bóveda gótica, algunas de sus crucifixiones o la serie de la Pasión, Durero meditó largamente como elemento de inspiración, así como lo debió de hacer ante figuras como el Santiago del grabado La Batalla de Clavijo, que tanto nos recuerda a algunos de los jinetes del Apocalipsis del artista de Nüremberg. El mundo de gestos dramáticos, actitudes contrapuestas, superación del iconismo medieval y narratividad concentrada es ya el de Durero. Baste a estos efectos comparar la imagen schongaueriana del San Juan de Patmos, con la lámina de la que parte (la del maestro E.S., activo entre 1450 y 1467) para darnos cuenta de ello.

En Durero, sin embargo, la experiencia del Renacimiento italiano dotará de una mayor solemnidad y amplitud de espacios y lugares naturalistas y arquitectónicos a la intensidad todavía medievalizante de Schongauer. Ello es muy claro también si comparamos el San Miguel del mencionado maestro E.S., todavía convencionalmente medieval, con el de Schongauer y, por fin, con el de Durero en una de las imágenes de su Apocalipsis, de mucha mayor fuerza dramática y amplitud de gesto, y bajo el cual se desarrolla un gran paisaje que no se inluye en el de Schongauer.

 

VENECIA

Durante 1493 Durero habita en Estrasburgo, de donde fue llamado por su padre para volver a Nüremberg al año siguiente. El motivo fundamental es el de su boda con Agnes Frey, hija de uno de los principales burgueses de su ciudad natal; pero apenas transcurridos dos meses de su boda, el artista realiza su primer viaje a Venecia donde tuvo su contacto inicial con el Renacimiento italiano. Las razones de su viaje nos son desconocidas y hoy día no se acepta la teoría de una salida del artista a causa de la peste que entonces asoló su ciudad natal; tampoco parecen ciertas las explicaciones basadas en tempranas desavenencias matrimoniales. El interés por el desarrollo de su carrera parece un motivo más determinante: en el norte de Italia había trabajado Mantegna, cuyos grabados, los más interesantes del siglo XV italiano, debían ser conocidos por el artista. Recordemos que la obra del italiano había determinado en gran medida la del alemán de Michael Pacher, y de igual manera la labor de impresores como el veneciano Aldo Manutio, que estaba traduciendo a los clásicos griegos y latinos, comenzaba a interesar en los medios humanísticos de Nüremberg. El veneciano Fondacho dei Tedeschi, a orillas del Gran Canal, que todavía no había sido adornado con los frescos de Giorgione y el joven Tiziano, era el centro de reunión y comercio de los alemanes en la importantísima ciudad de la laguna.

El contacto artístico fundamental fue con la obra grabada de Mantegna y la de Pollaioulo cuya temática, tanto como su manera de tratar el desnudo y el cuerpo humano en movimiento, eran prácticamente desconocidos en el mundo nórdico del que procedía Durero. Destacaremos, fundamentalmente, dos dibujos, uno, conservado en la Kunsthalle de Hamburgo, La Muerte de Orfeo y otro, El Rapto de las Sabinas, del Museo Bonnat de Bayona. La inspiración del primero de ellos es claramente mantegnesca, tanto que se ha pensado si no es una copia de algún original perdido del maestro; con el segundo estamos ante el mismo caso, aunque ahora la fuente de inspiración es Pollaioulo.

En ambos casos el origen de la disposición y el carácter de las figuras son, con toda claridad, motivos de la escultura clásica. Se trata de dos dibujos de aprendizaje y que nos manifiestan el interés que Durero muestra en Venecia por el estudio de las formas antiguas, algo que no le era posible alcanzar en Alemania. En ambos su deseo no es tanto la definición de un espacio, que se suprime totalmente en el segundo de los mencionados, como la consideración de las actitudes de figuras en movimiento según los modelos del clasicismo. En La Muerte de Orfeo ello es claro en las dos figuras femeninas que apalean a Orfeo, ambas en la misma postura, una vista de frente y otra de espaldas, así como en la del protagonista, en la que la intención de Durero es el estudio de un desnudo, uno de los temas que le obsesionarán a lo largo de toda su carrera.

Todavía ello resulta más patente en el Rapto de las Sabinas, en el que los dos grupos muestran el mismo tema visto igualmente de frente y de espaldas: ahora estamos ante el estudio del cuerpo humano desnudo —masculino y femenino— y en movimiento, un asunto del que Pollaioulo y otros artistas italianos del momento hacían continuas experiencias y sobre el que el mismo Leonardo teorizaba por entonces en algunos de sus escritos. Por otra parte nos encontramos ante uno de los primeros enfrentamientos de Durero con el problema esencial para el renacimiento de la consideración de la Antigüedad, a la que el alemán accede, como señaló Panosfky, no a través de una mirada directa, sino por la intermediación que habían hecho algunos de los artistas italianos como Mantegna.

El carácter mediático de los artistas italianos, que nos indica el sentido de aprendizaje que este viaje a Venecia tenía para Durero, es también patente en algunos otros dibujos de estos momentos: nos referimos, por ejemplo, a obras como su Niño Jesús (Museo del Louvre), claramente inspirado en otro de Lorenzo di Credi y en su bella Mujer desnuda vista de espaldas (Museo del Louvre) cuyo punto de partida lo hemos de ver tanto en la Venus de Medicis como en la estampa del veneciano Jacopo de Barbari, Triunfo de la Fama, pero a la que Durero dota ya de una libertad y seguridad de movimiento, actitudes y trazo realmente sorprendentes; como ha señalado Franz Winzinger en esta obra Durero no sólo otorga al cuerpo humano una función vital, sino que lo concibe como una verdadera pieza arquitectónica. Jamás —dice— un pintor alemán llegó a aproximarse tanto al arte clásico griego.

El dibujo a que nos referimos es de 1495. Tres años más tarde, ya de regreso en Nüremberg, Durero realizó uno de los más extraordinarios grabados de su juventud en lo que a estos temas se refiere. En efecto, sus Hombres en el baño es un estudio del cuerpo humano desnudo, igualmente en distintas actitudes y posturas, del que se ha señalado su cierto carácter de ostentación de lo que había aprendido en Italia. Pero la obra no es sólo esto, ya que ahora ha tratado de insertar las figuras en un espacio arquitectónico y paisajístico perfectamente delimitado y que igualmente es definido por las mismas posiciones de los cuerpos, un espacio de rigidez estereométrica, deliberadamente sólido, y en el que el artista muestra ya no sólo su inspiración, sino también su independencia con los modelos aprendidos en Italia.

Todo ello nos indica el carácter claramente educativo que este viaje al sur tuvo para Durero, quien lo debió de concebir como un complemento indispensable del anterior realizado a Basilea, Colmar y Estrasburgo. Lo realmente nuevo para un alemán es el haber tomado la decisión, en principio sorprendente dadas las circunstancias particulares de su vida, con un matrimonio realizado sólo pocas semanas antes, del viaje al norte de Italia, y que nos indica el deseo de renovación dureriano con su punto de mira en el mundo del clasicismo renacentista. Nos indica, por otra parte, los dos polos teóricos y prácticos en torno a los que hará girar su carrera hasta su muerte y que fueron los ambientes germánico e italiano.

Pinturas de Durero, Mujer Desnuda, Muerte de Orfe, el Rapto de las Sabinas, y Hombres en el Baño

 

El descubrimiento del hombre y el mundo

Con esta famosa frase Jacob Burckhardt definió en 1860 (La Cultura del Renacimiento en Italia), uno de los caracteres más comúnmente atribuidos al Renacimiento italiano. Y aunque no es éste el lugar de discutir la pertinencia general de la idea, sí lo es el de indicar que si, en estos años finales del sigloXV, hay un artista al que se le pueda aplicar es, junto a Leonardo, Alberto Durero.

En realidad, ambos contemporáneos ejemplifican de manera inmejorable y sorprendentemente paralela lo más novedoso de este período de cambios. Los dos, interesados por temas como el retrato, la autoconciencia del artista, la representación minuciosa exacta y precisa de la naturaleza y el paisaje, el cuerpo humano proporcionado y en movimiento o la necesidad de la teoría, marcan nuevas direcciones al arte. Ambos, en suma, artistas estudiosos y enamorados de la ciencia, en un mundo todavía lleno de contradicciones y tendencias diversas.

Durero superó a Leonardo, sin embargo, en un punto como era el de la conciencia del propio valor del artista no sólo como individuo, sino también como profesional expresado no sólo a través de los escritos y la teoría, sino por medio de la propia pintura. Pocos artistas, y desde luego, con anterioridad, ninguno, se ha retratado tantas veces y con semejante intensidad como lo hizo Alberto Durero, que inicia así la estela de hombres como Rembrandt, Van Gogh o Pablo Picasso.

Comenzamos estas páginas mencionando el dibujo del niño Durero retratándose a una joven edad. De 1493 es otro autorretrato, también dibujado, y conservado en el Metropolitan Museum de Nueva York (Robert Lehman Collection).

Lo extraordinario de esta imagen es no sólo la intensidad y expresividad del rostro y mirada de Durero, sino que a éste, el artista haya añadido, con una proporción y fuerza aún mayores, una mano, indudablemente la suya. El hecho alcanza los caracteres de manifiesto. Recientemente se ha señalado cómo aquí el tema del autorretrato se convierte en una auténtica actividad corporal, que se basa en un sentido como el ojo —la mirada— y en un instrumento como la mano vistos como útiles necesarios para la profesión artística (Koerner).

El énfasis en estos dos aspectos nos explica la especial posición de Durero en un debate que comenzaba a apasionar en los ambientes cultos italianos. Leonardo estaba hablando de la importancia del ojo como instrumento esencial del pintor, el ojo —había dicho— la belleza del universo a los contempladores refleja, es de tanta excelencia que, quien consiente en su pérdida, se priva de la representación de todas las obras de la naturaleza, cuya visión al alma consuela en su humana cárcel, y ello le valía para justificar la superioridad de la pintura sobre cualquier otra actividad artística.

La mano, sin embargo, por su carácter de mayor instrumentalidad e inmediatez se consideraba como un complemento, necesario, pero no esencial. Así lo había expresado con claridad León Battista Alberti en el prólogo de su De Re Aedificatoria: Pero antes de seguir adelante, creo que he de explicar qué características debe reunir, en mi opinión, el arquitecto. En efecto, no voy a considerar como tal a un carpintero, a quien tú podrías poner a la altura de los hombres más cualificados de las restantes disciplinas: pues la mano de un obrero le sirve de herramienta al arquitecto.

En el dibujo de Nueva York, sin embargo, Durero no plantea una contraposición, sino más bien un equilibrio entre el carácter espiritual de la mirada y el instrumental de la mano, como queriéndonos indicar su deseo de no primar los aspectos intelectuales de la pintura sobre los puramente profesionales y de oficio, sino de lograr una armonía y correcta proporcionalidad ante los mismos.

Esta idea es fácilmente corroborable si consideramos ahora otro autorretrato, unos dos años anterior (Universitátbibliothek, Erlangen), en el que las cualidades expresivas de la línea dibujada vuelven a enfatizar los mismos términos: la mirada y la mano. La intensidad de la primera es, si cabe, mayor que en el dibujo del Metropolitan Museum, así como el protagonismo de la mano. Esta, ahora no separada y de distinta proporción, se apoya en el rostro. Con ello se nos introduce en otro tema muy querido de Durero, y muy bien estudiado por Klibansky, Saxl y Panofsky, como veremos más adelante: el de la imagen convencional de la melancolía y del artista como ser meláncolico y saturnino. Como en el caso de las imágenes caballerescas o en la de San Jerónimo, Alberto Durero realizará una de sus obras más complejas sobre este asunto del artista taciturno en otro de sus célebres grabados, Melancolía I.

De 1493 es también su primer Autorretrato pintado (Museo del Louvre), realizado, como los dibujos que acabamos de comentar, durante su estancia en Estrasburgo. La pintura, menos introspectiva que estos últimos, nos presenta, sin embargo, al Durero joven y orgulloso de su propia presencia; es indudable que el artista se recrea en su aspecto físico, en su esbelto y elegante cuello, en su rostro y cabellos, así como en sus manos de largos y también elegantes dedos que portan una planta llamada Mannstreu, símbolo de la fidelidad masculina. Nada ha sido olvidado para resaltar una imagen deliberadamente bella y autosuficiente, ni el sombrero, ni el vestido a la moda del momento, que se destaca sobre un fondo neutro y negro, sin que nada que no sea él mismo pueda distraer nuestra atención.

 

1493, autoretrato

 

Lo que no se puede pintar: El Apocalipsis

En 1528, cuando Durero ya había fallecido, Erasmo de Rotterdam escribía en sus Diálogos de recta Latini Graecique sermonis Pronuntatione el siguiente elogio del artista: El hecho de que Durero sea capaz de expresarlo todo con un solo color, el negro, constituye otro más de los muchos motivos por los que es digno de admiración. Las sombras, la luz, el brillo, todo aquello en lo que se ofrece a la mirada del espectador algo más que una simple imagen de una situación. Capta con precisión la concurrencia de las condiciones de equilibrio adecuadas. Lo pinta todo, incluso aquello que no se puede pintar: el fuego, la luz, el trueno, el relámpago, el rayo o la niebla, como suele decirse; los pensamientos, los sentimientos, al fin y al cabo, el alma humana que se manifiesta en la imagen del cuerpo; incluso la voz misma. Todo lo plasma con los mejores trazos, de tal manera que incluso aquellas obras pintadas en negro perderían su valor si recibieran los colores.

El testimonio no puede ser más expresivo del valor que Erasmo adjudicaba a la obra grabada de Durero y a las posibilidades que, en mano del artista, podía alcanzar. No eran necesarios los colores y sólo a través de los finos trazos en blanco y negro podía expresarse aquello que hasta el momento parecía imposible. Esta tarea, que emparenta una vez más a Durero con Leonardo (en el afán de este último de representar el fuego, el movimiento de las aguas...), aparece ya clara en lo que será su primera serie importante de grabados, y a la que es muy posible que se refieran las palabras de Erasmo: el Apocalipsis, realizada en 1498.

La fecha es ya de por sí significativa pues repetidamente se ha interpretado la serie como aviso o admonición en el momento del fin de siglo. Ello es cierto, como lo es también el haber elegido un texto de carácter tan eminentemente simbólico y visionario como el Apocalipsis de san Juan; con ello, el artista no necesitaba acentuar el carácter fantástico de sus escenas pues venía ya implícito en el escrito del Nuevo Testamento, aunque sí supo dotarlas de una fuerza y una modernidad hasta el momento nunca vistas en Alemania. El artista supera ahora cualquier tentación medieval y goticista dotando a sus visiones de una extraordinaria realidad, presencia y expresividad, a la vez que de una espacialidad que es ya renacentista y renovada.

 

APOCALIPSIS.El dragón con las Siete Cabezas.

Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis

 

La naturaleza descubierta

La llamada de atención acerca de las nuevas realidades culturales que se ofrecían al hombre del Renacimiento incluían de igual modo el descubrimiento del entorno. Este había dejado de ser un ambiente hostil y peligroso para convertirse en posible objeto de contemplación y aun de estudio.

Por otra parte, las nuevas ideas en torno al arte, el concepto de que éste había de tener una de sus fuentes en la naturaleza, no sólo habían prendido en los artistas de Italia, sino que pronto fueron también patrimonio de algunos pintores del Norte. Y Durero, prácticamente desde los comienzos de su carrera de artista, se sintió atraído por el mundo que le rodeaba, un mundo compuesto no sólo por personas humanas reales, sino también por campos, paisajes y animales.

De la época de su primer viaje a Italia conservamos una serie de acuarelas cuyo único tema es el paisaje. Se trata de un grupo de apuntes y constituyen, junto a algunos dibujos prácticamente contemporáneos de Leonardo, las primeras observaciones de la naturaleza realizadas durante el Renacimiento. Habrá que esperar, sin embargo, a las obras que Albrecht Altdorfer realizará a lo largo de los años veinte del siglo XVI para encontrarnos con las primeras pinturas independientes de un género, que no encontrará su desarrollo, ya en un momento histórico diferente, hasta el siglo XVII .

La importancia de las acuarelas durerianas no debe ser minimizada en absoluto. Hasta el momento, las representaciones de la naturaleza, de sus plantas y de sus animales, habían quedado relegadas a los márgenes de los manuscritos miniados, como comentario decorativo y simbólico del texto al que acompañaban. Ahora se convierten en observaciones naturalistas válidas por sí mismas y a las que distorsiona cualquier lectura en clave simbólica. También quedan lejos de ellos interpretaciones, muy en boga en el siglo pasado, acerca del carácter romántico de la imagen de la naturaleza.

Se trata más bien, como se ha señalado recientemente (Wood), de anotaciones de carácter privado, y algunas de ellas las volvemos a encontrar como fondos de algunas de sus pinturas y grabados (comparemos, por ejemplo, su bella acuarela de Casa sobre un estanque con la plancha La Virgen y el Niño y un mono de 1498, donde vuelve a aparecer), lo que nos indica el carácter todavía instrumental de esta actividad. Cristopher Wood ha indicado cómo ninguna de estas acuarelas están firmadas (los anagramas durerianos en ellas insertos son posteriores), lo que nos indica que todavía no fueron consideradas como pinturas independientes como el caso de Altdorfer, sino como útiles del taller del artista. Pero lo cierto es que la mayoría de las conservadas poseen valor compositivo válido por sí mismo, como el célebre dibujo Paisaje del Arno (Florencia, Uffizi), que realizó Leonardo da Vinci; indican, además, el proceso hacia los paisajes de Altdorfer, es decir, el hecho de que estos modelos y estudios hechos sobre el natural comenzaron a considerarse cada vez más como pinturas independientes y como muestra de la habilidad del pintor a la hora de conseguir efectos de línea y color muy distintos a los que hasta ahora se habían realizado en las miniaturas de los márgenes y en los paisajes y jardines simbólicos que se habían pintado a lo largo de la Edad Media. Este proceso de insertar dentro del argumento y la narratividad de la pintura lo que hasta el momento era solamente decorativo fue, fundamentalmente, obra de Albrecht Altdorfer y de otros artistas de la llamada Escuela del Danubio, y tiene sus mejores ejemplos en obras como el Paisaje con puente (h. 1516, Londres National Gallery), o el Paisaje con un castillo (h. 1522-1525, Munich, Alte Pinakothek, ambos de este artista). Otras veces, como en su famoso San Jorge y el dragón (Munich, Alte Pinakothek), aunque nos encontramos con toda claridad ante una escena y una historia muy frecuente en la iconografía de la época, es cierto que la representación de la naturaleza prima en todo momento sobre la narratividad de la misma y sobre la figura humana.

Esto, sin embargo, no sucede nunca en Alberto Durero. Incluso en estas primeras acuarelas, el ojo del observador domina el ambiente concebido siempre de manera perspectiva y con amplias profundidades. Este distanciamiento, que podríamos llamar italiano, esta racionalidad de la mirada, está ausente de las imágenes de Altdorfer o de Wolf Huber, que se sienten atraídos con raras excepciones, sobre todo en el primero por lo intrincado, complicado e incluso deforme del bos­que germánico, y por lo que Wood ha calificado de los placeres de la bidimensionalidad.

Es la perspectiva y la distancia lo que atraía a Durero. Y ello es muy claro en sus fondos paisajísticos en los que, además, casi siempre interviene la arquitectura como fondo racionalizador. Es la figura humana la que centra y ordena sus visiones paisajísticas concebidas habitualmente como fondo de sus grabados; así sucede incluso en estampas de tan amplio desarrollo paisajístico como La Visión de San Eustaquio de 1501, en cualquiera de sus innumerables visiones del tema de la Virgen o el Niño, o en el fenomenal San Antonio, ya de 1519, en el que la visión de la ciudad al fondo se convierte en un repertorio de racionalizadas formas geométricas.

 

Albrecht Altdorfer, Paisajes del Dabubio

 

La naturaleza estudiada

Pero junto a la observación, Alberto Durero nos propone una actitud todavía más radicalmente novedosa: la del estudio. Ahora sí que nos encontramos en los antípodas de cualquier consideración medievalizante ya sea de tipo decorativo o simbólico.

