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ALBERTO
DURERO (1471-1528)
Por
Fernando Checa
Profesor
titular de Historia del Arte.
Universidad
Complutense de Madrid
Presentación
La figura de
Durero (1471-1528) se nos presenta, aún en nuestros días, como la más
importante y significativa del arte del Renacimiento en Alemania, país que ha
hecho de él uno de sus mitos y una de sus más preciadas señas de identidad
cultural, artística y aun política. Durero fue el primer pintor no sólo en
Alemania, sino también en Europa al que se levantó una estatua pública en el
siglo pasado; y como símbolo de un supuesto espíritu germánico es visto por
literatos como Thomas Mann e incluso por estudiosos como Erwin Panofsky.
Del mito del
siglo pasado y de la primera mitad del nuestro se ha pasado a la dureromanía de las celebraciones de 1971 ya estudios que
tratan de encuadrar su figura dentro de los verdaderos debates de la historiografía
actual: el papel de un artista nórdico educado según los patrones italianos en
el ambiente centroeuropeo, su posición ante los debates de la imagen religiosa
y la función que ésta debía cumplir en la época de la prerreforma,
su respuesta ante temas tan candentes en su época como la relación entre arte y
poder, arte y ciencia, y la nueva realidad del artista del Renacimiento.
Estos son
algunos de los puntos que tratamos de resumir en esta monografía que quiere,
sin embargo, atenerse primordialmente al objeto primario del historiador del
arte: la obra de arte en sí, analizada y seccionada formalmente (que no
simplemente descrita), para después ser reconstruida según las ideas artísticas
y culturales del preciso momento en que es encargada y realizada por su autor.
Autorretrato
de Durero
Autorretrato a los 13 años,
1484, Albertina, Viena, 27.5 x 19.6 cm. El autorretrato a los 13
años es un dibujo hecho con punta de plata por el pintor y
grabador alemán Alberto Durero en 1484, actualmente conservado
en el museo Albertina, en Viena, Austria. Es al mismo tiempo la
primera obra conservada del artista y uno de los
primeros autorretratos conocidos en el arte europeo. Fue completado
dos años antes de que Durero dejara de ser aprendiz del oficio de su padre
del mismo nombre para aprender pintura con Michael Wolgemut.
A lo largo de toda su vida Durero
expresó una decidida confianza en sí mismo, un hecho evidente tanto en su obra
artística como en sus escritos. Sus cuatro autorretratos que han
sobrevivido fueron pintados antes de cumplir los 30 años y entrara en su
periodo maduro. Como los otros autorretratos que pintó, este dibujo demuestra
lo que se interpretó como una expresión de su conciencia y su confianza en su
desarrollo artístico, que es especialmente evidente en la expresión facial
precoz de esta obra. Durero se presenta de lado y medio cuerpo, en una
pose muy parecida a la de un retrato sobreviviente atribuido a su padre,
también llamado Alberto, un orfebre de profesión.
El artista tiene levantado su brazo
derecho, donde su dedo índice apunta hacia un área no identificada fuera del
dibujo. Se representa a sí mismo bajo una luz halagadora, con cabello largo, la
apariencia juvenil de un niño de rostro fresco, así como dedos elegantes y
alargados lo que en la época era tanto un rasgo de moda como un indicativo de
la habilidad para el dibujo. Sobre este dibujo relativamente sencillo de
su juventud, Durero escribió en 1528 que era un simple esbozo de "la
esencia espiritual del impulso creativo del artista.
Se cree que el autorretrato fue
hecho como una tarea encomendada por Alberto Durero el Viejo como un reto para
su hijo Alberto, ya que los trazos hechos a punta de plata no se pueden
corregir. Fue posteriormente firmado en una fecha desconocida con las
siguientes palabras: "Esto lo dibujé yo mismo desde un espejo en el año
1484, cuando era un niño. Alberto Durero." Aunque el título del
dibujo es Autorretrato a los 13 años solo se sabe que fue completado
en 1484; Durero nació en mayo de 1471, y como no le puso una fecha a la obra,
pudo haberlo dibujado a la edad de 12 años.
Introducción
Dibujé este
autorretrato de un espejo en 1484, cuando yo era todavía un niño. Albrecht
Dürer. Años después, en una fecha indeterminada, un maduro Alberto Durero,
considerado ya en vida como nuevo Apeles y uno de los grandes artistas en la
Alemania de su tiempo, contempla el dibujo de su primer e infantil autorretrato
(Viena, Albertina) que conservaba en su colección de obras de arte, e inscribe
la leyenda que acabamos de transcribir.
Pocas veces
en la historia del arte de estas todavía tempranas fechas se nos aparece tan
claro el fenómeno, tan específicamente moderno, de la autoconciencia de un
artista como en este caso. Y no sólo por la circunstancia de encontrarnos ante
un dibujo (de no despreciable calidad) realizado a los 13 años de edad, sino,
sobre todo, por el hecho de la vuelta del artista a contemplar esta primeriza
obra, y datarla con precisión, otorgando así a su propia carrera y a su
historia como pintor de unos conscientes y no desdeñados orígenes.
Cuando en
1506 Alberto Durero se encuentra en Venecia, lugar que ya había visitado con
anterioridad, escribe a su amigo y mecenas Willibald Pirckheimer y, describiendo el ambiente artístico de la
ciudad, le dice: Aquí, soy un señor..., el artista nos ofrece otra clara prueba
no sólo ya de autoconciencia, sino de un orgullo en torno a su profesionalidad
bastante difícil de encontrar en los ambientes centroeuropeos del momento, un
orgullo que sólo era perceptible entre los grandes artistas del Renacimiento
italiano, cuya carrera, a excepción de la de Leonardo, estaba comenzando por
estos tiempos.