Es cierto que el artista, en los márgenes dibujados del Libro de horas de Maximiliano (sobre el que más adelante nos extenderemos), todavía nos plantea una imagen decorativa de plantas y animales. Y de que en bastantes de sus grabados la presencia del animal es todavía la del monstruo de origen medieval, y que todavía iba a ser practicada con éxito no sólo por Schongauer, sino por artistas posteriores como Matias Grünewald. Pero también lo es que a Durero debemos una observación atenta, minuciosa, casi científica de multitud de plantas y animales.

Muchos de ellos aparecen como comentario alegórico o simbólico de imágenes de santos o de la historia religiosa (pensemos en los innumerables leones que pueblan sus distintas versiones del tema de san Jerónimo); pero se trata de animales observados de una manera muy precisa y directa, que culminan en una serie de láminas en las que el animal se representa por sí mismo, con precisión y claridad escalofriante.

También en este caso nos encontramos con que el animal en cuestión se inserta en composiciones de tipo narrativo. Pensemos en el .Escarabajo de 1505, que aparece en la Adoración de los magos de los Uffizi; otras veces no es así, y su famoso Rinoceronte tiene ya un valor por sí mismo, representado como rareza de la naturaleza.

Este interés naturalista de Alberto Durero, con ejemplos tan espléndidos como el Cangrejo, la Ardilla de 1502, la Morsa o sus frecuentes estudios de plumas de alas de distintos pájaros, tiene una doble explicación desde el punto de vista de las ideas de la época.

No se trata, de ninguna manera, de precoces estudios de carácter científico —la lámina naturalista como tal es un fenómeno del siglo XVIII—; cuando hablamos de la actitud dureriana de estudio nos referimos más bien a la idea renacentista de transposición precisa de la naturaleza, de un experimentalismo a lo Leonardo, como parte de un concepto de la naturaleza basado no sólo en elaboraciones mentales y teóricas (operaciones propias de la mente), sino también en la práctica directa con la realidad (propia de la mano). Volvemos a encontramos con la dialéctica ojo-mano que ya hemos visto expresada en los autorretratos, ahora enfatizada al máximo: el ojo de la precisa observación y la minuciosa ejecución manual. No cabe duda que el interés de Durero por una representación casi fotográfica de plumas de ala, pelos de la piel o hierbas de campos y estanques no son otra cosa que demostraciones de su capacidad pictórica, hechas con su propia mano. Pero también el fenómeno tiene otra explicación, ahora sociológica y que tiene que ver con las nuevas ideas de la época acerca del coleccionismo de objetos. El mismo Durero, como veremos al estudiar su Diario del Viaje a los Países Bajos, era aficionado a este tipo de coleccionismo de exotismos, rarezas y elementos de la naturaleza. Y no cabe duda que la posesión de algunos de sus dibqjos naturalistas (como lo demuestra el caso ya tardío de Felipe II de España), corría pareja a la exposición de objetos reales de la naturaleza misma.

 

San Antonio

 

El público de Durero y las nuevas actitudes ante la obra de arte

La edad del Humanismo no sólo produjo una nueva serie de formas y aun de géneros artísticos, sino un novedoso tipo de artista. En realidad estaba sustentada por un nuevo tipo de público que exigía a la obra de arte unas renovadas funciones.

A lo largo de estas páginas nos iremos encontrando con la mayoría de ellas ya que la obra dureriana es, desde este punto de vista, un observatorio privilegiado, pues no sólo renovó la pintura religiosa de su tiempo, sino también, como estamos viendo, la imagen de la naturaleza, la del poder político y la de la misma persona humana.

El círculo de Durero abarcó no sólo a humanistas como Pirckheimer, Peutinger, Conrad Celtis o, al final de su vida, Erasmo de Rotterdam o Philip Melanchton, ni a políticos como Federico el Sabio o el Emperador Maximiliano, sino también a los burgueses cultos de Alemania y, sobre todo, de su ciudad natal: los Tucher, los Oswolt Krel, los Paumgartner, los Landauer, los Fugger, los Holzschuer, los Kleber...y tantos otros.

Para muchos de ellos no sólo realizó obras y altares de tipo religioso, expresivos de su piedad y magnificencia, sino abundantes retratos.

Es ésta una de las actividades más frecuentes de Durero y en las que con más habilidad brillaron sus cualidades de pintor, grabador y dibujante. Se trata siempre de retratos de medio cuerpo (de cuerpo entero sólo se representó a sí mismo y a su amigo Celtis, pero como parte de otras obras y de rodillas a algunos donantes, pero en escala mucho menor al conjunto), en los que a Durero le interesa sobre todo el captar la intensidad de un rostro plenamente expresivo, la elegancia de una postura y el poder del retratado, en un género que sólo será igualado por Holbein.

De entre ellos destacaremos el magnífico Retrato de un desconocido (Madrid, Museo del Prado), que participa plenamente de estas características, el tardío de Hieronymus Holzschuer (Berlin-Dahlem), ya de 1526 en el que, como el del Prado, se ha suprimido ya todo paisaje posterior o el excepcional, y de la misma fecha de Johan Kleberger, extraño personaje de origen humilde, casado con una hija de Pirckheimer a la que abandonó, para terminar su vida en Lyon, repartiendo su fortuna entre los pobres.

Se trata de un retrato en tondo, sólo el busto pintado casi monocromamente como si de una escultura se tratase, inspirado claramente en las medallas de la antigüedad. Dado lo avanzado de su fecha no sabemos si Durero pretendía dar un giro plenamente clasicista a su idea del retrato o si se trata de un caso aislado. Franz Winzinger, que ha prestado especial atención a esta pintura, se pregunta: ¿No se descubre acaso en esta mirada sibilina, que tantas cosas ha visto, la misma expresión que en la mujer de la Melancolía? Este retrato confiere una nueva dimensión al arte de Durero en el final de sus días.

Pero hablábamos de una nueva actitud de estos comitentes hacia la obra de arte. El auge del grabado se debe también a esta última, y no tan sólo al interés de los artistas por experimentar con un nuevo medio. De las páginas de su Diario de Viaje a los Países Bajos se desprende que, si Durero utilizó los mismos como medio de presentación ante los poderes políticos y de obtención de beneficios económicos, es por el interés puramente coleccionístico de una clientela que no se contentaba con ver en la obra de arte un sistema de autorrepresentación o manera de expresar su fervor religioso. La sociedad culta del Renacimiento nórdico fue coleccionista de estampas y grabados que compraba con avidez y guardaba en sus gabinetes, privilegiando una mirada puramente estética ante la obra de arte de carácter íntimo y privado. Una mirada que podía no sólo contemplar, sino hojear y tocar los paisajes de Altdorfer o de Wolf Huber, las imágenes de campesinos, soldados y santos de Alberto Durero, las curiosidades de la naturaleza como su Rinoceronte, y las escenas religiosas de este último o de Schongauer, inaugurando así una nueva actitud que ha llegado hasta nuestros días.

Retrato de desconocido, por Durero, 1524, óleo sobre tabla, Madrid, Museo del Prado

 

La reforma de la imagen religiosa

Es bien sabido que una de las mayores revoluciones producidas en las artes en la época del Renacimiento es la profunda reforma que en estos momentos experimentó la imagen religiosa; una reforma que tiene que ver no sólo con las nuevas funciones que asume ahora como obra de arte con valor por sí misma, sino también con la profunda crisis espiritual por la que atraviesa Europa en el tránsito de la Edad Media a la Moderna, y de la que acabó, como sabemos, dividida en dos versiones muy distintas de la religión cristiana.

En estos momentos de tan amplias mutaciones, las expectativas tanto de los comitentes de las obras, como las de los propios fieles que las contemplaban en los distintos lugares sagrados cambiaron ampliamente. De esta manera una sensibilidad artística tan despierta e interesada como la de Alberto Durero se constituye en el síntoma formal e ideológico de este tipo de problemas, y su carrera artística puede interpretarse sin duda como la aportación más decisiva de su época a la reforma de la imagen religiosa de la Centroeuropa de su momento.

Pintura religiosa en Alemania en la segunda mitad del siglo XV

Cuando el artista comenzó su actividad todavía no quedaban cronológicamente tan lejos las obras de Stephan Lochner, que había nacido en Meersburg pero que estaba activo en Colonia durante los años centrales del siglo XV. Todavía en 1520 su fama no se había apagado pues Durero tuvo que pagar por ver su obra más famosa, la Adoración de los Magos (Colonia, catedral), pintada en torno a 1442.

En esta pintura Lochner se nos muestra como un artista todavía medieval tanto por la manera convencional en que ha dispuesto la escena, con la Virgen sentada en el trono sostenida por diminutos angelillos y rodeada de personajes dispuestos simétricamente. No es solamente esta disposición frontal del grupo, ni el fondo de oro sobre el que se destaca la escena lo que nos induce a contemplar la obra de Lochner como una pintura que, en cierta manera, mira al pasado, sino el sentido que adquiere en el contexto de la Colonia de mediados del siglo XV .

Esta Adoración de los Magos, más que expresar una idea de la religión más o menos problemática, ha de interpretarse como un homenaje de la ciudad a sí misma: Colonia se consideraba como la urbe que guardaba en una lujosa arqueta el precioso tesoro de las reliquias de los tres Reyes Magos a los que, naturalmente, tenía por patronos. La obra era tanto un objeto devoto como una muestra del poderío económico de la urbe, que se enfatizaba en el lujo y la vistosidad colorística de las vestiduras de los personajes y en el énfasis, tan querido por cierta pintura de fines de la Edad Media, en la minuciosa descripción de los objetos de orfebrería delicadamente tallada, que aquí es perceptible en los regalos de los Magos, la corona y el broche de la Virgen, y en la riqueza de las espadas de algunos de los personajes.

El mismo Stephan Lochner es autor de algunas de las más famosas imágenes de vírgenes, como la Virgen del rosal (Munich, Alte Pinakothek), en la que la continuación de la idea de representar a la Madre de Dios encerrada en un jardín, verdadero hortus conclusus medieval, es todavía muy perceptible.

Por estas mismas fechas, Konrad Witz, procedente de Rottweil en Württenberg (Suavia), y activo en Basilea y Ginebra desde 1434, buscaba dotar a sus pinturas de una coherencia espacial y narrativa ajena a las convenciones del mundo gótico. Pero si sus perspectivas, no absolutamente convincentes desde luego, nos introducen en el ambiente de las preocupaciones espaciales tan querido del siglo XV , sus figuras tienen una cualidad todavía seca y angulosa, que nos hace contemplarlas casi como esculturas. Hay que esperar a los maestros de la segunda mitad del siglo XV , a los artistas de la generación inmediatamente anterior a Durero, para observar cambios significativos en el mundo de la imagen religiosa, que supongan avances definitivos hacia la modernidad. Es el caso, ya mencionado y decisivo para la carrera inicial de Durero, de Schongauer, así como el de Michael Pacher. Este último, a la vez escultor y pintor, presenta una idea de la imagen muy cercana a la de los escultores Veit Stoss o Tilman Riemenschneider, sobre todo en una de sus obras fundamentales como es el Altar de San Wolfgang, realizado entre 1471 y 1479, en cuya parte central esculpió, de una manera todavía muy gótica y expresiva, el tema de la Coronación de la Virgen.

Más interesantes desde un punto de vista dureriano son las pinturas laterales en las que la lección espacial y vehemente de Mantegna es muy clara. Pacher, como haría Durero pocos años después, había visitado Verona y estudiado una obra como los frescos de la capilla degli Eremitani, realizados entre 1449 y 1454. En la Expulsión de los mercaderes del templo del mencionado altar de San Wolfgang, tan importantes como la escena propiamente dicha, resuelta con un grupo de gigantescas y expresivas figuras colocadas en un primer plano, es la parte de la derecha de la pintura. Se trata de la visión del templo, una estructura de construcción gótica, sin correspondencia con un interior real de este estilo, pero que le sirve para plantear un espacio fuertemente perspectivo y fugado, en el que destaca tanto el forzado escorzo de las escaleras, como el de la mesa en primer plano, todo ello, a la manera de Mantegna, visto de abajo arriba. Y algo parecido podría decirse de la otra pintura del altar, que representa una Adoración de la Virgen. Todavía más mantegnesco resulta su Altar de los padres de la Iglesia (Munich, Alte Pinakothek), de 1483, observado desde el mismo punto de vista, y en el que juega con la perspectiva a través del pavimento enlosado, y los atriles en los que descansan los libros de los protagonistas. La definición espacial, como en Mantegna, se logra a través de las arquitecturas que aquí, sin embargo, todavía son góticas.

Todas estas obras plantean un camino nuevo hacia una expresividad distinta a la utilizada en la obra de un Lochner o de un Konrad Witz, así como el fin de una consideración icónica de la imagen, en la vía de una mayor narratividad, signo de los tiempos plenamente renacentistas que ya se anunciaban.

 

Adoracion de los magos, por Stephan Lochner

Stephan Lochner o Meister Stephan (maestro estéfan) (sobre 1400 a 1410 en Meersburg (Lago de Constanza); † 1451 en Colonia) fue un pintor alemán de la Edad Media y uno de los maestros principales del denominado estilo suave” (Weicher Stil) de la pintura gótica internacional.​

Adoración del Niño Jesús (1445), Pinacoteca Antigua de Múnich.

Sobre la vida del artista no se conoce mucho. Trabajó seguramente en la ciudad de Colonia en Alemania durante los años 1442 a 1451. Es muy probable que viviera en este sitio antes. Al parecer, el artista formó parte del consejo de la ciudad. Durante su estancia en Colonia, cumplió un encargo del consejo de la ciudad para la capilla del ayuntamiento y pintó el altar, que hoy en día se encuentra en la Catedral de Colonia, el denominado Altar der Kölner Stadtpatrone, y además, sobre 1448 su obra más conocida la Virgen del rosal (Madonna im Rosenhag).

Murió el año 1451, posiblemente víctima de la peste.

El estilo de Lochner se puede integrar al estilo de la Pintura gótica internacional. Los personajes en sus pinturas, -arropados en sus vestimentas suaves y fluidas- parecen fríos, pero muy realistas. Este realismo se ve sobre todo en los paisajes, la tela, las figuras y sus caras. Sobre todo las caras de los Reyes Magos en el altar de la Catedral de Colonia (Altar der Kölner Stadtpatrone) parecen ser copiadas de la vida.

Entre su obra conocida no se encuentra ninguna pintura o dibujo que represente la Pasión de Jesucristo.

La Virgen del rosal (1450), Museo Wallraf-Richartz. La Virgen del rosal es la obra más conocida del autor y puede servir como ejemplo para toda su obra. Fue pintado al alrededor del año 1448 y se encuentra hoy en día en el museo Wallraf-Richartz en Colonia.

Sus dimensiones son de 51 cm de altura y 40 cm de anchura. Fue pintado en una técnica mixta sobre madera; la técnica es comparable con la de los retablos. La figura central es María, vestida en una capa de un azul brillante. Está sentada delante de un banco cubierto de hierba. En sus piernas se encuentra el niño Jesús, que tiene una manzana en su mano simbolizando la superación del Pecado original a través de la Crucifixión de Cristo. Ángeles enmarcan la figura de la Virgen con el niño. Cuatro de ellos tocan instrumentos musicales. Las alas del ángel que toca la laúd tiene plumas parecidas a las de un pavo real. Esta ave simboliza, por ejemplo, el renacimiento espiritual y así la resurrección; además sus "mil ojos" fueron interpretado como la Omnisciencia de Dios.

El prendedor de María muestra un Unicornio, símbolo para la Virginidad. Su corona representa su realeza y majestuosidad. Flores representan en otras pinturas muchas veces la presencia de María. En esta obra también se encuentran. La Virgen está sentado en una alfombra formado por plantas de fresas, los cuales suben también el banco. Las fresas con su color rojo simbolizan el martirio de Cristo. Las hojas de la planta, que son formados por tres hojas más pequeñas, simbolizan la trinidad. Estas plantas representan además la virginidad de María, como pueden tener flores y frutas al mismo tiempo.

Detrás de la figura de María, a su lado derecha, se encuentra el lirio blanco (Lilium candidum), símbolo para la pureza, la castidad y la Inmaculada Concepción y por esta razón uno de los atributos habituales de María.

En este cuadro sobre todo importan las rosas. Según una leyenda antigua, la rosa no tenía espinas antes de la caída. Como María era impecable, ella fue llamada “Rose ohne Dornen”, “rosa sin espinas”. En consecuencia surgió esta imagen de una “María de rosas” o el cuadro que está representado aquí; existen más pinturas de esta tipología. La pintura de Lochner no sólo muestra la tipología de la “Madonna im Rosenhag, pero también la de la Virgen en el Jardín del Edén. En este tipo de imágenes María lleva una corona y está representado con su hijo de forma majestuosa; muchas veces, la idea del paraíso se refuerza por añadir símbolos como la manzana, los ángeles con instrumentos musicales, el fondo de oro, etc.

LA VIRGEN DEL ROSAL

ADORACIÓN DE LOS REYES MAGOS

JUICIO FINAL ( DETALLES)

 

Problemas y funciones de la imagen religiosa: la devoción privada

Las realizaciones de los artistas que acabamos de mencionar, así como la de otros muchos, se inscriben en un mundo espiritualmente cambiante y que pronto había de sufrir los embates de movimientos tan potentes como la Reforma y la Contrarreforma, de consecuencias profundísimas en el campo de la imagen artística. Ya hemos estudiado la postura de Durero con respecto al clima de inseguridad y crisis de fines del siglo XV, al que dio una profunda y fenomenal respuesta a través de su serie de El Apocalipsis. Pero los problemas que se estaban planteando desde el mismo siglo XV, y que tuvieron especial virulencia en los primeros años del siglo XVI habían de ser otros y alcanzaban al del mismo estatus, validez y legitimidad de la imagen sagrada como elemento portador de valores y sentimientos religiosos. Como ha señalado Michael Baxandall, en la Alemania y la Europa de este momento la idea general en torno al tema era del tipo de la ofrecida por autores como Nicolás de Lyra en su Praeceptorium: desde el punto de vista de la ortodoxia católica la utilización de imágenes religiosas estaba de acuerdo con los mandamientos de la Ley de Dios. El fundamento de la utilización de las mismas era triple: servir de enseñanza al pueblo iletrado, facilitar la devoción y piedad del cristiano y ayudar de recordatorio y memoria de las verdades de la Fe y de la historia sagrada. Las imágenes no habían de ser vistas como ídolos, es decir, adoradas por sí mismas, sino como vehículo y medio para lograr los fines anteriormente mencionados. Un escrito publicado en Augsburgo en 1475, y recordado por el mismo autor, nos explica cómo la adoración no debía tener una justificación en la misma imagen concreta, sino en lo que ésta representa.

Escritos de este tipo son bastante comunes en la Europa de este momento y explican el florecimiento de multitud de altares, retablos, pinturas, esculturas, reliquias y objetos sagrados con las brillantes fórmulas del gótico tardío. La imprenta, especialmente importante en Alemania y utilizada por grandes maestros como Schongauer y Durero, fue usada masivamente en este mismo sentido.

Esta valoración positiva de la imagen se matizaba fuertemente no todavía por movimientos iconoclastas, fenómeno más tardío de un si glo XVI ya avanzado, sino por sentimientos religiosos muy arraigados en el mundo europeo de finales de la Edad de Media, y que cristalizaban en la llamada devotio moderna. Esta corriente, que es, por ejemplo, la de los Hermanos de la vida común, interesada sobre todo en buscar para el fiel una relación muy personal con Dios que se lograba a través de Cristo, Dios encarnado, y se cristalizaba en textos tan famosos como la Imitatio Christi de Tomás de Kempis en donde se podían leer máximas tan claras como las siguientes: "Si supieses toda la Biblia a la letra y los dichos de todos los filósofos ¿qué te aprovecharía todo sin caridad y gracia de Dios?... No me hable Moisés ni ninguno de los profetas, sino más bien hablame Tú, Señor Dios, inspirador y alumbrador de todos los profetas. Tú solo, sin ellos, me puedes enseñar perfectamente..."

La devotio moderna no se situaba en polémica con la imagen religiosa, pero la matizaba fuertemente, como hará poco más adelante un Erasmo de Rotterdam. Más bien buscaba un tipo de figuración en la que el fiel se representara en directo e íntimo contacto con la Divinidad, sin intermediaciones ceremoniales y eclesiásticas, como sucede en tantas pinturas del mundo flamenco durante el siglo XV.

  Esta devotio moderna de raigambre medieval pronto se vio fecundada, ya en los últimos años de la centuria y los primeros del siglo XVI, por las ideas del humanismo cristiano, interesado en los contenidos morales de la experiencia individual y ajeno a todo tipo de autoridades y de dogmatismos.

 

 litografía de la última cena de Cristo, por Alberto Durero.

 

La postura de Durero

Todos estos problemas estuvieron en medio de las preocupaciones artísticas de Alberto Durero desde los primeros años de su actividad. En 1496 Federico el Sabio, elector de Sajonia, permaneció en la ciudad de Nuremberg, donde fue retratado por nuestro artista en una penetrante e incisiva pintura (Berlín-Dahlem); en este mismo momento le encargó un tríptico para la iglesia de Wittemberg representando a la Virgen adorando al Niño y, en las alas laterales, a san Antonio y san Sebastián (Galería de Dresde).

La parte central de la obra nos muestra la clara superación que Durero ha realizado de los modelos flamencos por medio de la asimilación de las fuentes italianas, fundamentalmente Mantegna y Squarcione. A través de una apertura pétrea, marcada por la fuerte perspectiva de los dos pilares de derecha e izquierda se introduce al espectador en el grupo principal que aparece deliberadamente desligado del espacio posterior. Al igual que la Virgen, que mira con una concentración y absorción poco usual la figura del Niño, el observador es inducido a una similar e inmediata contemplación de la misma. Nos encontramos ante un buen ejemplo plástico del moderno modo devotional al que nos referíamos más arriba, por el que el fiel es invitado a adorar la figura humana de Cristo que, deliberadamente, se vuelca hacia el exterior de la obra, es decir, el campo visual del espectador. Este primer plano no puede ser más expresivo; formado por tres elementos, todo nos viene a indicar un similar juego: la mirada y la actitud de la Virgen nos lleva hacia la figura del Niño mientras que el tercero de los elementos a que nos referimos, el libro, pintado en fuerte perspectiva, parece como abandonado por la Virgen, fuera del juego de tensiones de las dos figuras, como si se nos quisiera decir, a la manera que recomendaba Kempis, la perfecta prescindibilidad de todo aquello que no sea una relación directa entre el fiel y la humanidad de Cristo.

Por eso, igualmente, el espacio posterior aparece, a la vez que muy subrayado por la perspectiva, fuera del campo visual del primer plano. El mundo de lo real y tangible queda fuera del de la oración; e incluso las alusiones a lo sobrenatural, en forma de los angelillos que pueblan la obra, algunos de los cuales tratan de coronar a la Virgen, se pintan en un sistema proporcional mucho menor y fuera de las leyes generales de la pintura.

También completamente exteriores a la misma están los dos santos, probablemente añadidos por Durero en 1504, es decir, diez años después de realizada su escena central; ellos representan ahora la parte del espectador, concentrado en sí mismo en el caso de san Antonio, y sumergido en la contemplación de la escena central el san Sebastián, mostrando las dos posibilidades de reacción ante el tema de lo sagrado.

Junto a los grandes retablos alemanes de finales de siglo, aptos para la representación pública de una fe colectiva y en los que se extendían amplios programas y escenas de tipo religioso, la tabla de devoción privada se había extendido ampliamente a lo largo de todo el siglo XV . En ello, los grandes pintores flamencos se habían constituido en excelentes maestros.

Este tema será también uno de los favoritos de Alberto Durero a los que dotará de un nuevo sentido y forma aprendidos en su primer viaje veneciano. Un producto excepcional de esta renovada sensibilidad será la Madonna Haller (hacia 1497, Washington, National Gallery of Art, Samuel H. Kress Collection), en la que se muestra claramente la recepción dureriana de las ideas de Bellini en torno a la representación del tema italiano de la Virgen, y a cómo éste era aceptado por los miembros del patriciado nuremburgués (la obra fue encargada por la familia Haller von Hallerstein para su capilla privada, y sus armas aparecen a derecha e izquierda de la composición).

En esta pintura Durero opta por una imagen solemne y distanciada de la Virgen que mira hacia el exterior del cuadro con expresión triste, que ha sido interpretada como una premonición de la Pasión de Cristo. Colin Eisler ha realizado una complicada exégesis de la obra desde este punto de vista: el mármol del primer plano, que resulta mayor que el habitual parapeto de tantas pinturas norteitalianas de fin del siglo XV, aludiría a la tumba de Cristo; éste, con una pera en la mano, simbolizaría a un nuevo Adán, y su pie en avance se referiría al camino hacia el Gólgota. El paisaje posterior, con el jardín y el castillo cerrado, son referencias a la castidad de la Virgen. Sea o no cierta esta interpretación, es bien claro el carácter melancólico y meditativo de la obra, muy apta para el lugar privado para el que fue pintada, y nos vuelve a sugerir esas ideas devocionales en torno a una imagen religiosa que expresara lo íntimo y particular que debe ser la oración del cristiano.

En su parte posterior, Durero pintó una escena diferente, la Huida de Lot y sus hijas de las ciudades de Sodoma y Gomorra. Sin relación aparente con las figuras de la Virgen y el Niño, la escena debió de ser incluida por deseo de la familia Haller, y Ludwig Grote ha visto en la misma una alusión al castigo que espera a los pecadores.

 

Madonna Haller

Huida de Lot y sus hijas de las ciudades de Sodoma y Gomorra.

 

La Gran Pasión

Pero la reforma de la imagen religiosa que estaba teniendo lugar en el ámbito cultural alemán de fines del sigloXV y que tuvo en Schongauer y, sobre todo, Durero a sus grandes protagonistas no vendría únicamente de la inspiración de este último en las obras del Renacimiento norteitaliano, sino de una exploración de las posibilidades últimas de sus preocupaciones religiosas servidas a través de una extraordinaria inventiva de nuevas formas y técnicas representativas.

Si el ya estudiado Apocalipsis era el signo más claro de las preocupaciones de la crisis del fin de una época, en la historia de la Pasión de Cristo tanto Schongauer como Durero encontrarían el medio de expresión de los dolores humanos encarnados en el sufrimiento del Salvador.

El primero de estos artistas había realizado una serie de planchas del más alto interés dramático como su famosa Gran subida del Calvario, una obra en la que, alrededor de la figura caída de Cristo y el indudable protagonismo de la propia cruz, se agrupan toda una serie de verdugos y sayones, en el que el juego de sus expresiones grotescas, ridiculas y crueles, están en profundo contraste con la expresión de dolor no sólo físico, sino también moral del primero.

Este tema de lo grotesco, que estaba siendo desarrollado en una vertiente todavía más exagerada por las pinturas del Bosco en Flandes, resulta central en la serie La Pasión de Martín Schongauer, el precedente más claro para las interpretaciones posteriores de Alberto Durero. Expresividad hasta la caricatura que aparece en planchas como la del Prendimiento, Cristo delante de Caifas, la Flagelación y muchas otras; en realidad el tema de la serie, y en donde ésta encuentra su auténtica expresividad e interés, no es otro que el del contraste entre la dignidad y sufrimiento moral de Cristo, y la fealdad y confusión de sus torturadores y verdugos, que culmina con la aparición de la figura monstruosa del diablo en el Descendimiento al limbo.

El drama de la Pasión, sin embargo, se hará más solemne en Durero. Al filo del nuevo siglo, entre 1497 y 1500 (aunque no aparecerá hasta 1510, cuando le añada cuatro nuevas planchas y un frontispicio), el artista de Nüremberg realiza su segunda gran serie de estampas xilografiadas: la Gran Pasión. Con anterioridad (hacia 1495-1496) había ya experimentado el tema en la denominada Pasión Albertina, muy dependiente todavía de Schongauer, pero no será hasta esta nueva serie cuando Durero reflexione en profundidad ante la historia fundamental de la salvación del cristiano escrita en las páginas del Nuevo Testamento. Solemnidad y dolor son los ejes con los cuales Durero articula el conjunto, formado inicialmente por doce planchas.

Solemnidad que comienza en La Ultima Cena y se cierra en la estampa de la Resurrección, ambas centradas en la figura de Cristo. Una imagen de la que emergen rayos esplendentes que, en la primera de ellas, iluminan la amplísima arquitectura que, vacía, ocupa casi toda la mitad superior de la estampa; protagonismo del espacio y de la arquitectura, un tema que no había aparecido en el Apocalipsis, pero que será muy relevante en la posterior Vida de la Virgen. Solemnidad y dignidad también en la escena de la Flagelación, donde Durero se desprende de anteriores inspiraciones schongauerianas, para presentarnos una escena centrada por la vertical del Cristo apoyado en la columna. Pero también, como decimos, dolor. Es otra vez el dolor físico del Prendimiento y el moral de la Oración en el huerto, donde ahora el papel protagonista lo adquiere la naturaleza abigarrada y hostil en la que incluso parece perderse la figura de Cristo. Como en las dos pinturas realizadas en estos mismos años con el tema del Descendimiento (Munich, Alte Pinakothek; Nüremberg Germanisches Museum), la naturaleza ha dejado de ser un tema de observación como en las acuarelas del primer viaje a Venecia, para convertirse en un entorno imaginario en la estampa y real en las pinturas, que acompaña en su dramatismo y conmoción al cuerpo ya muerto de Jesucristo, y la expresión dolorosa y compungida de los santos varones y mujeres.

Si nos fijamos detenidamente en el Descendimiento Glimm, el conservado en Munich, la relación de las figuras con su entorno físico y con el del mismo espectador es, en cierta manera, similar al de la Virgen con el Niño para el elector de Sajonia ya comentada. No hay comunicación perspectiva convincente entre el compacto grupo en torno a Cristo, deliberadamente compuesto en forma de pirámide, y el paisaje posterior; el grupo, centrado en torno al obvio protagonista, se vierte hacia el observador, y el fondo nos separa de él. La relación entre el paisaje extrañamente iluminado y coronado por un negro nubarrón, denotando inquietud y dolor, y el grupo del primer término es más psicológica que real y ha de ser establecida por nosotros mismos que hemos de sumergirnos dolorosa, pero también analíticamente, en la escena total. Es una llamada a la piedad y a la inteligencia, en el que hemos de ver lo más sutil de esta aproximación moderna a los sentimientos religiosos que nos propone el artista Alberto Durero.

ESCENAS DE LA GRAN PASIÓN

LA HUIDA A EGIPTO

ECCE HOMO

DESCENSO DE CRISTO AL LIMBO

 

Durero y los humanistas

En medio de su composición El Martirio de los diez mil (Viena, Kunsthistorisches Museum), realizada en 1508 para el elector de Sajonia Federico el Sabio, uno de sus clientes más habituales, Alberto Durero se autorretrata vestido con la suntuosidad que le proporcionaba su manto francés comprado en Venecia, junto a un personaje, probablemente su amigo el humanista Conrad Celtis. La obra, de concepción un tanto confusa y abigarrada, repetía un modelo grabado por el propio artista diez años antes (en el que no están, sin embargo, estos retratos), y representaba el martirio de diez mil cristianos en Bitinia, en el siglo IV, a consecuencia de la promulgación del edicto de Diocleciano.

No nos interesa ahora tanto la obra en sí como el hecho significativo de la aparición del autorretrato del artista en compañía de uno de los humanistas más importantes de la Alemania de su momento, y del que ya hemos hablado en la introducción. Uno de los elementos más novedosos en la actitud de Durero hacia las artes y hacia el mundo de la cultura en general es su manera de aproximación intelectual y profundamente reflexiva. La superación del ambiente artesanal en que se había desarrollado la actividad artística durante la Edad Media, poco a poco va cediendo frente al impulso de muy concretos ambientes y personalidades, fundamentalmente italianas. La actitud italiana y renacentista hacia las artes pasaba por una profunda interconexión entre artistas y humanistas, como sucedía en el mundo de las cortes de Italia, y comenzaba a suceder en otros lugares como España, Francia e Inglaterra.

 

EL MARTIRIO DE LOS DIEZ MIL CRISTIANOS

 

Willibald Pirckheimer

De todas formas, la relación de Durero con Conrad Celtis, con ser importante, no supera a la amistad del primero con una persona como Willibald Pirckheimer, el principal humanista de Nüremberg, de manera que se ha llegado a decir que, sin ésta, hoy contemplaríamos un artista diferente (Campbell Hutchison). Es bien claro que el triángulo Celtis-Pirckheimer-Durero, forma una tríada esencial empeñada en la renovación cultural de Alemania, bajo el signo del humanismo clásico.

Pirckheime no sólo financió el segundo viaje de Durero a Venecia, sino que le apoyó moral, cultural y económicamente durante toda su vida. El humanista, que había traducido a Jenofonte, Luciano, Isocrates, Plutarco y Salustio, es también el responsable de la introducción de los estudios de geografía en las escuelas alemanas y había estudiado en lugares tan significativos para la biografía de Durero como Padua y Pavía, es decir, poblaciones situadas en el norte de Italia por donde el artista viajaría en dos ocasiones. Incluso no se excluye el hecho de que Pirckheimer acompañara a Durero durante su comentado primer viaje, y él fue quien le puso en relación con figuras tan importantes como Konrad Peutinger, humanista de Augsburgo, y Desiderio Erasmo de Rotterdam.

En 1503 el pintor realizó un dibujo con la efigie de Willibald Pirckheimer (Berlin, Kupferstichkabinett) y en 1524, cuando el humanista contaba 53 años, una espléndida plancha, la Bilibaldi Pirkeymehri effigies, tal como reza su amplia inscripción latina firmada con el anagrama AD, que continúa de la siguiente y elocuente manera: Vivitur ingenio caetera mortis erunt, muy expresiva de las convicciones humanistas y culturales tanto del representado (que utilizó esta imagen en algunos de sus libros), como del autor.

El interés dureriano por el humanismo es patente a lo largo de toda su carrera. Ya hacia 1495-1496 había realizado una miniatura en pergamino, que fue incorporada en una edición veneciana de los Idilios de Teócrito (Nueva York, Ian Woodner Family Collection), con la representación de unos pastores músicos en su borde inferior. La imagen no puede resultar más expresiva del ambiente cultural que interesaba a Durero, incorporando su versión de una escena idílica en el margen de un libro impreso con la tipografía griega. Y no olvidemos que el mismo Willibald Pirckheimer añadió un epílogo al tratado teórico del artista Los Cuatro Libros de la Proporción humana.

 

Willibald Pirckheimer (1470-1530) n acido en Eichstätt, Baviera, hijo del abogado, Dr Johannes Pirckheimer, fue educado en Italia, estudiando leyes en Padua y Pavía durante siete años. Su mujer se llamaba Cresencia, y tuvieron al menos una hija, Felicitas. Su hermana mayor Caritas (1467-1532) fue abadesa del convento franciscano de Santa Clara en Núremberg, que albergaba una escuela para niñas de clase alta, y una estudiosa de los clásicos; la serie de xilografias de Durero Vida de la Virgen fue dedicada a ella. Probablemente Willibald Pirckheimer y Durero se conocieron en 1495.

Fue miembro de grupos humanistas de Núremberg que incluían a Conrad Celtis, Sebald Schreyer, y Hartmann Schedel (autor de Las Crónicas de Núremberg). Era consultado por el emperador Maximiliano I sobre literatura. Tradujo textos clásicos al alemán, tanto en griego como en latín. Con otros trabajos, editó y publicó una edición de la Geografía de Ptolomeo en 1525. En 1499 Pirckheimer fue elegido por el Consejo de la ciudad para dirigir su contingente de tropas en el ejército Imperial durante la Guerra Suaba contra los suizos. A su regreso fue premiado con una copa de oro por la ciudad.

Dado que Durero no recibió una educación clásica, se suele asumir que muchos de los conocimientos clásicos y humanistas que aparecen en su obra, especialmente en su pintura, reflejan las conversaciones con Pirckheimer. Un notable ejemplo es Melancolía I. Pirckheimer prestó a Durero el dinero para su segundo viaje a Italia en 1506-7, y diez cartas conservadas de Durero dirigidas a él cuando el primero se encontraba en Italia demuestran la estrecha amistad entre ambos.

Tras la muerte en 1560 del último pariente directo de Durero, el nieto de Pirckheimer, Willibald Imhoff compró lo que quedaba de la colección y papeles del artista. La mayor parte de la biblioteca de Pirckheimer, famosa en su día, fue vendida por otro descendiente de Imhoff a Thomas Howard, conde de Arundel, en 1636. La mayor parte pasó luego de Sir Hans Sloane a la Biblioteca Británica.

Como Durero, está enterrado en el cementerio de Johannis-kirche en Núremberg.

 

Escenas mitológicas

La actividad de Durero como teórico, a la que nos referiremos con amplitud en un siguiente capítulo, es la expresión más clara de su idea humanista y científica del arte, que ha sido frecuentemente comparada con la de Leonardo. Pero es en su obra gráfica en la que estos intereses aparecen con mayor nitidez. Ya hemos mencionado sus ilustraciones juveniles a las obras de Terencio y cómo, producto de su primer viaje a Italia, había estudiado a maestros como Mantegna o Pollaiuolo y había introducido el género mitológico en su producción.

Aunque sin el amplio interés por este tipo de figuración que aparece en algunos de sus contemporáneos como Botticelli o Rafael, son bastantes numerosas las planchas durerianas de tema mitológico. En 1502, muy en relación con una imagen del veneciano acomodado en Nüremberg Jacopo de Barbari, realizó su versión del tema Apolo y Diana, en realidad un estudio de desnudos masculino y femenino y de los efectos de la calma —en Diana— y del tenso movimiento —Apolo— en la anatomía humana.

El mismo año realizó su extraordinaria Némesis o Fortuna, un desnudo femenino visto de riguroso perfil y en el que, como señaló Panofsky, se ha seguido el canon de proporciones vitruviano; por su parte Kurt Giehlow indicó en 1902 la relación entre la imagen y el poema Manto de A. Poliziano de 1482. La estampa alcanzó fortuna en Italia y Vasari la menciona en una de sus referencias al pintor alemán.

Pero el artista ha realizado una versión muy particular del tema clásico de la Fortuna. En efecto, siguiendo las indicaciones iconográficas de procedencia literaria de autores como Poliziano, la interpretación figurada es absolutamente dureriana: tanto la idea de belleza del cuerpo femenino, como su extraña colocación sobre la inestable esfera y el papel compositivo y equilibrador de las alas y el manto de la alegoría, nos indican que estamos ante una estética muy diferente a la propuesta por los italianos. A ello hay que añadir el amplísimo paisaje inferior —que se ha identificado con la ciudad italiana de Chiusa, situada en los Alpes, y por la que pasó el artista en su segundo viaje a Italia—, visto desde una perspectiva en alto que permite una imagen panorámica del lugar: estamos ante una idea muy cercana a la del paisaje cósmico, tan querido por los pintores del norte como Patinir o Altdorfer, pero precisada con los términos de la realidad de una visión en absoluto ficticia del mundo.

Pero es la combinación de la monumental figura y el paisaje inferior, de proporciones y punto de observación tan distintos, lo que facilita el impacto de la obra en la mente del observador, y le presta su más profunda originalidad.

En 1498, Alberto Durero había dado ya, sin embargo, muestras de interés por el mundo del pasado de manera independiente a las obras de Mantegna y otros italianos. En su Monstruo marino, que ha sido interpretado en algunas ocasiones como una iconografía clásica, muy posiblemente se haya inspirado en un cuento popular recogido por el humanista Poggio Bracciolini. Sea cual fuere la fuente inspiradora, lo cierto es que el cuerpo desnudo del monstruo —el elemento que domina la escena—, tiene su origen en observaciones de Durero en tor­no a la estatuaria clásica.

Lo mismo sucede con la magnífica versión de un tema tan querido por el humanismo como el de Hércules en la encrucijada, también realizada en 1502. Panofsky señaló su fuente literaria en Jenofonte, y Kollob la inspiración para algunas de sus figuras en el libro de Benedictus Celidonius: Voluptatis cum virtute Disceptacio Heroicis Lusu versibus. Se trata de una obra que mereció igualmente las alabanzas de Vasari, quien consideraba que la perfección de la obra era la máxima que pocha ser alcanzada por medio del grabado, y en ella, su autor, vuelve a interesarse por el estudio de las figuras desnudas en distintas actitudes y movimientos, en un ambiente en el que recrea a su peculiar manera el mundo clásico de héroes, dioses, ninfas y sátiros.

Pero el humanismo de Durero y sus amigos se incluye plenamente dentro de la idea ya mencionada del humanismo cristiano. La religión cristiana, sus misterios y sus historias, ha de ser renovada desde los presupuestos de la nueva ética y filosofía clásica, produciéndose así esa deseada concordatio, que tan excelentes resultados estaba ofreciendo en determinados ambientes italianos.

Apolo y Diana, por Durero, 1502, grabado sobre metal

La Fortuna, por Durero, 1502, grabado sobre metal

 

La perfección del cuerpo humano

Es desde este punto de vista desde el que hay que observar algnas de las obras de arte capitales del género religioso de Alberto Durero. Situado bajo el prisma de la renovación de la imagen religiosa en el momento de la prerreforma, el artista, que ya había dado amplias muestras de su interés por el tema en algunas de las pinturas analizadas con anterioridad, y en series de estampas como las de la Gran Pasión, emprende un conjunto de obras en los inicios del siglo XVI que constituyen su aportación al debate de una imagen formalmente clásica, basada en los supuestos del humanismo cristiano que venimos comentando.

En el campo del grabado sobre metal habría que destacar sobre todo su famoso Adán y Eva, firmado y fechado en 1504. Estamos ante una consciente aplicación de algunos de los intereses más conspicuos del clasicismo como son la representación del cuerpo humano desnudo, del estudio anatómico y de la acomodación al mismo de la teoría de las proporciones. Todos estos aspectos están presentes en las preocupaciones de Alberto Durero quien, no lo olvidemos, habrá de escribir un tratado llamado Los cuatro libros de la proporción humana. El asunto bíblico de Adán y Eva se utiliza casi como pretexto para mostrarnos un estudio de los temas que acabamos de mencio­nar; repetidas veces se ha señalado cómo Durero se ha servido de la historia religiosa para equiparar formalmente a Adán con Apolo ( y en la estampa la relación con el Apolo del Belvedere es muy patente) y a Eva con Venus. Los paradigmas de la belleza masculina y femenina del clasicismo se aplican ahora a la historia de nuestros primeros pa­dres bíblicos; con ello no sólo se lograba una interpretación clasicista del asunto muy distinta a la que estaba proponiendo un Lucas Cranach en la Alemania de inicios del siglo XVI, sino que se planteaba la concordatio de un modelo antiguo de procedencia clásica con otro de ascendencia cristiana en una operación no sólo formal sino también ideológica.

De igual manera una de las aspiraciones más queridas de la teoría humanística de la pintura desde los tiempos de León Battista Alberti como era la de la inserción en un ambiente lógico y perspectivo de las historias sagradas fue estudiado repetidas veces por Alberto Durero en relación, por ejemplo, con la temática de la adoración de los pastores o de los Reyes Magos. Ello es muy claro en obras como el Altar Paumgarten (Munich, Alte Pinakothek), realizado hacia 1498 y, sobre todo, en la Adoración de los Magos (Florencia, Uffizi), fechada en 1504, encargada otra vez por Federico el Sabio, elector de Sajonia, para la Schlosskirche de Wittemberg. Se trata de una pintura realizada con anterioridad al segundo viaje a Venecia de Durero y en ella el artista recoge y elabora de una manera totalmente creativa las lecciones del Renacimiento italiano: la luz clara y difusa, así como el colorido no se explican sin el conocimiento de las pinturas de la escuela de Venecia y el paisaje no se articula como un mero fondo, sino como un auténtico y convincente espacio perspectivo por medio de la arquitectura. Y ello no sólo por la fuga de los dos escalones de la izquierda, sino sobre todo a través de una obsesiva insistencia en el tema del arco de medio punto, del que se realiza todo un estudio de sus distintos puntos de vista. Para lograr este ambiente clasicista Durero no recurre tanto a una descripción de ruinas clásicas, sino simplemente a una arquitectura sin estilo, cuya única referencia a la Antigüedad es la constante aparición del medio punto, logrando de esta manera una sensación de profundidad escalonada hacia el paisaje, sin el abuso, como sucede en la tabla central del Altar Paumgarten, de las líneas de fuga. Es en este espacio donde ha colocado a las figuras protagonistas, a las que dota de una gran monumentalidad a pesar del no excesivo tamaño de la obra: serenidad, equilibrio compositivo, mesura, estabilidad y proporción, son los caracteres formales de una ta­bla en la que su autor supo integrar con habilidad un momento clave de la leyenda cristiana en los parámetros más queridos del humanismo pictórico.

 

Adán y Eva, por  

 

El orden de la imagen sagrada

Por estas mismas fechas, entre 1502 y 1505, Alberto Durero grabó otra de sus grandes series xilográficas como es la de la Vida de la Virgen, 19 estampas a las que con posterioridad añadió un magnífico frontispicio. En ellas es patente el esfuerzo por lograr una clarificación de la historia sagrada a través no sólo de la monumentalización de las figuras sino, sobre todo, por medio de la arquitectura. Como ya había sucedido en alguna de las estampas de la Gran Pasión, esta última se convierte en protagonista y agente activo de la obra, ahora en la práctica totalidad de la serie. La arquitectura no sólo es un medio para lograr la deseada profundidad e ilusión de una tercera dimensión, sino encuadre necesario y distanciador de lo que se representa ante los ojos del espectador. Si hay algunas escenas en las que la arquitectura desaparece ante la presencia del paisaje (Oración en el Huerto, Huida a Egipto), y el observador es introducido de manera en cierta forma directa, en otras, como La Visitación o La Anunciación, la presencia de este elemento no sólo es visible en la acción misma, sino que, al desplazarse a los bordes del grabado, sirve de encuadre con evidente función distanciadora. El orden al que aludíamos no lo es, por tanto, sólo de las figuras, que alcanzan a menudo un evidente grado de monumentalidad, sino también un orden mental del es­pectador, sometido a un proceso distanciador y de racionalización de la mirada implícito en la teoría albertiana de la pintura como ventana.

En este proceso tan querido por Durero tanto en esta serie como en alguna pintura como la Adoración de los Magos de los Uffizi, se sigue una idea opuesta a la que proponía Altdorfer en sus más famosas pinturas de paisaje. Si en ellas, pensemos en su San Jorge y el dragón de la Alte Pinakhotek de Munich, la naturaleza, hasta el momento desplazada como ilustración en los márgenes de las páginas de los libros, se convierte en protagonista y en sistema envolvente de aquello que se representa, en Durero el tema del margen (ahora no con la naturaleza, sino con la arquitectura) se utiliza a la italiana como elemento indicador de la distancia, y marco pintado e integrado en el espacio de la representación. De esta forma se indica el papel del observador como elemento extraño a la misma, pero profundamente importante como ordenador racional de la misma a través del ojo como órgano de método a través de la perspectiva. La idea culmina en la estampa de La Presentación en el templo: la arquitectura ya no es simple borde o marco exterior, sino clasicista elemento erigido en protagonista, configurador como lo es en algunos de los cartones de tapices de Rafael y claro preludio de algunas de las imaginaciones más radicalmente puristas de Nicolas Poussin.

La cualidad sagrada del artista

Con anterioridad a algunas de las obras que ya hemos mencionado, y como verdadero frontispicio de la nueva época que se anunciaba (Leo Koerner), Alberto Durero realiza en la emblemática fecha de 1500, el más famoso de sus autorretratos, el conservado hoy día en la Alte Pinakhotek de Munich.

Sólo dos años antes había continuado su autointrospección con el conservado en el Museo del Prado de Madrid, indudablemente una de sus obras maestras, pero ajeno a la profunda carga ideológica y conceptual del de la galería de Munich.

En este último, el elemento que en primera instancia nos llama la atención es la absoluta frontalidad de la imagen, una idea que se había abandonado para representar el rostro humano desde la Edad Media. Alberto Durero mira fijamente al espectador, mientras sus finos y rizados cabellos caen elegantemente sobre sus hombros y su mano derecha acaricia con unos dedos muy estilizados la lujosa piel de su manto.

La frontalidad viene subrayada por el énfasis compositivo de las líneas maestras de la obra, que la articulan por medio de una serie de triángulos, y la ausencia de cualquier elemento perspective en el fondo, una simple superficie negra.

Dos inscripciones, situadas a derecha e izquierda del rostro, las dos a la misma altura, que es la de los ojos, acentúan el deseo de simetría y sencillez y nos informan sobre el autor (a través del monograma) y la fecha (1500), a la izquierda, y a la derecha, sobre el representado: Albertus Durerus Noricus, ipsum me propiis sic ejfingebam coloribus aetatis, anno XXVIII.

Lo extraño de la idea de este orgulloso autorretrato ha hecho correr multitud de interpretaciones acerca de su significado. Como ha señalado Panofsky, el indudable paralelismo que Durero quiso realizar entre su figura y algunas de las más habituales de efigies de Cristo, no ha de ser considerado como algo problemático ni blasfemo, sino como una declaración religiosa de su autor, inspirado en la teología de la Imitatio Christi.

En efecto Van Eyck había realizado una famosa imagen del Salvador siguiendo esta misma postura frontal, en una idea que, por lo demás, era habitual en las representaciones medievales del rostro de Cristo estampado en el paño de la Verónica. Por otra parte, artistas italianos de finales del siglo XV , sobre todo en la zona del norte de Italia como, por ejemplo, alguien tan próximo a Durero como Jacopo de Barbari, habían extendido una iconografía medieval de Cristo como Salvator Mundi, igualmente muy similar. Es evidente, por tanto, la intención de Durero de aproximar su rostro a esta iconografía de Cristo, ya muy consagrada por la tradición.

La imagen del artista como un icono ha de unirse a la ya comentada y profunda geometrización de la obra. La idea ha sido estudiada en profundidad por Fritz Winzinger quien afirma cómo es sobre todo la majestuosa forma del triángulo equilátero, en la que parecen reunirse armoniosamente la serenidad y el afán de perfección, la mesura y la fuerza, lo terreno y lo sobrenatural, la que presta al rostro una expresión sublime y grandiosa. Esta insistencia en la geometrización del rostro ha de ser relacionada con los deseos racionalizadores de la imagen de la figura humana que constituyen una de las preocupaciones esenciales de Durero, y que se agudizarán, so­bre todo, a partir de su segundo viaje a Italia.

Así pues, en la imagen, Durero nos presenta una de las más radicales declaraciones que se hicieron durante el Renacimiento acerca del nuevo carácter intelectual y sabio del artista. Este es un ser perfecto, y por ello se puede integrar su figura en un triángulo equilátero, una de los elementos geométricos considerados como tales (en una operación similar a la realizada con el cuerpo humano en alguno de los dibujos de Leonardo); y esta perfección le acerca a la Divinidad (donde la excelencia se une a la hermosura), debido al poder creador que en sí mismo tiene la actividad artística. De ahí la alusión a esta iconografía cristiana, y la insistencia en una parte del cuerpo como es la mano (instrumento del oficio del artista), algo que ya sabemos ob­sesionaba a Durero desde sus primeros autorretratos.

La obra, en la que, a la manera de la filosofía de Nicolás de Cusa se unían la geometría y la matemática con ideas religiosas (algo que también sucedía en escritos contemporáneos como los de Lucca Pacioli), es, sin duda, el mejor ejemplo del inicio de una nueva época y una declaración radical acerca del carácter divino de la creación artística. Y ello no sólo por los ya mencionados paralelismos con anteriores obras de la Vera imagen de Cristo, sino por su calidad, de icono. Como ha señalado Leo Koerner, la alusión a este género pictórico y a la idea de imagen sagrada se refiere al pensamiento medieval de una obra no hecha por manos humanas, sino merced a la actividad divina; una actividad que es producto de un esfuerzo intelectual y espiritual y en modo alguno manual, basado en la idea de que Cristo realizó su propia imagen (vera icono) sin intervención de manos humanas, de forma autónoma, en una actividad instantánea y en sí misma perfecta.

Así debe ser y así es la acción del moderno artista, y de esta manera nos lo muestra Durero en la obra del museo de Munich. Las reflexiones del artista acerca de su propia imagen y del carácter intelectual de su actividad no terminaron con el Autorretrato de Munich, sino que culminaron en uno de sus más famosos grabados, el célebre Melancolía I de 1514, aunque aquí no se trata de ofrecernos tanto su imagen como la de una compleja alegoría acerca de la actividad artística e intelectual desde el punto de vista de la filosofía del Renacimiento, y sobre ella nos extenderemos en otro lugar.

Durero ya no volvió a realizar ninguna otra pintura individual de su rostro, aunque sí lo volvemos a ver en algunos de sus más emocionantes dibujos. Alrededor de 1503 se retrató en un dibujo conservado en la Staatliche Kunstsammlung de Weimar, donde le vemos aparecer desnudo, con una ostentosa presencia del sexo, cortado hacia las rodillas; también desnudo, aunque en esta ocasión con su sexo tapado, volvió a retratarse hacia 1512-13. Se trata de un dibujo con fines aparentemente prácticos, pues la obra servía para señalar al médico el lugar de sufrimiento y dolor en una reciente enfermedad (Bremen, Kunsthalle). Por fin, y ya en 1522, volvió a autorretratarse como Cristo, ahora sufriente, en su Autorretrato como Ecce Homo (Bremen, Kunsthalle). En todas estas obras, ha cambiado radicalmente la estrategia autorrepresentativa: el artista ya no es el ser orgulloso, idealizado y autoafirmativo de las pinturas, sino el hombre que acentúa su presencia física con gesto doloroso y sufriente. Ello es claro en el primero de los dibujos citados, pero también, y sobre todo, en los dos últimos, en los que la autocomplacencia en la aflicción es tan clara que, en el último de ellos, volviendo, pero transformándola completamente, a la idea del Autorretrato de 1500, el artista otra vez se compara a Cristo. Es, sin embargo, el Cristo de la Pasión, el Ecce Homo herido y afligido (uno de los temas favoritos de Durero), imagen insuperable del artista moderno, en lo que ahora se hace hincapié.

 

Autoretrato, 1500

 

El segundo viaje a Venecia

Afines de 1505, y durante quince meses, Alberto Durero emprendió su segundo viaje a Venecia. La estancia, de la que estamos muy bien documentados por las diez cartas que desde allí envió a su amigo Pirckheimer, constituye una prueba más de la nueva actitud de un artista en el ambiente del Renacimiento. No sólo fueron sus deseos de visitar de nuevo la ciudad que le había acogido unos años antes, y en la que se estaba produciendo una de las grandes transformaciones artísticas de la época, los motivos que le indujeron a este segundo desplazamiento, sino la estricta defensa de sus intereses económicos y de propiedad intelectual. Sabemos por Vasari, tal como nos lo narra en la vida de Marcantonio Raimondi, que algunos artistas, entre ellos este último, utilizaban sus grabados para copiarlos. Y esto no sólo en su composición, sino incluso en su célebre monograma; el artista acudió a Venecia en defensa podríamos decir de su copyright que se veía dañado por estas actividades. Además, la mencionada serie de cartas es el primer testimonio de este tipo que conservamos de un artista del norte durante la Edad Moderna, en una actividad que sólo será superada, un siglo más tarde, por Rubens.

En la ciudad italiana existía, por otra parte, una amplia comunidad de alemanes, la mayoría de ellos comerciantes, que tenían su sede en el Fondacho dei Tedeschi, un edificio levantado por el arquitecto Girolamo Tedesco, y que fue decorado con unos célebres frescos, hoy casi totalmente perdidos, de Giorgione y de su joven discípulo Tiziano (Venecia, Museo de la Ca D’oro). En Venecia, Durero fue recibido como un artista famoso, y el entusiasmo por esta recepción se trasluce en algunas de las cartas a Pirckheimer ya mencionadas. En la Serenísima República era considerado un señor, como él mismo dice, contrastando el distinto aprecio que por la actividad artística se tenía en Italia, a diferencia todavía del resto de Europa. Y en la misiva enviada el día 7 de febrero de 1506 expresa su alegría por encontrarse rodeado de amigos y pintores que alegraban su corazón, y a los que califica de inteligentes, educados, amantes de la música y conocedores de la pintura. Sin embargo, no duda en añadir, algunos de ellos son enemigos míos, y copian mi obra en iglesias..., lo que no es óbice para que Sambelling (Giovanni Bellini) alabe sus obras delante de algunos nobles; más adelante informará de la calurosa recepción que el Patriarca de Venecia Antonio Soriano y el mismo Dux, Leonardo Loredan, habían hecho de su pintura Da Virgen del Rosario.

Nuevas perspectivas

El viaje a Venecia es también ocasión para realizar contrastes y aquilatar perspectivas. En la misma carta advierte a su amigo cómo en la ciudad hay muy buenos pintores, mejores que Master Jacob. Se refería a Jacopo dei Barbari, en suma un pintor menor, pero que gozaba de una excelente reputación en los ambientes cultos de Nuremberg. Ahora, en Venecia, en el momento final de la carrera de Giovanni Bellini, en la madurez de Giorgione y en los inicios de la carrera de Tiziano, Durero contrasta calidades y se sumerge de lleno en uno de los ambientes más renovadores de la Italia del Renacimiento.

Por otra parte, el interés del artista por los aspectos científicos de la pintura, así como por sus fundamentos teóricos, le llevó no sólo a adquirir un ejemplar de la Geometría de Euclides, sino a viajar hasta Bolonia, donde pretendía aprender los secretos del arte de la perspectiva. En este momento de madurez de su carrera empezó a concebir la idea de escribir un tratado sobre este problema, cosa que hará en los últimos años de su vida. E incluso en 1506 realizó una corta estancia en Roma sin consecuencias posibles sobre su posterior actividad pictórica ya que en estos momentos sólo estaba comenzando la gran eclosión artística de la ciudad bajo el patrocinio de los papas Julio II y León X.

De su estancia en Venecia conocemos algunos excelentes retratos, como el Retrato de una mujer (Berlin-Dahlem) y el Retrato de una veneciana (Kunsthistorisches Museum, Viena), en los que son indudables los reflejos de la concepción del rostro de Giovanni Bellini. Ello es claro sobre todo en el primero de ellos, en el que Durero, abandonando por un momento el detallismo y sentido dibujístico minucioso de artista del norte al pintar, por ejemplo, los cabellos, realiza una pintura deliberadamente mucho más tonal en la que predomina la suave transición y modelado belliniano entre luces y sombras.

El hecho no deja de tener importancia y significación. Cuando años más tarde, en 1532, Joachim Camerarius, traductor al latín de las obras teóricas de Durero, escribe un prefacio a sus Cuatro libros sobre la proporción humana, tras alabar la extraordinaria habilidad de la mano del artista y su maestría en componer detalladamente no sólo las diferentes partes de la composición, sino incluso las diferentes partes de los cuerpos, y ponderar la precisión de su pincel con el que era capaz de pintar las más pequeñas cosas, nos narra la historia sucedida entre él y Giovanni Bellini en Venecia.

El veneciano admiraba el arte de Alberto y sobre todo su capacidad para pintar con finura y delicadeza los cabellos, pidiéndole uno de sus finos pinceles con los que realizaba este tipo de obras. Durero le mostró varios de ellos y la sorpresa de Bellini fue enorme al comprobar la normalidad y habitualidad del instrumento con el que, en presencia de su amigo y ante su estupor, volvió a pintar un trozo de finos y sinuosos cabellos. La historia es expresiva de la distinta actitud ante la pintura que distinguía a los artistas del norte y a los de la escuela de Venecia, una diferencia que más adelante conoceremos como lo lineal y lo pictórico, y que tanto Durero como Bellini sentían a la perfección. De manera que tras el Retrato de una mujer de Berlín, verdadero episodio belliniano en la carrera de Durero, su Retrato de una veneciana de Viena, pintado otra vez sobre el más frecuente color negro del fondo, es una vuelta al detallismo y delicadeza de cada una de las partes de la pequeña pintura.

La Virgen del Rosario

La conjunción entre ambos sistemas es muy clara en la más importante pintura que realizó Durero en Venecia, la famosa Fiesta del Rosario, de 1506 (Praga, Narodny Gallerie). Como tantas veces se ha afirmado, la composición, absolutamente simétrica, e incluso, su formato apaisado están dentro del espíritu y las maneras bellinianas; y no sólo esto, el color, con una iluminación suave y difusa, la manera de ubicar la figura de la Virgen delante de un trono de tela sostenido por ángeles (en todo putti a la italiana), e incluso la amplitud y delicadeza del paisaje del fondo han de ser relacionados con las obras del maestro italiano.

Ludwig Grote, al que se debe uno de los mejores análisis de la obra, nos explica el nuevo procedimiento seguido por Durero. Si técnicamente adopta la manera veneciana de dibujar con el pincel sobre un papel azul con realces blancos, la concepción de la pintura se con­siguió a través de toda una serie de elocuentes dibujos preparatorios, a los que el artista quiso dotar de independencia, fechándolos y firmándolos. Todo ello es indicio de la importancia que Durero otorgó a esta obra en la que se jugaba su prestigio de artista delante de un público tan entendido y exigente como el veneciano.

El encargo fue realizado por los alemanes residentes en Venecia para destinarlo a un retablo de la iglesia de San Bartolomé, próxima al Fondacho dei Tedeschi, y expresa un contenido religioso-político singular.

Alrededor de la Virgen se agrupan una serie de ángeles que, junto a la figura de un dominico, reparten entre los presentes las coronas del Rosario; hay que recordar que es esta orden religiosa la más interesada en la difusión de esta práctica devota. A derecha e izquierda de la misma aparecen los retratos de Julio II, el Papa de estos momentos, y del emperador Maximiliano I: ambos adoran a la Virgen mientras el segundo es coronado por ésta, y el Papa lo va a ser por el Niño Jesús. A su alrededor toda una serie de personajes —entre los que sólo es posible identificar a Durero, posiblemente al arquitecto del Fondacho dei Tedeschi y, también, hipotéticamente, a un miembro de la familia Fugger— forman una impresionante galería.

Hay que recordar que en estas fechas Julio II y el Emperador estaban en guerra y los comerciantes y hombres de negocios alemanes, los comitentes de la obra, deseaban ardientemente la paz. Esta es, por tanto, una especie de voto por los deseos de paz y concordia entre dos de las principales (desde un punto de vista simbólico las principales) potencias de la cristiandad. Lo interesante es la manera con que Durero ha expresado estos deseos: la idea de armonía y concordia, manifestada por el ángel que toca el laúd en un primer término, y, a un nivel iconográfico, por el reparto de las coronas del Rosario, alcanza su culminación en la perfecta simetría compositiva, de manera que la Virgen, el Papa y el Emperador forman un triángulo equilátero. A través de esta figura geométrica, una de las más socorridas desde estos momentos por los pintores del clasicismo italiano para exponer sus ideas y deseos de estabilidad y equilibrio, considerada una de las formas perfectas por excelencia, se trataba de expresar similares conceptos extrapoladles al mundo de la política. Bajo el gobierno y la devoción a la Virgen del Rosario habría de lograrse la paz y la concordia de enemigos tan poderosos, representantes máximos del brazo temporal y espiritual de la cristiandad.

Sin pretender estas ideas de tipo político la Virgen del verderol (Berlin-Dahlem), pintada también en Venecia en la fecha de 1506, es otra buena muestra de lo importante que fue para Durero la lección belliniana. Una misma rotundidad clásica, sencillez compositiva, color agradable y luz clara y difusa, tal como sucede en tantas vírgenes de Bellini y en la Virgen del Rosario ya comentada, y un estudio magnífico del paisaje posterior de colorido y sentido totalmente italianos, pero en el que Durero no se sustrae a su ya comentada obsesión por los arcos de medio punto y escalinatas en perspectiva. Pero la tela roja del fondo de la virgen y los italianizantes putti que la acompañan nos remiten otra vez al mundo veneciano donde fue realizada.

 

VIRGEN DEL ROSARIO, 1506

 

Cristo entre los doctores

La versatilidad de Durero y lo problemático de su situación como un artista entre dos mundos tan diferentes como son el Renacimiento norteitaliano y la pintura alemana de comienzos del siglo XVI, encuentra su mejor expresión en otra de las obras realizadas en este segundo y último viaje a Italia: el Cristo entre los doctores (Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza), también de 1506.

Realizada, como la misma obra nos dice, en cinco días, constituye una composición que podemos situar en las antípodas de la Virgen del Rosario. Ajena a cualquier preocupación de perspectiva convencional, esta historia de rostros, libros y manos, nos remite, si la observamos desde un punto de vista italiano, a reminiscencias leonardescas o, si lo hacemos desde una angulación nórdica, a sugestiones medievalizantes e incluso bosquianas.

Es indudable que el sentido de algunos de los rostros de doctores que rodean a Cristo nos recuerda a algunas imágenes y caricaturas de Leonardo; por otra parte, su aparentemente extraña composición, con las figuras cortadas y su rostro situado en un primer plano nos introduce en el mundo de la pintura del norte de Italia a fines del siglo XV donde autores como Bellini o Mantegna realizaban invenciones semejantes (también se ha estudiado la pintura relacionándola con ideas parecidas en Cima da Conegliano o Lorenzo Costa). Además, su disposición aperspectiva en círculo y la misma deformación de alguno de los rostros nos evoca el ambiente de los sayones de alguno de los Ecce-Homo de El Bosco, como el conservado en El Escorial. Bialostocky, que estudió en profundidad las posibles fuentes de la composición (señalando también sus conexiones con pinturas de Bernardino Luini), indicó cómo la síntesis es, sin embargo, plenamente de Durero. La rotundidad de los rostros y de las manos, las imágenes de los libros en perspectiva y el deliberado contraste fealdad-belleza, es una invención propia del maestro de Nüremberg, quien supo fundir admirablemente dos tradiciones pictóricas, la suya propia, procedente del norte, y la específicamente italiana.

La pintura lleva la inscripción opus quinque dierum (hecha en cinco días), que, indudablemente, habría que contrastar con la de hecha en cinco meses que lleva La Virgen del Rosario. La leyenda ha de referirse a la realización de la obra en sí ya que, como de esta última, se conservan varios dibujos preparatorios de algunas de las manos, los libros y el rostro de Cristo, y es seguramente intencionado el contraste entre ambas; se trataba, en la mente de Durero, de realizar una contraposición entre dos maneras o modos de pintar, uno directo, inmediato y ajeno a toda solemnidad en el Cristo entre los doctores, en el que recoge abundantes sugestiones nórdicas, y otro reposado, pensado y altamente intelectual en La Virgen del Rosario, con­siderada por algunos autores como su pintura más importante y plenamente italianizante.

 

Jesús entre los doctores , 1506

El clasicismo de Durero

EL regreso del artista a Nüremberg, después de su segundo viaje a Venecia, marca el comienzo del período de la madurez de Durero. A partir de este momento, nos encontramos con un personaje no ya sólo consciente de su valía, sino en posesión de una sólida formación teórica y pleno dominio de sus facultades; la huella del incipiente clasicismo italiano, unido a sus crecientes preocupaciones religiosas, marcan el resto de su carrera hasta su muerte.

Estas circunstancias están presentes en dos de sus más famosas obras, el Adán y Eva del Museo del Prado. El hecho más relevante de estas dos pinturas es que no se trata de un encargo, sino que fueron realizadas por el artista para sí mismo, como si se tratara de un experimento en torno a varias de sus preocupaciones más constantes: la concepción del desnudo, la idea de la belleza y la teoría de las proporciones.

Realizados sólo tres años después del grabado sobre el mismo tema, nos reflejan el avance experimentado tras la segunda estancia italiana. Siguiendo una idea muy querida por los artistas del norte, Durero ha suprimido ahora casi totalmente toda referencia al paisaje y a los animales que aparecían en el grabado, como si se quisiera concentrar en el estudio de la figura humana. Tampoco, y aunque la inspiración clásica es evidente, podemos encontrar ninguna referencia precisa a la estatuaria antigua (como sucedía en el Adán del grabado, tomado del Apolo del Belvedere, como dijimos), indicándonos así el pleno dominio del tema. La diferencia de concepción con las ideas al respecto de los cuadros de Cranach del mismo asunto, es evidente, como lo será en la posterior Lucrecia (Munich, Alte Pinakothek, 1518). Los dos desnudos nos evidencian, por otra parte, su profundo estudio del tema de las proporciones, y una imagen totalmente clasicista e idealizada de la belleza humana. Lo que por estas fechas preocupaba a Durero era lograr de manera definitiva la adaptación de las ideas italianas al mundo nórdico. Adaptación que ya no la buscaba a través del contraste de modos en diferentes pinturas, como había intentado en Italia, sino en una misma obra.

A ello responde la hoy perdida (y conocida a través de una fiel copia) tabla central del Altar Heller, encargada en 1503 por el comerciante de Frankfurt Jacob Heller para la iglesia de los dominicos de esta ciudad, y realizada entre 1507 y 1509. La doble inspiración, a la vez nórdica e italiana, es patente en la obra, cuya idea general está tomada de la Coronación de la Virgen de Rafael (Vaticano, Pinacoteca), y su parte superior (con el tema de la misma coronación) refleja la manera de realizar este tema por los pintores alemanes del siglo XV.

La composición, dividida claramente en dos partes, y la monumentalidad grandiosa de la obra procede sin duda del modelo rafaelesco. Lo mismo podríamos decir del paisaje del fondo, y la movida disposición de los apóstoles de la parte inferior, que supera el estatismo de las palas de altar bellinianas que había visto en Venecia, y nos señala un camino, que sólo será superado en 1518 por la Asunción veneciana de Tiziano (iglesia dei Frari) y la también posterior Transfiguración de Rafael y Giulio Romano (Vaticano, Museo), en una vía que, sin embargo, no tendrá éxito en el ambiente nórdico.

De esta pintura se conservan al menos unos veinte dibujos preparatorios, hecho muy revelador del cuidado y esfuerzo con el que el artista pensaba sus composiciones; y del valor que otorgaba a su trabajo es también muy reveladora la discusión en torno al precio de la misma, establecido en el contrato en 130 florines, y que Durero quiso aumentar en setenta más.

 

Reflexiones teológicas

En estos momentos el artista se encontraba en el apogeo de su gloria. Otra vez el elector Federico el Sabio le encargó una obra, el Martirio de los diez mil, de la que ya hemos hablado, y en 1508 Matías Landauer, una de las tablas más complejas de su carrera, La Santísima Trinidad (Viena, Kunsthistorisches Museum), pintura que no terminaría hasta 1511, con destino a la capilla de Todos los Santos del Hospital de los Doce Hermanos de la ciudad de Nüremberg.

La obra, de profunda erudición teológica, se halla dividida, como el altar Heller, en dos partes. Pero la inspiración de la misma es totalmente dureriana. A diferencia de la confusa composición del Martirio de los diez mil, el orden y la claridad dominan en la obra, a pesar de la cantidad, todavía mayor que en la tabla realizada para Federico el Sabio, de personajes representados que aluden a la advocación a Todos los Santos de la capilla a la que iba destinada. En ella podemos distinguir tres niveles: el inferior, con una amplísima y panorámica vista de paisaje, uno de los más bellos realizados por el artista, y en los que se ha querido ver una inspiración en el lago de Garda, que Durero había atravesado en sus viajes al Sur. En él se ha representado el mismo artista —como lo había hecho en el Martirio, pero ahora sosteniendo la cartela con su firma y la fecha de realización—. Es el mundo terrenal sobre el que se elevan los personajes que adoran a la Trinidad.

Entre éstos se representan personas conocidas, como los Landauer o los Heller, e imágenes convencionales de papas, obispos y el mismo Emperador, y constituyen el segundo nivel. El tercero con la imagen central de la Trinidad, rodeada de la Virgen, san Juan, David y los santos, constituye la culminación de la tabla.

La unidad de la misma no sólo se logra a través de la ya comentada claridad compositiva, sino por el uso, aprendido en la Venecia belliniana, de la luz. Una iluminación clara, alegre, uniforme y difusa, que confiere a figuras y paisajes una extraordinaria brillantez, y no exenta, quizá, de sentido teológico, al ser la luz el atributo más claro de la Divinidad. La exégesis iconográfica de la tabla ha sido realizada con inteligencia por Panofsky, quien la puso en relación con los últimos libros de la Ciudad de Dios de san Agustín, donde el Padre de la Iglesia nos narra los últimos días y la culminación de nuestra vida terrena, antes de entrar en el Reino de los Cielos.

Para ello hay que comprender la obra en relación con su marco, esculpido por Veit Stos, y conservado, separado del original, en el Germanisches National Museum de Nüremberg. En él, el artista ha esculpido la imagen convencional del Juicio Final, puerta necesaria para la salvación. En el segundo plano que hemos mencionado todavía conviven la ciudad terrena, mezclada con la de Dios, por eso aparecen personajes reales todavía vivos, en camino hacia el Cielo, donde, después del Juicio Final, podrán entrar, guiados por la Virgen y los santos, a la contemplación solemne de la Santísima Trinidad, que centra y domina la obra, envuelta en un halo de luminosas nubes. Estamos ante la obra más solemne ideológica y formalmente hablando y la de mayor profundidad teológica del artista, en el camino hacia la concentración religiosa que caracterizará los últimos años de su carrera.

 

1511. LA SANTISIMA TRINIDAD

 

El rostro de Cristo

Pero el itinerario hacia la misma todavía habrá de estar jalonado de otras importantes obras. Algunas de ellas, sobre todo las pinturas, serán reflexiones sobre los efectos dulcificadores de la piedad, otras, como las planchas de la Pasión grabada, del dolor y el sentimiento.

Fijémonos, por ejemplo, dentro de esta serie en la estampa de la Oración en el Huerto, fechada en 1510. Sin abandonar alguna reminiscencia mantegnesca, la composición aparece centrada en el violento gesto de Cristo, que recibe la iluminación del ángel. Es la soledad del protagonista, abandonado de sus dormidos discípulos, lo que aquí se nos propone, indicándonos la soledad del alma cristiana en el momento anterior a la muerte. Una idea que aparecerá todavía más radicalizada en la obra del mismo tema cinco años posterior. Los apóstoles son ahora apenas visibles, y Cristo ya ha abandonado el gesto violento para adoptar la postura típica de la oración.

Estamos ya ante la idea de concentración a la que antes aludíamos y ante una clara referencia al tema del rezo privado introspectivo, propuesto por las corrientes más radicales de la piedad cristiana y por el mismo Durero. Volviendo a la Pasión grabada, veamos el Ecce-Homo atado a la columna, de 1509, y observaremos similares ideas. Cristo es ahora objeto de contemplación por la Virgen y san Juan. Situados en un plano inferior, la obra es también una clara propuesta de cómo ha de ser la oración del cristiano y el papel que la imagen sagrada ha de jugar en la misma, una idea que no sólo preocupaba a Durero sino que, como ya sabemos, era central en los debates acerca del arte religioso en el ambiente de la prerreforma.

La figura de Cristo era uno de los objetos favoritos de esta piedad, y a ella se dirigen, ensimismadas, las miradas de los dos orantes. En otras ocasiones, como en la estampa del Ecce-Homo con las manos atadas (1512), representado en pie, es la figura solitaria de Cristo la que reclama nuestra atención. Es éste uno de los temas favoritos de Durero a lo largo de su carrera, y ello no es casualidad.

Así lo había representado en una pintura de 1505 (Karlsruhe, Kunsthalle) en la que nos ofrece una peculiar visión del tema. En ella, la figura de Cristo, que se nos representa vivo, después de la Crucifixión (no sólo está coronado de espinas y en el primer plano nos presenta los signos de la flagelación, sino que tiene ya la herida de la lanzada de Longinos), pero en modo alguno triunfante, siguiendo una iconografía habitual en la pintura del final de la Edad Media, de gran éxito también en el mundo norteitaliano de finales del siglo XV , como ha estudiado Hans Belting, se nos aparece apoyando su rostro en una de las manos. Se trata de una referencia a la postura convencional de la imagen de la melancolía, un tema que, como veremos de inmediato, será una de las obsesiones de Durero.

Otras veces, el rostro de Cristo, su verdadera imagen, será objeto de representación a través del paño de la Verónica. Sostenido por dos ángeles aparece en una plancha de 1513, indicándonos su carácter de objeto principal del culto; y en 1516 en una iconografía realmente sorprendente y magnífica.

Se trata de una plancha dividida en dos registros con dos sistemas proporcionales diferentes. En el inferior, cuatro ángeles de pequeño tamaño portan los instrumentos de la Pasión, mientras que en la parte superior, y dominando el conjunto, otro mucho mayor levanta al aire el paño con el rostro del Salvador que no se nos muestra frontalmente, sino formando, como recientemente ha hecho notar Leo Koerner, una especie de clave de bóveda: es otra vez la imagen sagrada la culminación de los esfuerzos devotos del verdadero cristiano. Estamos aquí ante una de las más audaces innovaciones del maestro de Nüremberg en la que, superando la rigidez hierática del tema del Paño de la Verónica de procedencia medieval, lo convierte en un motivo dinámico y dramático que anticipa, como se ha dicho, las posteriores interpretaciones del Barroco.

No todo, sin embargo, es dolor en la representación de los misterios religiosos. En 1519 pintó la tabla Santa Ana, la Virgen y el Niño (Nueva York, Metropolitan Museum) reinterpretando la manera italiana de las escenas de medio cuerpo en primer plano, que no aparecen ahora en formato apaisado, sino vertical. Las tres figuras se nos presentan formando una composición piramidal, dominada por la figura de santa Ana, verdadero eje del conjunto. La santa, de gran devoción en Alemania, vestida con un amplio manto blanco, del que Durero ha representado sus pliegues con gran estudio y cuidado, se destaca sobre un fondo verde muy neutro, diversamente iluminado, pero que no atrae nuestra mirada, que se concentra en dos momentos: el primero en la mancha blanca y luminosa de su traje, y el segundo en la escena, realmente independiente, de la Virgen que, concentrada y con la mirada entreabierta, adora plácidamente al Niño. Es la idea de calma y reposo la que nos ha querido transmitir en esta imagen de claro destino a la devoción íntima y privada. La obra es un juego de miradas y manos: santa Ana con los ojos muy abiertos mira hacia abajo, pero hacia el exterior y apoya su mano en el hombro de la Virgen, que, mirando, como decimos, al Niño, junta las suyas en oración, llevando por fin nuestra vista hacia su figura.

 

1519 Santa Ana la Virgen y el Niño Jesus

 

Imágenes y palabras

A principios de la década de los diez, Durero decidió dar un sentido definitivo de serie a algunos de sus conjuntos de grabados más famosos: para ello los dotó de sendas portadas y títulos, así como de textos explicativos procedentes de las sagradas escrituras, perfecta expresión de su momento de madurez. Se trata de las series conocidas como Los Tres Grandes Libros, es decir, el Apocalipsis, la Gran Pasión y la Vida de la Virgen. Palabras y textos constituyen ahora un todo inseparable formando una entera unidad en la que lo grabado y lo escrito se complementan mutuamente. Se da origen así a una idea de libro ilustrado que supera las realizaciones hechas en Alemania hasta el momento y constituyen el más ambicioso discurso religioso de su autor.

Letras e imágenes se componen en las portadas en perfecta unión. Tipos góticos de gran belleza forman el título del ahora denominado Apocalipsis cum figuris, acompañando la imagen de San Juan adorando a la Virgen; tipos latinos en el Epitome in divae parthenices Mariae historiae historiam ab Alberto Durero Norteo per figuras Digestam cum versibus annexis chelidonii, título de la primera Vida de la Virgen; y una combinación de ambos en la portada de la Gran Pasión, en donde repite de manera dramática la idea del Ecce- Homo sentado, adorado por un personaje.

El interés dureriano por la tipografía es otra muestra más del carácter intelectual con que quiso dotar a su carrera artística. Las inscripciones en grabados y cuadros son constantes a lo largo de su actividad y así aparecen en retratos como el de Maximiliano I (Viena, Portada de la Vida de la Kunsthistorisches Museum), en autorretratos, como los de los Museos Vir9en (detalle), por de Munich y el del Prado y en composiciones como La Santísima Trinidad de Viena. Y de igual manera, como marca de su autoría, el famoso y constante anagrama AD, tan peculiarmente compuesto que actúa casi como un retrato continuo en la mayoría de sus obras.

Pero a diferencia de otros autores de su época, la inscripción, el texto, no es un mero acompañamiento explicativo, sino que se concibe como parte integrante de la obra, no sólo por la belleza y cuidado de su tipografía, sino por estar insertado compositivamente en la página o la imagen en cuestión que se convierte en algo inerte si separamos ambos elementos, como sucede en las tres portadas que estamos comentando.

 

Las tres estampas maestras

ENTRE 1513y 1514, Alberto Durero, a la vez que realiza numerosos grabados de pequeño formato, preferentemente de tema religioso, emprende la concepción y ejecución de los que se han considerado como sus tres estampas maestras, y con las que, indudablemente, culmina su carrera como grabador.

Se trata de tres planchas de un tamaño prácticamente similar, y cuyos títulos son El caballero, la muerte y el diablo, de 1513 (250 x 190 mm); San Jerónimo en su estudio, de 1514 (247 x 188 mm), y Melancolía I, también de 1514 (239x189). Las tres obras, que pueden ser leídas como indicó Panofsky como un conjunto, señalan los puntos más altos de Durero en lo que respecta a sus meditaciones en cuanto al destino y la realidad no sólo del artista, sino del mismo hombre; todo ello visto desde la singular perspectiva de su interpretación del Renacimiento que mezclaba creativamente las ideas del humanismo italiano con las preocupaciones religiosas del ambiente prerreformista de la Alemania de inicios del siglo XVI.

El caballero, la muerte y el diablo

Todo ello aparece muy claro en la primera de las planchas realizadas, una de las imágenes artísticas más famosas de todos los tiempos. Es precisamente esta fama, particularmente intensa en la Alemania de los siglos XIX y XX , la que nos puede oscurecer una correcta interpretación de la misma que ha de hacerse, no desde angulaciones propias del Romanticismo, sino a partir de las ideas vigentes en el ámbito germánico a principios del siglo XVI .

La plancha no representa tanto una vaga y difusa idea del espíritu alemán o del sentimiento del hombre del Norte ante la muerte, sino una precisa interpretación de los nuevos conceptos en torno al individuo a principios de la Edad Moderna.

Ya Heinrich Wólfflin en su temprano libro El arte de Alberto Durero (primera edición, 1905) puso en relación la imagen del caballero armado con la influyente obra de Erasmo Enchiridion, o manual del caballero cristiano, una idea que fue recogida, entre otros, y desarrollada por Erwin Panofsky en su magnífico estudio La vida y las obras de Alberto Durero, publicado en 1947, y, más recientemente, por Heinrich Theising en su monografía de 1978, El caballero, la muerte y el diablo de Durero.

En efecto, el ideal caballeresco medieval no se extinguió con el fin de esta época, sino que, bajo otras formas e interpretaciones, subsistió durante todo el siglo XVI, especialmente en el ámbito cultural centroeuropeo. No podemos olvidar la importancia del culto en esta época a un santo como san Jorge, del que quedan abundantes muestras iconográficas tanto en la misma obra de Durero —recordemos su grabado de 1508 al respecto—, como en discípulos suyos como, por ejemplo, Hans Burgkmair. San Jorge era el santo caballero por excelencia y su culto fue especialmente intenso en los círculos próximos al emperador Maximiliano I para los que trabajaron Durero y sus discípulos, como veremos más adelante.

Con todo, las representaciones de san Jorge solían remitir a una estética caballeresca de procedencia medieval ajena a la imagen que nos proporciona Alberto Durero en su grabado. En él, tan importante es la figura del caballero, sereno, reposado y concentrado en sí mismo, ajeno a los peligros que le acechan y ensimismado en su destino, como la del caballo, representado de riguroso perfil y con deliberado aspecto monumental. Aquí nos encontramos con otra de las fuentes claras de la estampa. Durero se había preocupado por conseguir una imagen ideal del caballo, en una idea que también encontramos en célebres obras de arte del Renacimiento italiano y que él sin duda había conocido: el Colleoni de Verrocchio en Venecia, el Gattamelata de Donatello en Padua y las ideas de Leonardo para su proyecto de estatua ecuestre que no llegó a realizarse. A ello habría que añadir su observación del Marco Aurelio en Roma, así como los caballos que desde la Edad Media, y procedentes de Constantinopla, coronaban la entrada principal de la veneciana iglesia de San Marcos. Sentido caballeresco, inspiración clásica y renacentista, a la que habría que unir el tema cristiano, revitalizado en los escritos prerreformistas de Erasmo de Rotterdam en torno a la idea de san Pablo del cristiano como Miles Christi, una imagen que recorría las mentes europeas que, como la de Durero, vivían con intensidad los temas religiosos que se debatían en estos momentos. El mismo artista, la recordará al referirse al reformador Martín Rutero en su Diario del viaje a los Países Bajos.

En la estampa dureriana, el caballero camina por un profundo valle, de acechantes y abruptas rocas, en las que los árboles apenas pueden asentar sus raíces. La idea del camino por un valle oscuro está igualmente presente en la imaginación cristiana como metáfora de la vida. Pero el sentido fundamentalmente optimista de la obra también aparece en el paisaje: en el fondo del mismo, y con una iluminación clara, aparece la ciudad, meta del camino y lugar de salvación.

En el grabado, Durero ha reinterpretado a la manera renacentista el tema medieval del encuentro con la muerte, un asunto que ya había tratado en una xilografía de 1499 (Diurnale secundum chorum basiliensis, Basilea, Johann Bergamann von Olpe) y en su xilografía de 1510 La Muerte y el lansquenete, así como en algunos dibujos. Pero, como ha señalado Theising, el encuentro con la muerte de nuestro grabado muy poco tiene que ver con representaciones medievales y aun con otras imágenes durerianas de la misma, como la célebre de la serie del Apocalipsis. Se trata ahora, como en la xilografía de 1510, de una muerte en retirada, débil, ya vencida, a pesar de estar coronada (todavía es la reina muerte) por la voluntad del caballero: ello es bien claro tanto si observamos su expresión, como su escuálido caballo, en patente contraste con el rostro y el animal triunfante del protagonista, como su situación, un rotundo segundo término, donde aparece relegada, en la economía general de la estampa. Y lo mismo podríamos decir de la horrenda figura del diablo, también amenazador pero en franca retirada; comparándole con otro de los animales de la obra, el perro que acompaña al caballero, la diferencia es clara. El estatismo del monstruo contrasta con el movimiento del perro que, ajeno, como su dueño, a los peligros que le rodean, camina hacia la ciudad de la salvación.

 

San Jerónimo en su celda

En 1514 Durero realizó el segundo de sus grabados maestros: el San Jerónimo en su celda. El tema de san Jerónimo trabajando era, durante el Renacimiento, uno de los favoritos para representar la idea del intelectual cristiano, incluso más que el mismo de san Agustín. No es casual que una de las primeras, si no la primera xilografía atribuida a Durero, fuera la de un san Jerónimo en una iconografía que iba a repetir multitud de veces a lo largo de su carrera.

A lo largo de la misma Durero representó al Padre de la Iglesia traductor de la Biblia en la versión conocida como Vulgata, en sus dos maneras posibles, tanto en su forma de San Jerónimo en la Penitencia (recordemos su plancha de 1496 o la más compleja de 1512) como en la de San Jerónimo en su celda (como sucede en su juvenil xilografía, la plancha que ahora comentamos, o pinturas como el San Jerónimo del Museu de Arte Antiga de Lisboa, pintado en el tardío 1521 para Rodrigo Fernandez Almeida, embajador de Juan III en Amberes).

Frente al carácter penitencial de las imágenes de san Jerónimo en el desierto, que aparece ya muy atenuado por la presencia de la mesa y los libros en la plancha de 1512, Durero se inclinó siempre por la idea de san Jerónimo como intelectual. En realidad siempre vio en él la imagen perfecta del intelectual cristiano, del hombre sumido en profundos pensamientos y estudios religiosos, en suma, de su propia imagen como artista intelectual.

Esta es la idea de la estampa de 1514. En ella, tan importante, y casi más, que la figura del santo, que aparece profundamente concentrado en su escrito, en una mesa desnuda en donde sólo aparece el tintero y la imagen de la Crucifixión, es el espacio perspectivo y luminoso de la estancia.

Luz, orden y reposo, cualidades esenciales para el trabajo intelectual en las ideas del Humanismo renacentista, y que han de ser las propiedades más queridas del verdadero intelectual cristiano, son los elementos que con mayor cuidado ha tratado de transmitirnos. La plancha es un prodigioso estudio de iluminación a través de los deliberadamente amplios ventanales, el reflejo de cuyas vidrieras inunda paredes, techo y suelo de la estancia. El orden nos viene dado por un estudio obsesivo de la perspectiva, acentuada por la importante presencia de las vigas del techo, del banco lateral en donde se disponen libros y almohadones (un objeto que también había obsesionado a Durero desde su juventud), de la mesa y otros muebles de la estancia (notemos el curioso hecho de que, contra su costumbre habitual, incluso San Jerónimo en su el anagrama AD de su firma con la fecha, se sitúa en escorzo en el suelo de la sala). Y el reposo se nos impone no sólo por las figuras dormidas del perro y el león del primer término, sino por la constante presencia de líneas horizontales con que se ha compuesto la celda.

A pesar de que autores como Heller en 1827 estudiaron el grabado indicándonos que se recibe la impresión de encontrarnos en el interior de la estancia, en realidad, el espectador es invitado más a una observación que a una penetración. Como en algunas de las imágenes de la serie de La Vida de la Virgen ya comentada, la arquitectura, en tres de los cuatro bordes de la estampa, distancia con claridad nuestra vista, una distancia que se acentúa con la inserción de una calabaza colgada de la parte superior y colocada en un primer término muy marcado. Se trata, sin duda, de inducir al observador a una mirada distanciada, intelectual, en clara referencia a la temática interna de la obra en cuestión.

 

 

Melancolía I

El mismo año de 1514 Durero estampó la última de estas planchas maestras, la más misteriosa y compleja iconográficamente de las tres. A pesar de recientes revisiones y reinterpretaciones de la misma (Calvesi, 1992), su mejor y más profundo examen es el realizado por Erwin Panofsky y Fritz Saxl que, iniciado en 1523, culminó en la obra de estos dos autores (en compañía ahora de Klybansky), publicada en 1964, tras casi medio siglo de elaboración; nos referimos al famoso Saturno y la Melancolía. Estudios de historia de la filosofía, de la naturaleza, la religión y el arte (edición española, 1991).

La estampa representa la imagen sentada de una mujer, reclinada sobre su puño cerrado, con instrumentos de geometría en la otra mano, y acompañada de un niño, un perro dormido y toda una serie de objetos geométricos, matemáticos y de trabajo. Al fondo, sobre un paisaje iluminado por una extraña luz, un murciélago porta la cartela con el título: Melancolía I.

Sin entrar en estos momentos en una exégesis de todos y cada uno de los objetos que aparecen en la obra, indicaremos que se trata de una reflexión, la más compleja y profunda de las realizadas por Durero, en torno al tema del artista. De manera que no es extraño que la misma haya podido considerarse como su último autorretrato, esta vez dentro del lenguaje simbólico y alegórico propio del Renacimiento.

Muy inspirado en las ideas de Marsilio Ficino, habituales en el círculo de amigos de Durero, con Pirckheimer y Anton Koberger a la cabeza (este último había publicado algunas cartas del humanista en 1497), Melancolía I recoge el tema del carácter melancólico y saturnino que el italiano había estudiado en profundidad en su Libri de Triplici Vita. Por otra parte, la postura de la figura, con esa característica manera de apoyarse en la mano, es la imagen emblemática y comúnmente más utilizada desde la Edad Media para representar el carácter meditabundo, pensativo y triste que se atribuye a los artistas, seres, por lo general, melancólicos.

El neoplatonismo ficiniano es solamente el primer elemento inspirador de la obra que comentamos. Esta recoge también las ideas de Agrippa de Nettesheim en torno a la melancolía, y las refiere a la melancolía imaginativa teorizada en su De Occulta Philosophia, obra que, aunque publicada en 1531, era conocida en círculos intelectuales en versión manuscrita a partir de 1510. Esta melancolía afectaba sobre todo, según Agrippa, a artistas y arquitectos; es por esta razón por la que en el grabado de Durero la figura aparece rodeada de instrumentos propios del trabajo artístico. Y aun las figuras geométricas han de verse desde este punto de vista, dada la cercanía de disciplinas como la geometría y la matemática con la Arquitectura según el sistema de saberes del Renacimiento.

Panofsky ha señalado igualmente el complemento necesario de esta lámina, ya que hace falta explicar el I de su título. Y lo hace recurriendo al libro de Agrippa de Nettesheim quien, además de esa melancolía imaginativa, distinguía la melancolía mentalis y la melancolía rationalis, con las que Durero hubiera debido terminar su empresa. Esta no era otra que la de dotar de una poderosa imagen a sus especulaciones teóricas acerca del carácter intelectual de la actividad artística, un tema muy del Renacimiento y que le había obsesionado durante toda su vida; para ello recurrió en última instancia a la obra de Agrippa, y en Melancolía I nos representó este carácter de los seres imaginativos, siguiendo así una preocupación que ya se habían planteado hombres como Alberti o Leonardo, pero desde un distinto punto de vista.

Los tres grabados maestros constituyen la primera y más importante herencia intelectual de Alberto Durero (la segunda serán los Cuatro Apóstoles que examinaremos más adelante). Desde fechas muy tempranas (Thausing, 1876) se ha visto en ellos una serie a la que se ha querido dotar de sentido unitario. Este autor la interpretó como la propuesta (no terminada) dureriana de representación de los Cuatro Humores (o temperamentos) Humanos, que era la idea habitual de dividir a la Humanidad según la medicina de la época y que aparece recogida, por ejemplo, en los escritos de Agrippa de Nettesheim y en los del mismo Durero. Aunque es muy difícil determinar las últimas intenciones del artista al respecto es posible que sus intenciones fueran en este sentido: el título de uno de los grabados (Melancolía I), claramente se refiere a uno de estos humores, las obras de Agrippa no le eran ajenas y, por fin, los Cuatro Apóstoles de Munich, se basan en este programa.

Sea cual fuere la idea general de la serie, lo cierto es que en ella un elemento común destaca sobre cualquier otro: se trata de la presencia de la figura humana en una manera concentrada, aparentemente ausente y fundamentalmente ensimismada. Junto a ello sólo hay otros dos elementos comunes: los perros y los relojes.

La actitud de los primeros se concibe en estricto paralelismo con la de las figuras humanas: activo en el caballero que marcha por el sendero oscuro, dormidos y recluidos sobre sí mismos, en las imágenes de san Jerónimo y de la Melancolía. Por otra parte, la reiterada presencia de los relojes nos indica la preocupación de Durero por el transcurso inexorable del tiempo, como uno de los caracteres esenciales del devenir humano.

Sin embargo, es la idea de concentración la que predomina en el conjunto y la que nos da una de las claves para que la podamos comprender. Se trata de tres versiones, de tres aspectos de un mismo fenómeno, que sería el de la interpretación del hombre como ser pensante e intelectual; ser pensante que puede afrontar serenamente y con pleno autodominio el devenir de la vida, sin temor a las asechanzas de la muerte o el mal; que ha de recluirse en el retiro del intelectual para conseguir la luz de la sabiduría; y que, por fin, tiene la capacidad de crear a través del arte una nueva realidad a través de su imaginación melancólica.

 

Durero y los problemas de la Reforma

LOS últimos años de la vida de Durero (1520-1528) se vieron afectados por una serie de acontecimientos que en poco tiempo iban a cambiar el aspecto cultural y religioso de Europa. En 1519 había muerto el emperador Maximiliano I, patrono del artista, al que había adjudicado una renta vitalicia. El temor de la no renovación de la misma por parte de Carlos V, sucesor en el Imperio de Maximiliano, es la causa inmediata del último gran viaje del pintor fuera de su ciudad, el realizado entre 1520 y 1521 a los Países Bajos.

Se iniciaba entonces una renovada gobernación imperial bajo el control de una persona y una corte que, como la de Carlos V, suponía un fuerte cambio con respecto a la de su abuelo Maximiliano. Los tiempos habían cambiado y los restos de la cultura caballeresca, que había predominado en la corte de este último, habían de convivir y transformarse en un ambiente que, como el de la Europa del Norte, empezaba a experimentar los efectos de la crisis religiosa que se venía incubando. Es ahora el momento del apogeo de un intelectual como Desiderio Erasmo de Rotterdam, cuyas ideas acerca de una piedad interior y renovada, sus críticas al exceso de imágenes y ceremonias y sus deseos de paz entre los príncipes cristianos, resultarían muy influyentes en los ambientes de la cancillería imperial. Y el mismo Durero, como veremos, no resultará ajeno al atractivo de una figura como la suya.

Por otra parte, no hemos de olvidar que la predicación del monje agustino Lutero, con una doctrina más radical que la destilada en los escritos erasmianos, pronto desembocaría en cisma y en la división de la Cristiandad en dos mitades religiosamente separadas. Este acontecimiento, que no sólo ha de ser visto desde un punto de vista religioso, sino también cultural y político, es, sin duda, el más importante de la Edad Moderna europea. Ante él, reaccionará un hombre de la sensibilidad religiosa de Alberto Durero tomando, en su última obra importante, Los Cuatro Apóstoles (Munich, Alte Pinakothek), una clara postura a favor de una determinada idea religiosa.

Como hemos dicho, entre 1520 y 1521 nuestro artista emprenderá un viaje a los Países Bajos, el acontecimiento de su vida del que estamos mejor informados, ya que él mismo se ocupó de narrarlo en un minucioso diario en el que lo podemos seguir casi día a día.

El día 12 de julio de 1520, acompañado de su mujer, partió de Nüremberg. Su primera parada fue en Bamberg donde vendió al obispo varios de sus grabados: una imagen de la Virgen y la serie del Apocalipsis. El hecho es significativo y lo veremos varias veces narrado a lo largo de su viaje, que fue utilizado por el artista para la venta de su obra grabada, en un comportamiento claramente comercial de autopromoción.

Es éste uno de los fines de su desplazamiento, como lo fue el de entrar en relación con los artistas de los Países Bajos, así como con políticos, gobernantes, comerciantes e intelectuales, en una actitud que nos vuelve a poner de manifiesto la autoestima del artista y su mentalidad plenamente moderna al respecto.

En Amberes, lugar en el que permaneció la mayor parte de su tiempo, fue invitado a comer por los pintores de la ciudad. Durero nos narra orgullosamente el acontecimiento y cómo él y su mujer fueron servidos en vajilla de plata y otros servicios preciosos. Sus mujeres —dice orgulloso— estaban allí, y cuando se me condujo a la mesa, las gentes estaban de pie a los dos lados como para recibir a un gran señor.

Visitó igualmente el taller de Quintín Metsys, y recibió en su casa tanto a Joachim Patinir, como a su ayudante; y regaló al escultor de la corte Conrad Meyt —con el que entró en contacto a través del chamberlán de Carlos V, y visitó en su taller de Malinas— varios de sus grabados: un San Jerónimo, la Melancolía, tres Vírgenes que había realizado en los últimos tiempos, el San Antonio y una Verónica. Es clara al respecto esta labor de autopromoción a la que nos referíamos: Meyt era el escultor de Margarita de Austria, la tía de Carlos V, gobernadora de los Países Bajos, y la principal mecenas de las artes en estos momentos en el país, y el artista pretendía, a través de ella, entrar en contacto con el nuevo emperador.

  En estos momentos los Países Bajos vivían un esplendor económico y político sin precedentes, al que se unía un interés por la renovación de las artes promovido por Margarita de Austria y la corte imperial. En Bruselas, Durero admiró el Ayuntamiento, su cámara dorada y los cuatro cuadros de Van der Weyden alegóricos de la Justicia allí conservados. Piensa que se trata de un soberbio edificio, muy grande, adornado de esculturas magníficas y una torre maravillosa; pero también se detiene en el magnífico palacio de Coudenberg, la Casa del Rey, fundamentalmente en sus jardines, en el laberinto, en las fuentes y el zoológico: no he visto en mi vida nada más divertido y agradable. Es como un paraíso. También en Bruselas le agasajan los artistas: come suntuosamente en casa de Van Orley —el pintor de Margarita— y retrata a Conrad Meyt a la luz de la noche. No deja de admirar un cuadro de Van der Goes en casa del conde de Nassau.

Uno de los aspectos más interesantes de este viaje es el del interés de Durero por todo tipo de objetos maravillosos, exóticos y naturalistas; es éste otro aspecto más de su mente de hombre moderno.

A través de su amigo Rodrigo de Almeida, el factor de Portugal, para el que realizará su San Jerónimo (Lisboa, Museo de Arte Antiga), recibe regalos de porcelanas y objetos plumarios de las Indias. Compra varios de éstos en otras ocasiones y, sobre todo, se admira de los tesoros de las Indias que ha recibido en regalo el emperador Carlos V: un sol de oro, una luna de plata, dos habitaciones llenas de armaduras..., y piensa que son más bellas que las maravillas... En mi vida he visto cosa que me haya regocijado más que estos objetos. He visto cosas extraordinarias y artísticas, y me he maravillado de la sutil ingeniosidad de los hombres de países lejanos, y no sabría decir lo que he sentido. Se trata de un testimonio de la mayor significación pues nos encontramos ante la primera reacción de tipo estético que conocemos de un europeo valorando este tipo de obras que harán furor en las cámaras de arte y maravillas del continente a lo largo de todo un siglo.

El ya mencionado interés de Durero por la naturaleza encuentra ahora su culminación. Describe maravillado una espina de pez de este tesoro, así como los huesos de un gigante (en realidad de una ballena), dibujando entonces la imagen de un león (Vi los leones —en Gante— y dibujé uno) o el rostro de una morsa, en obras llenas de naturalismo.

Si la recepción de los artistas, comerciantes e intelectuales fue magnífica, más dificultades tuvo en la resolución de sus asuntos económicos con políticos y gobernantes. A pesar del regalo a Margarita de un ejemplar de todos sus grabados, ésta rechaza su retrato de Maximiliano I, aunque le mostró su colección de cuarenta tablas pintada al óleo, y su biblioteca. Al final, sin embargo, logró renovar su pensión imperial y, cuando ya terminaba su estancia en Amberes, el rey de Dinamarca, que había acudido a la coronación de Carlos V, le encargó urgentemente su retrato.

Los testimonios artísticos de este viaje son relativamente abundantes. Destaca el mencionado San Jerónimo para su protector el factor de Portugal, y retratos como Bernhard van Resten de 1521 (Dresde, Gemáldegalerie), uno de sus momentos culminantes en este género. Junto a ello señalaríamos multitud de dibujos de ciudades como la Vista de Bergen-op-Zoom (Chantilly, Musée Condé) o la magnífica, por su sencillez y claridad, del Puerto de Amberes (Viena, Albertina), así como la de tipos curiosos que llamaron su atención como Las damas de Livonia, de 1521 (París, Museo del Louvre).

En Aquisgrán, donde acudió para asistir a la coronación de Carlos V, meta de su viaje, realizó un dibujo de su catedral (Londres, British Museum); igualmente nos describe la ceremonia y sus decoraciones; así como la antigua arquitectura: he visto las columnas proporcionadas con sus buenos capiteles en pórfido verde y rojo y en piedra colada que el emperador Carlomagno hizo traer de Roma, están hechas realmente según las reglas de Vitruvio.

Y en Colonia, donde asiste igualmente a las danzas y banquetes en honor de Carlos V, compra un panfleto de Lutero, critica la condenación de este hombre piadoso, paga por ver el ya mencionado altar de Lochner, regala a su protector Federico el Sabio un nuevo grabado de la Virgen, compra una muerte (calavera de marfil), una cajita y un cuerno de vaca y, por fin, consigue con gran trabajo la deseada pensión imperial.

La vuelta a Nüremberg: Los Cuatro Apóstoles

Antes de volver a Nüremberg, Durero visita Middelburg, Brujas (donde come con los pintores Provost y Pierre y Jacques Mostaert), Gante, lugar en el que admira la gran obra de Van Eyck y alaba, sobre todo, las figuras de Adán y Eva, permanece otro tiempo en Amberes y acude, como ya hemos dicho, a Malinas.

En la narración de esta segunda estadía en Amberes, el artista inserta en su diario el párrafo más significativo de su escrito: la alabanza a Martín Lutero.

Entramos aquí en el momento más significativo y clarificador de las preocupaciones religiosas del artista, uno de los ejes para entender su actividad como tal. El párrafo es un arrebato de indignación por la noticia del arresto del agustino al que considera un hombre piadoso e iluminado por el Espíritu Santo, un verdadero discípulo de Cristo y de la fe cristiana. Si vive todavía o si lo han asesinado, lo que ignoro, en este caso habrá sufrido por el amor de la fe cristiana, y por haber atacado al Papado que ya no es cristiano y que se opone a nuestra liberación por Cristo, recurriendo a la justicia de los hombres... De manera que la palabra divina nos es propuesta falsamente por gran cantidad de pasiones... Dios celeste apiádate de nosotros... Los párrafos entresacados resultan muy claros. Durero, que había conocido a Erasmo en su viaje a los Países Bajos, se lamenta, el día 17 de mayo de 1521, ante el posible arresto y muerte de Lutero. Su escrito es una llamada a la piedad interior que propugnaba el reformador, así como a la tolerancia en materia de fe, una preocupación que estaría en la raíz de una de sus últimas y más importantes obras: Los Cuatro Apóstoles, que ofreció, como testimonio, a su ciudad natal.

Al regreso a la misma, Nüremberg decidió remodelar la decoración interior de su Ayuntamiento encargándosele, naturalmente, a Durero. La obra no se ha conservado aunque sí algunos de los dibujos preparatorios. Una serie de ellos con los temas de Sansón y Dalila, David y Betsabé y Aristóteles y Filis (Nueva York, Morgan Library) quizá estuvieran destinados a la sala de bailes; para la de representación, sin embargo, se escogieron asuntos relacionados con el papel de Nüremberg como ciudad imperial: el Carro triunfal de Maximiliano, siguiendo las ideas del grabado ya estudiado, la Calumnia de Apeles y La Continencia de Escipión. Pero, al margen de estas obras de tipo político, expresivas de la nueva importancia que para Carlos V tenía la ciudad como sede simbólica del imperio, otras preocupacio­nes surcaban el ambiente alemán y europeo de mediados de los años veinte.

En 1517 Martín Lutero había publicado sus famosas 95 tesis, punto de origen de un movimiento religioso que le llevaría a la separación de la Iglesia romana; tres años después publica sus tres más famosos tratados: A la nobleza cristiana de la nación alemana sobre la mejora de la Cristiandad, De captivitate Babylonica ecclesiae proelium domini Martini Lutheri y De libértate Christiana, una síntesis divulgativa de las ideas de Lutero en torno a la Teología. Estas, que atacaban muy directamente la ortodoxia romana en materia de sacramentos (admitiendo sólo tres: Bautismo, Penitencia y Eucaristía) y propugnaban la universalidad del sacerdocio que Cristo comparte con todos los cristianos, así como la idea de la justificación sólo por la fe, no sólo afectaron a la espiritualidad de las gentes. Actuaron, también, como fermento revolucionario y causa de la revuelta de los campesinos, en un primer momento apoyada por Lutero.

La postura de Alberto Durero ante estos acontecimientos es difícil de definir desde la actualidad. Aunque resultan claras sus simpatías luteranas, no hemos de olvidar que éstas se manifestaron en una fecha tan temprana como 1521, cuando todavía no se había consumado la separación oficial de Lutero de la Roma papal, hecho que no se produjo hasta 1530, es decir, dos años después de la muerte del artista.

Como se ha señalado recientemente, en aquellos decisivos años treinta, un gran número de personas preocupadas por los asuntos religiosos, y entre los que habríamos de incluir a personajes como Durero, Pirckheimer, Erasmo o Philip Melanchton, todavía soñaban con una reconciliación de las posturas enfrentadas, una vez se realizaran las necesarias reformas.

En 1524 realizó una última pintura para el elector de Sajonia Federico el Sabio. Relacionado, como sabemos, con Durero desde 1496, Federico simpatizaba con Lutero, aunque nunca apoyó con claridad sus tesis; como en el caso del artista, su muerte en 1525, no le obligó a una definición precisa al respecto.

Igualmente, en 1524 realizó el retrato estampado de Pirckheimer, el mejor de sus amigos y de similares ideas religiosas.

Dos años más tarde, y con parecidas características, estampó la imagen de Philip Melanchton, profesor en Wittemberg, amigo de Lutero y que había visitado Nüremberg en 1526 con el fin de fundar allí una escuela pública. Por fin, también en 1526, Durero realizó lo que sería su última estampa: el magnífico Retrato de Erasmo de Rotterdam.

Estas cuatro obras no sólo son la culminación de las ideas durerianas en el campo del retrato grabado, sino el mejor testimonio de por dónde iban las preocupaciones religiosas del artista, y que los escritos de Erasmo o el mismo Philip Melanchton nos describen a la perfección: humanismo, tolerancia y piedad interior.

A pesar de la relativa dureza de líneas, la imagen grabada de Erasmo en 1526 es un verdadero testimonio de los últimos tiempos de Durero. Aparece clara su preocupación por lograr una vez más la imagen del intelectual concentrado en sus escritos y en su pensamiento. Por eso tres elementos dominan la composición: la propia figura de Erasmo que mira hacia sus manos y sus escritos, el primer plano de los libros, cerrados, abiertos, ordenados en rigurosa perspectiva (recordemos que el libro fue una de las obsesiones representativas de Durero), y la inscripción.

Esta última ya no se sitúa, como en los otros retratos grabados que acabamos de mencionar, en la parte inferior de la obra y, en realidad, ajenas a la misma, sino que se integra compositivamente en su espacio: letras claras y precisas en caracteres latinos y griegos, la fecha y el monograma, constituyen un verdadero manifiesto intelectual dureriano a favor de la razón, del conocimiento y del valor persuasorio de los libros por encima de guerras y enfrentamientos. Por eso, un libro abierto y en correcta perspectiva aparece en el primer plano de este grabado.

Cuando el artista se preocupaba en los últimos años de su vida en la elaboración de un corpus teórico escrito, los problemas religiosos alcanzaban caracteres cada vez más preocupantes: la radicalidad de algunos reformadores y sus oponentes estaba llegando, incluso en la propia Nüremberg, a extremos de violencia: arrestos de artistas como el de los hermanos Beham o Georg Pencz, o de personas que habían apoyado la rebelión de los campesinos (a la que Durero dedicó un famoso grabado), llevaron al artista a ofrecer a su ciudad sus célebres Cuatro Apóstoles, con unas muy significativas inscripciones dedicadas a todos los gobernantes profanos en estos peligrosos tiempos.

En éstas, advertía acerca de la peligrosidad de la violencia y de los exaltados e irracionales agitadores, así como de lo pernicioso de las enseñanzas equivocadas: en la de san Pedro llama la atención acerca de los falsos profetas salidos del pueblo, así como sobre los mentirosos sabios fundadores de sectas, en una idea que se repite en las demás inscripciones, culminando en la transcripción, bajo la figura de San Marcos, de los famosos versículos de su capítulo 12 al respecto de los escribas mentirosos.

Estos Cuatro Apóstoles del Museo de Munich, estilísticamente muy próximos a las figuras de santos del políptico de Bellini en la iglesia dei Frari de Venecia, marcan la culminación de los deseos monu­mentales de Durero en cuanto a su concepción de la figura humana, precisamente en el momento cuando teorizaba acerca de las correc­tas proporciones de la misma. Igualmente han sido interpretados como alusión a los cuatro humores o temperamentos, un tema que, ya lo sabemos, preocupaba profundamente a Durero. Pero su sentido último ha de ser visto en el contexto de su producción y nos aclara con claridad en las inscripciones que hemos comentado: el de los problemas y enfrentamientos religiosos de la Reforma poco antes de la muerte del artista.

Ideas artísticas de Durero

E L complemento indispensable y la culminación lógica de una carrera como la de Durero lo encontramos en sus escritos teóricos, que ocuparon buena parte de su actividad durante los últimos años de su vida.

Un artista para el que la lección del Renacimiento italiano había sido tan importante y decisiva, y del que había sabido interpretar críticamente algunos de sus más avanzados parámetros, no podía dejar de reflexionar teóricamente acerca de su trabajo, como en Italia habían hecho ya León Battista Alberti, Piero della Francesca, y estaba haciendo por estos años Leonardo.

Por encima de la mayor o menor originalidad de las ideas durareras en relación con la de sus precedentes y coetáneos italianos, lo realmente significativo es el hecho mismo de la existencia de la reflexión. Un aspecto que había quedado inédito en los revolucionarios pintores flamencos de la primera mitad del sigloXV, así como de la importante pintura alemana de esta centuria. Tanto unos como otros habían elaborado sus imágenes y construcciones pictóricas desde parámetros puramente empíricos; en ello reside su gran diferencia con respecto a los italianos.

El proyectado Tratado de la Pintura

Los viajes a Italia de Durero, y en especial su segundo viaje a Venecia, con la mencionada visita a Bolonia (cuya finalidad fue, ya lo sabemos, el estudio de las leyes de la geometría), le pusieron en contacto con un ambiente muy distinto del más propiamente artesanal de su Nüremberg de nacimiento. Posiblemente sea a partir de entonces cuando concibió la idea de redactar un Tratado de la Pintura que, como tal, nunca vio la luz.

De estas intenciones nos han quedado los esbozos de las ideas iniciales, conservados en un manuscrito de la British Library de Londres. De antes, de 1512, es la intención de escribir un gran tratado dividido en tres partes, que enseguida quedó reducido a una sola, seccionada en diez puntos básicos, que tampoco llegó a ver la luz.

Es en este año de 1512 cuando, abandonando la idea de un único tratado, tomó la decisión de abordar el problema de manera separada: un tratado acerca de las proporciones humanas. Pero esta idea de 1513 sólo vio la luz en el tardío 1528 en sus Cuatro libros acerca de la proporción humana, publicado ya postumamente. Entonces, las ideas de 1513 aparecieron en el primero de los cuatro libros.

Para su segundo tratado, Instrucciones sobre la manera de medir con el compás y la escuadra en las líneas, los planos y los cuerpos sólidos, que fue publicado en 1525, incorporó, desarrollándolas, sus ideas acerca de la geometría y la perspectiva.

El tercero de los libros publicados, que vio la luz el año anterior a su muerte (1527) era un tratado de fortificación:La teoría de la fortificación de las ciudades, los castillos y los burgos.

En estos tres libros incorporó gran parte de las ideas de los esbo­zos iniciales; sin embargo, un Tratado de la pintura propiamente dicho quedó, finalmente, sin escribir.

El programa artístico de Durero

A pesar de su no realización total, el programa artístico de Durero era de enorme coherencia y comprendía, en su primera intención, una teoría del artista y su educación (libro primero), otra de la pintura y su liberalidad, extendiéndose en temas como los de las medidas del hombre y los edificios, así como la manera de reproducir todo lo que se ve, es decir, la perspectiva (libro segundo) y consideraciones acerca de la residencia del artista y de cómo ha de ser su comportamiento económico y espiritual (libro tercero).

Cuando en 1512 se plantea un proyecto más reducido y sintético de tratado lo resume así: El libro comprende diez clases de cosas: la primera, las proporciones de un niño; la segunda las proporciones de un hombre adulto; la tercera, las proporciones de una mujer; la cuarta, las proporciones de un caballo; la quinta, algo sobre arquitectura; la sexta, la proyección de lo que se ve, gracias a lo cual todo puede ser dibujado; la séptima, sobre la sombra y la luz; la octava, sobre el color para pintar según la naturaleza; la novena, sobre la composición del cuadro; la décima sobre el cuadro libre, hecho solamente con la mente, sin ninguna otra clase de ayuda.

El proyecto, como vemos, continuaba siendo ambicioso y se centra en algunas de las preocupaciones más queridas de los artistas y teóricos italianos del siglo XV : las ideas acerca de la proporción, fundamentalmente la del cuerpo humano, y sobre la perspectiva. Son estos puntos, los que habían sido tratados por Alberti y Piero della Francesca, los que habitualmente sigue Durero tanto en sus escritos como en los dibujos y grabados en ellos insertos. A ello habría que añadir sus consideraciones sobre los cuerpos regulares, los polígonos y otros elementos geométricos, con ideas muy cercanas a las de Fra Lucca Pacioli, a quien pudo conocer en su segundo viaje a Italia.

Es concretamente en el campo de la representación perspectiva en el que Durero nos presenta novedades con respecto a los italianos. Preocupado por el tema al que dedicó varios dibujos y cuatro famosos grabados acerca del método representativo, el artista inventó un par de instrumentos que resolvían el problema de la representación de los escorzos demasiado exagerados, tal como se nos aparecen en una visión muy cercana.

Enmarcadas en sus preocupaciones acerca de las proporciones del cuerpo humano, de las columnas e, incluso, de la representación tipográfica de las letras del alfabeto, así como sobre la imagen tridimensional de los cuerpos, Durero posee abundantes reflexiones acerca del problema de la belleza, que han de verse contextualizadas, igualmente, dentro de las ideas que, al respecto, corrían por Italia.

Esparcidas a lo largo de sus apuntes y tratados, encuentran su me­jor formulación en el conocido Gran excurso estético, inserto como apéndice en el libro III de sus Cuatro libros acerca de la proporción humana.

Para Durero, el arte ha de estar basado en la imitación selectiva de la naturaleza, que, como pensaba Leonardo, ha de ser percibida con los sentidos y elaborada en la mente. Lo que escapa a los sentidos no tiene razón de ser, igual como el exceso, que tampoco sirve para nada; lo mejor es un término medio. Si al observar la naturaleza, vemos que en ella existen variaciones, habremos de estudiar todas éstas para lograr formular la expresión más justa y adecuada.

El modelo de Durero está en la Antigüedad. En otros fragmentos había expresado su admiración por Vitruvio y en este excurso dice: lo que realizaron antaño los Romanos, visible aún hoy por las ruinas, es raramente igualado en su arte por las obras actuales. Pero, aun tomando a la Antigüedad como modelo, teniendo muy en cuenta la existencia de normas, y rechazando toda idea de belleza particular, el artista se manifiesta incapaz de dar una indicación válida y definitiva de la medida que podría acercarse a la verdadera belleza, a la vez que le parece imposible que alguien pueda considerarse capaz de mostrar las proporciones mejores de la figura humana.

Como sucedía con Alberti, Durero apreciaba sobre todas las cosas la idea de armonía pues a los elementos armoniosos se les considera bellos, lo cual se conseguirá a través del dibujo y mediante la geometría, por medio de la cual podrás demostrar buena parte de tu obra. Y, como pensaba Leonardo, el resultado final habrá de ser una conjunción de estudio experimental (la experiencia cuenta mucho) y elaboración mental: De ahí que el tesoro secreto acumulado en la mente es manifestado por la obra y por la nueva criatura que el artista crea en su corazón en la forma de una cosa. Esta es la razón por la cual un artista experto no necesita copiar cada imagen de un modelo vivo, pues le es suficiente producir lo que a lo largo de mucho tiempo ha atesorado en sí mismo; y, sin embargo, quien ha alcanzado una buena práctica podrá realizar algo bueno sin ningún modelo, en la medida de nuestra capacidad.

El excurso termina con una alabanza de la proporción, sin duda el gran cuidado de Durero a lo largo de su vida, y a la que había dedicado tantas pinturas, dibujos y grabados. Con sus palabras, de las que no excluye la analogía musical tan querida de los italianos, terminamos este estudio: Toda proporción permanece inalterada sea grande o pequeña, de la misma manera que en el canto la relación de una octava a otra es constante: una es más alta y otra más baja, pero se trata siempre de un mismo tono.

DURERO

Vista de Arco. 1495. Acuarela. 22,1 x22,l. París. Museo del Louvre.

Estamos ante la acuarela más famosa de las dibujadas por Alberto Durero al regreso de su primer viaje a Italia, y reaizada en 1495, en el trayecto de Verona a Trento a lo largo del lago de Garda. Frente al carácter ambiental de la mayor parte de las acuarelas paisajísticas realizadas en esta ocasión, en las que son frecuentes los amplios y nubosos cielos surcados de abundantes luces y reflejos, Durero reflexiona ahora acerca de la monumentalidad y el carácter estable del paisaje, del que ha suprimido directamente cualquier referencia atmosférica.

Es un estudio de formas, de líneas sinuosas, con pocos colores, pero bañados en una luz uniforme (que ha aprendido en Italia y concretamente en Venecia), que sirven para destacar la rotundidad de la montaña. Ajeno a cualquier pintoresquismo o descriptivismo, estamos ante uno de los primeros enfrentamientos con un paisaje real de los que tenemos información en la pintura occidental, muy revelador de la manera moderna que Durero impondrá a la pintura alemana de su tiempo.

 

Results for "Albrecht Dürer" - The Metropolitan Museum of Art (metmuseum.org)

Albert Dürer : his life and works : Thausing, Moritz, VOLUME 1

Albert Dürer : his life and works : Thausing, Moritz, VOLUME 2

La madre del artista. 1514.

Retrato de la madre del artista, Barbara Holper (c. 1451–1514), a sus 63 años de edad, dibujo en carboncillo de marzo de 1514, actualmente en el Kupferstichkabinett, en Berlín. Es un estudio tierno pero sin concesiones, completado mientras su madre se hallaba enferma de gravedad, dos meses antes de morir.​​ Durero estaba muy unido a su madre y tras su muerte se sentía tan dolido que no podía expresarlo.​ Ello aparece reflejado en la intensidad expresiva de la mirada materna, captada con una seguridad del trazo dibujístico muy poco común, sin hurtarnos ningún rasgo de la fisicidad del rostro, del que Durero ha alejado cualquier intención idealizante.

Por la desolación del dibujo, se lo ha comparado con los dos grandes grabados de Durero de 1514, Melencolia I y Virgen junto a la pared. Esta obra es su segundo retrato; el óleo sobre tabla de roble de c. 1490, que ahora se encuentra en Nuremberg, actualmente es considerado un original o una copia de un original perdido.

Erasmus of Rotterdam

Erasmo de Rotterdam, reformador católico romano y uno de los humanistas holandeses más importantes, sentía una profunda admiración por Alberto Durero, a quien elogió como el más grande de los artistas gráficos: "¿Y no es más maravilloso lograr sin la lisonja de los colores lo que Apeles logró con su ayuda?" Al comparar a Durero con Apeles —de hecho, al afirmar la superioridad del alemán sobre el artista griego— Erasmo se hizo eco de una tradición que se remonta a la antigüedad de juzgar a los artistas y a los artistas griegos. El retrato demuestra ampliamente los efectos virtuosos que Durero fue capaz de lograr sin el beneficio del color o un medio líquido. Convincentemente alineado en un ángulo con respecto al plano pictórico, Erasmo está de pie escribiendo en su estudio, con los libros que indican su intelecto sustancial y erudición dispuestos a su alrededor. Durero conoció a Erasmo al menos una vez en Bruselas y dos veces en Rotterdam durante un viaje a los Países Bajos en 1520 y 1521. Aunque dibujó a Erasmo varias veces durante su viaje, no ejecutó el grabado hasta seis años después, y sólo entonces con el estímulo de su íntimo amigo Willibald Pirkheimer. Al parecer, por ciertas razones, Durero se había sentido decepcionado por el conocido reformador protestante. Durero basó el retrato en una medalla de 1519 de la colección de Pirkheimer de Quentin Massys y reprodujo la inscripción griega que se encuentra en la medalla, que dice: "En mejor retrato son sus escritos". Es de suponer que Erasmo estuvo de acuerdo, porque dio a conocer su decepción con este retrato al menos a dos de sus colegas. Y, sin embargo, el Erasmo de Durero sigue siendo una de las representaciones más ricas y poderosas de la historia de la preocupación académica y el ideal humanista.

Retrato de Barbara Durero

Escudo con una calavera. 1503

La presencia de la imagen de la muerte es muy frecuente no sólo en el arte de Durero, sino en la producción artística centroeuropea en la época del cambio de siglo. Calaveras y esqueletos no sólo eran el adorno más frecuente en tumbas e imágenes mortuorias, sino en estampas, esculturas y cuadros. Este extraño grabado de Alberto Durero en el que un salvaje trata de besar a una mujer tocada con la corona del matrimonio ha sido interpretado de diversas maneras. Panofsky lo consideraba una imagen del tema del Amor y la Muerte; otros lo relacionan con las guerras bávaras de 1503. En todo caso habría que verlo desde la perspectiva dureriana de un mundo de contrastes con cambios muy rápidos y trascendentales, en el que los sentimientos amorosos y de concordia, propios del matrimonio, se ven continuamente asaltados por fuerzas irracionales y salvajes. A ello responden las dos figuras del mismo; y todo ello presidido por el emblema de la muerte, que alcanza, en el sistema compositivo y proporcional de la estampa, caracteres claramente dominantes. Es el escudo con su yelmo y elegante penacho, y con la impresionante presencia de la calavera, el verdadero protagonista de la obra.

 

Elsbeth Tucher

Elsbeth Tucher, de soltera Pusch; nacida en 1473; fallecida en septiembre de 1517) era miembro de la familia patricia de Núremberg de los Tucher. Elisabeth Pusch procedía de un entorno de modesta riqueza. Su padre Hans Pusch era un maestro de artillería, pero según el libro de familia de Tucher también estaba endeudado. Su madre nació Elisabeth Zollner. En 1492 se casó con Nikolaus Tucher (1464-1527), que provenía de una rica familia patricia.

 

Rinoceronte. 1515

El caso de la famosa xilografía, El rinoceronte, es muy distinto al de las acuarelas animalistas tan frecuentes en su autor. No se trataba de realizar una imagen sobre un animal vivo y visto al natural, sino el de manifestar un interés por un ser exótico que, precisamente por eso, llamaba la atención. El animal, desconocido para los europeos, estaba destinado a ser un regalo del rey Manuel de Portugal al Papa; pero, al llegar al puerto de Lisboa, cayó al agua y se ahogó. Durero, por tanto, no pudo ver en directo a la bestia, de la que tendría información, como Burgkmair, a través de un dibujo que hoy no conocemos. De esta forma la xilografía es una muestra del interés del autor por las rarezas y exotismos de la naturaleza, en una sensibilidad de la que da repetidas muestras en su Diario del Viaje a los Países Bajos, y que se extendería por todo el continente europeo a lo largo del siglo XVI. Las famosas cámaras de arte y maravillas, tan frecuentes en esta época, serán el mejor ejemplo de un tipo muy especial de coleccionismo del que participarán gran parte de los príncipes y gentes cultas de la época del Renacimiento. Este Rinoceronte, destinado al zoológico del Papa, es también ejemplo del renovado interés por este tipo de parques, como el que Durero admiró en Bruselas, en una moda de la que conocemos abundantes muestras a lo largo de este periodo de la historia.

 

1499 Oswolt Krel: Mercader de Lindau

1526 LOS CUATRO APÒSTOLES

San Jerónimo. 1512.

Alberto Durero sólo realizó tres grabados a la punta seca. El San Jerónimo que aquí se comenta, una Sagrada Familia con la Magdalena y Nicodemo y un Ecce-Homo de cuerpo entero, todos ellos del mismo año, 1512.

Estamos ante una de las mejores interpretaciones que de este santo nos ha legado el artista. No se trata ahora de la imagen de san Jerónimo en su celda, como en la estampa maestra posterior, sino de una interpretación del mismo a medio camino entre su vertiente de intelectual (con la mesa de trabajo y los libros abiertos) y la penitencial y orante, ya que el lugar es un paisaje de peñascos en medio del desierto.

Lo extraordinario de la estampa es lo sofisticado de su técnica. Durero ha explorado al máximo las posibilidades de luminosidad, claridad y sutileza en el juego de las luces que permite la punta seca, llegando a resultados que, como señalaba Wólfflin, traspasan cualquiera de los realizados por ningún artista en el siglo XVI. En efecto, hemos de esperar a la llegada de Rembrandt para encontrar un juego de iluminaciones tan elaborado como el que aquí podemos admirar.

El hijo pródigo. 1496.

A pesar de lo temprano de la fecha de su ejecución nos encontramos ante una obra que nos muestra a un Durero ya maduro y con gran dominio de la técnica. La obra es igualmente muy expresiva de los intereses que se irán haciendo patentes a lo largo de la carrera del artista: las imágenes animalísticas, el mundo de los campesinos, y la representación de fondos con arquitecturas rurales y ciudadanas.

Pero, sobre todo, la estampa resulta significativa por la actitud del protagonista, que aparece representado de rodillas en actitud de rezo e imploración a la Divinidad. Una Divinidad que no necesita para hacer manifiesta su presencia de ningún atributo o imagen, muy de acuerdo con las ideas acerca de la piedad interior y anticeremonial que se extendía por los ambientes europeos de la prerreforma.

Para la realización de esta obra, Durero se inspiró en un libro publicado en Basilea en 1495 llamado Quadrigesimale de Filio Prodigo, que contenía los sermones de Johannes Meder.

 

. Escenas del Apocalipsis. 1498.

La serie de escenas del Apocalipsis de san Juan es la primera colección de estampas que Durero realizó como tal. La elección de este texto por parte del artista no puede ser más significativa del momento en que se produce, es decir, el del paso de un siglo a otro, y de una época, la Edad Media, a otra, el Renacimiento; unos años en los que se recrudecieron las amenazas de un próximo fin del mundo.

El editor Quentell de Colonia había publicado en 1479 un Apocalipsis ilustrado que influyó sobre el de Durero, ya que sus planchas fueron vendidas en Nuremberg a Coberger, el padrino del artista, y el mismo editor. También se ha señalado como precedente, las ilustraciones de otra Biblia publicada en Estrasburgo por Grüninger. Todo ello nos viene a indicar la utilización de los textos de san Juan como fuente de inspiración para los grabadores alemanes de fines del siglo XV. El texto del Apocalipsis llamó la atención de Durero por su carácter visionario y esencialmente antinaturalista. El lenguaje únicamente simbólico del último libro del Nuevo Testamento se prestaba a las mil maravillas para desarrollar unos componentes figurativos en los que podía obviarse cualquier referencia a la realidad no sólo natural, sino también perspectiva y espacial. Ello es muy claro en la imagen de los Siete Candelabros, directamente escenificada en un cielo en el que san Juan adora a Dios Padre, o en la de la Virgen con el dragón de las Siete Cabezas. Pero la capacidad de articular imágenes simbólicas es interpretada por Durero con los medios de la nueva cultura figurativa renacentista; por eso, las figuras de la serie adquieren una presencia, muchas veces de carácter monumental, y siempre volumétrica y tridimensional, abandonando por tanto cualquier convención de carácter medievalizante.

Esta es también la razón de la presencia de los paisajes, como sucede en la estampa de las Siete Trompetas, que no sólo aclaman la aparición del altar de la Divinidad, situado en la parte superior de la estampa, sino que envían su castigo en forma de fuego y catástrofes al amplio escenario perspective de la zona inferior. Se trata de un juego entre la visión celestial y la imagen terrenal, que preludia soluciones semejantes que el turas como su Santísima na y en estampas como La mismo artista aplicará en pintura como la Santísima Trinidad, del Museo de Viena y en estampas como la Fortuna.

San Juan comiéndose el librito

Apocalipsis. El Candelabro de las siete estrellas

Liebre. Hierbas.

  La Liebre de la Albertina es una de las acuarelas más célebres de Durero, y una de las imágenes más reproducidas de toda la pintura occidental. Se trata de uno de los puntos culminantes de su autor en lo que a la representación de la naturaleza se refiere, tanto en lo que respecta a su naturalismo, como a la minuciosidad en el uso del pincel, que alcanza su culminación en uno de los ojos del animal, en donde se refleja una ventana. No sólo se nos indica de esta manera que se trata de un animal pintado en su cautividad, sino que Durero plantea un auténtico tour deforce en cuanto a las posibilidades miméticas del arte con respecto a la realidad natural.

Pintada en su taller, Liebre joven está considerada como una obra maestra de arte observacional junto con su otra gran acuarela Gran mata de hierba pintada al año siguiente. El motivo ha sido dibujado con una calidad casi fotográfica y a pesar de que la pieza es tradicionalmente conocida como Liebre joven, el retrato del animal es lo suficientemente detallado como para identificarlo como un espécimen adulto. (La traducción literal del alemán es "Liebre de campo" y en inglés, a menudo, la obra es llamada La liebre silvestre o simplemente La Liebre). La obra supuso un reto especialmente difícil debido al pelaje de la liebre que se extendía en diferentes direcciones y la luz que lo matizaba con parches oscuros y brillantes por todo su cuerpo. Durero tuvo que adaptar las convenciones tradicionales del sombreado para poder perfilar el contorno del animal por medio de la luz que caía sobre él. A pesar de los retos técnicos que suponía dar apariencia de luz sobre un objeto con multitud de texturas y colores diferentes, Durero consiguió manejarlo no sólo para crear un muy detallado, casi científico, estudio del animal, sino que también supo inundar el dibujo con una cálida luz dorada que baña a la liebre desde la izquierda, ilumina las orejas, recorre el pelo a lo largo de su cuerpo, da una chispa de vida al ojo y extiende una extraña sombra a la derecha.Para llevar a cabo la obra, Durero esbozó ligeramente la imagen y la coloreó bañándola de acuarela marrón. Entonces, pacientemente, fue componiendo la textura del pelaje con ligeras pinceladas de colores claros y oscuros aplicados tanto con acuarela como con gouache. Poco a poco, el cuerpo de la liebre fue tomando forma con la adicción de pequeños y refinados detalles como los bigotes, las uñas o un detallado reflejo de una ventana en el ojo del animal.

Algo parecido sucede con la acuarela Hierbas de 1503, cuyos minúsculos filamentos, hojas y flores, se componen en un prodigioso conjunto que alcanza, a pesar de su pequeñez, una verdadera categoría monumental.

Con estas imágenes, a las que podríamos añadir otras muchas, sobre todo en el campo de la representación de animales, Durero no sólo demuestra su interés por el estudio y la contemplación de su entorno natural, en una actitud moderna que lo emparenta con Leonardo da Vinci. Además de ello, la intención del artista es la de manifestar las inmensas posibilidades representativas de la nueva idea de la pintura que se estaba desarrollando en la época del Renacimiento. La teoría de la mimesis ofrecía un campo hasta ahora insospechado para una visión artística que, como la medieval, tendía a imaginar una realidad y entorno naturales en clave preferentemente simbólica.

Pero esta demostración de la que hablamos no lo es sólo de una nueva teoría representativa, sino que alcanza igualmente la de las posibilidades técnicas de la misma. Algunos de los autorretratos durerianos, ya lo hemos dicho, son un verdadero elogio de la mano como instrumento esencial del pintor. Y en estas dos acuarelas, la minuciosidad del trazo, la precisión del mismo hasta el extremo, no son otra cosa que magníficas muestras, verdaderos teoremas prácticos, de lo que un hombre puede llegar a realizar con el pincel.

Durero, que fue reconocido en su tiempo como un nuevo Apeles, se nos presenta aquí como un auténtico Zeuxis, capaz de engañar a nuestra mirada, presentando como si fueran reales plantas y animales meramente dibujados.

 

Este retrato fue pintado tras la muerte del emperador Maximiliano I de Habsburgo a partir de un dibujo preparatorio que Durero realizó a lápiz durante una sesión de la Dieta de Augsburgo que tuvo lugar el 18 de junio de 1518. En la parte superior se encuentra el escudo de los Habsburgo con la corona imperial y la cadena de la Orden del Toisón de Oro, junto con una inscripción que enumera los títulos, dignidades y fechas importantes de la vida de Maximiliano

San Jorge y San Eustaquio (laterales del Altar Paumgarten). 1502-1504. Munich. Alte Pinakothek.

El Retablo Paumgartner está pintado al temple sobre madera de tilo, y pertenece al periodo 1502-1504. La tabla central mide 155 cm de alto y 126 cm de ancho, mientras que los postigos laterales miden 157 × 61 cm cada uno. Se exhibe actualmente en la Alte Pinakothek de Múnich, Alemania. La obra fue encargada en 1498 por la familia Paumgarten a Alberto Durero, pero, muy posiblemente, no fue realizada por el artista hasta fechas posteriores (1502-1504); fue donada por esta familia a la Iglesia de Santa Catalina de Nuremberg, y allí fue comprada en 1613 por Maximiliano I, Duque de Baviera, entrando en las colecciones principescas bávaras, de donde pasó a la Alte Pinakothek de Munich. Allí, hace pocos años, sufrió un atentado que la afectó profundamente.

La pintura, cuya tabla central representa la Adoración de los pastores, se flanquea por estas dos magníficas figuras de San Jorge y San Eustaquio, que en su parte posterior poseen la imagen de la Anunciación a la Virgen. La tabla central está muy próxima a algunos de los grabados de esta época, y constituye el paso necesario para la composición, más perfecta y trabada, de la Adoración de los Reyes de la galería de los Uffizi. Mayor interés tienen las dos imágenes de los santos, claro exponente de las preocupaciones que embargaban a Durero a principios del siglo XVI en torno a la manera de representar la figura humana en pie, tal como muestra su grabado Adán y Eva, y que culminarían, tras el segundo viaje a Venecia, en las tablas del mismo tema del Museo del Prado. Destacándose sobre un fondo negro, sin apenas otro apoyo que su propia cualidad monumental, Durero nos ofrece una imagen de los protagonistas ajena a cualquier referencia episódica o narrativa (que hubiera sido tan fácil dada la identidad de los efigiados). Es el camino hacia la interioridad y la intensidad, que culminaría en obras tardías como Los Cuatro Apóstoles lo que, aprendido en pinturas de Mantegna o Bellini, interesa a Durero en esta nueva concepción de la figura del santo que propone a la pintura alemana de su tiempo.

 

SAN EUSTAQUIO

SAN JORGE

La Virgen de los animales. 1503. Acuarela. 321 x243. Viena. Albertina.

Se trata de una de las más céLebres acuarelas a pluma realizadas por el artista alemán, en la que propone una expresiva mezcla de dos de sus temas favoritos. Si una majestuosa imagen de la Virgen y el Niño centra la composición, la atención del espectador tiende en este caso a dispersarse a lo largo del amplísimo paisaje, en el que no sólo podemos contemplar la figura de San José y la escena de la Anunciación a los Pastores, sino una ciudad portuaria, montes y bosques, flores y una gran cantidad de animales. Muchos de estos últimos ya habían aparecido o aparecerán en otras obras del artista, como el loro, el búho, el cangrejo o el insecto de la izquierda.

En la acuarela, su autor toma posiciones originales, en lo que al tratamiento del paisaje se refiere, con respecto a sus antecesores y contemporáneos. Comparando esta Virgen de los animales con las vírgenes en el jardín medievales (pensemos en las de Lochner o las de Schongauer), Durero posee un naturalismo y una proximidad a la naturaleza muy distinto al acercamiento de tipo simbólico propio de la Edad Media. Por otro lado, y si ahora nos fijamos en los paisajes de Altdorfer, notaremos enseguida esa mayor amplitud de horizontes, este interés por un espacio dilatado que Durero ha aprendido en Italia, frente al gusto por lo bidimensional, y a la idea de una naturaleza cerrada sobre sí misma, que nos ofrecen los pintores de la escuela del Danubio.

 

 

El Emperador Carlomagno. El Emperador Segismundo. Nuremberg. Museo Nacional Germánico.

Las dos imágenes de los emperadores Carlomagno y Segismundo son el testimonio más claro de la importancia simbólica que tenía el hecho de que Nüremberg, la ciudad natal de Durero, poseyera categoría imperial. No sólo esto, sino que allí se custodiaban y exponían las enseñas imperiales, símbolos por excelencia del poder profano en la Europa de la Edad Media. Estas insignias, la corona, el cetro, la bola del mundo, la capa, la espada..., se mostraban anualmente en la Heiltumskammer (cámara de la enseñas), durante la llamada Heiltumfest (fiesta de las enseñas), que tenía lugar durante la Pascua.

Para este lugar, y para esta ocasión, Alberto Durero realizó estas dos imágenes: la de Carlomagno, ya que éste había sido quien llevó en primer lugar las enseñas a Nüremberg, y la de Segismundo, bajo el cual la ciudad pasó a poseerlas en permanencia. El artista realizó dos retratos ideales de estos personajes medievales, rodeados de sus escudos y vestidos con las enseñas imperiales en cuestión. Durero ha enfatizado la cualidad solemne y hierática de los emperadores, sobre todo en la composición frontal del Carlomagno; la razón no es otra que llamar la atención acerca de la cualidad de sagrado que tiene el Emperador, que era ungido con los santos óleos en el momento de la coronación, y que alcanzaba una categoría sacerdotal, que los símbolos del poder no hacían otra cosa que resaltar. Nos hallamos ante auténticos iconos de una imagen del poder, la imperial, de especial relevancia en los tiempos de Durero que fueron también los de Maximiliano I y Carlos V.

Santiago Apóstol. 1516. Oleo sobre tabla. 46 x 37. Florencia. Uffizi.