Se trata de
dos pruebas, entre las muchas que irán apareciendo a lo largo de estas páginas,
del talante excepcional de un artista que, como ninguno, representa la
importancia y el especial significado de la aportación alemana al desarrollo de
los debates artísticos y culturales que surcaron la Europa del Renacimiento.
El sentido
de la vida y la obra de Durero no se agota tan sólo desde la angulación que ve
en él uno de los puntos nodales del arte europeo en torno a la fecha mítica de
1500, ni como el perno esencial que articula el paso de la mentalidad medieval
a la renacentista, sino, fundamentalmente, si lo observamos como el artista que
mejor define el carácter plenamente estructurado y de verdadera alternativa
artística que el Renacimiento nórdico tuvo con respecto al italiano en un momento
en que las aportaciones de este último comenzaban a imponerse en el resto de
Europa.
El hecho
esencial es la ruptura con las poderosas formulaciones del gótico
internacional. Algo que en Italia ya se había comenzado a realizar desde los
lejanos tiempos de Giotto, dominados cultural y literariamente por hombres como
Petrarca y Dante, que se había consolidado con las realizaciones de la primera
generación renacentista florentina, y que había alcanzado sede teórica en los
tratados de Leon Battista Alberti; ya veremos que los
tiempos de Durero son también los de Leonardo, artista con el que mantendrá más
de una concomitancia. Pero son también los del Bosco y los del agotamiento de
los magníficos pintores de Flandes, que habían propuesto su peculiar, pero no
menos abrupta, salida de los convencionalismos evasivos del gótico
internacional, con otro tipo de renacimiento. Un renacimiento sin teoría, sin
vuelta a la Antigüedad y sin humanismo pero que constituía una alternativa tan
novedosa como la que propusieron algunos italianos, aunque sin el futuro del
que gozaron estos últimos.
Hemos de
subrayar igualmente este algunos. A las alturas del conocimiento
historiográfico de fines del siglo XX tiempo es ya de someter a crítica al
influyente modelo vasariano de la historia del Renacimiento
y comprender, como se viene haciendo desde hace tiempo, no sólo la posibilidad
de renacimientos en el siglo XV fuera de Italia, sino la pluralidad de
variantes y modelos que nos ofrece el riquísimo devenir artístico de la
península italiana.
Se trata de
un hecho de capital importancia para comprender el ambiente artístico y
cultural en el que se desarrolla la carrera artística de Alberto Durero. No son
ajenas al artista algunas de las más importantes aportaciones de la especial
mirada flamenca y nórdica sobre la realidad, ni ciertos de sus logros
estilísticos. Tampoco otras de las italianas.
Pero
tendríamos que considerar, como lo haremos en las páginas que siguen, de qué
Italia estamos hablando. Ya nos hemos referido a Leonardo, algunas de cuyas
aportaciones teóricas serán decisivas para nuestro artista; a ellas, añadiremos
otras de la pintura del norte de Italia, del mundo de los orígenes de la
escuela de Venecia o de Mantegna, que Durero pudo
contemplar in situ.
Lo alemán y
lo extranjero
Con todo, no
sólo el éxito en vida, sino la creación del mito de Durero como algo
específicamente germánico, que estallará en las conmemoraciones durerianas del siglo XIX, no se explican por lo continuo de
su mirada al mundo de Italia. Recordemos que su inicial formación se realizó en
el taller de Michael Wolgemut, a cuyo servicio entró
en 1486, y que en 1490 emprendió su primer viaje de aprendizaje hacia Basilea,
donde realizó su primera xilografía, un San Jerónimo, y hacia Colmar, donde
quería conocer al gran maestro Martín Schongauer.
No fue pues
ni hacia Italia, ni hacia Flandes (lugar al que peregrinaban los artistas
alemanes en aquellos momentos), sino hacia Renania, adonde Durero realizó su
primera salida indicando sus primeras intenciones de encontrar una solución
original y autóctona a los problemas que acuciaban a la imagen artística
centroeuropea en el momento crucial del cambio de siglo.
Quizá este
inicial viaje de Durero no sea ajeno a una de las polémicas culturales más
interesantes que surcaban la Alemania de la época y que no era otra que la de
buscar una alternativa propiamente germánica (Deutsch),
a la cada vez más fuerte recepción de los modos italianos, latinos o
extranjeros en general (Welsch). Michael Baxandall nos ha mostrado con abundantes ejemplos lo fuerte de estas discusiones: Welsch
no era el estilo del clasicismo italiano de Rafael o Miguel Ángel, sino las
maneras mantegnescas, las venecianas o las de la
escuela de Padua, que cristalizaron en obras de carácter estilísticamente mixto
entre el gótico y las nuevas maneras italianas como, por ejemplo, la capilla
Fugger de Augsburgo.
El
desinterés de Durero por continuar su aprendizaje en Alemania o en los Países
Bajos, que visitará, sin embargo, y ya dentro de otro contexto, en fechas más
avanzadas de su vida, y el entusiasmo de sus dos viajes al Norte de Italia,
forman parte de esta peculiar y altamente sofisticada versión de lo Welsch, que
nos ofrecerá Durero a lo largo de su carrera. La obra del artista es una
respuesta muy específica desde el tiempo (finales del siglo XV y principios del XVI)
y desde el lugar (Nüremberg) a algunos de los
problemas más importantes del arte europeo de entonces: un arte que ha de
contemplar una profunda renovación de la imagen religiosa inmediatamente antes de
la crisis de la Reforma, que ha de responder a la exigencia que convierte a la
pintura en espejo de la naturaleza, que ha de representar unas realidades
políticas de nuevo cuño, así como a una renovada imagen del hombre, del
intelectual y del artista. Todo ello en un mundo que cambiaba con rapidez y
cuando la actividad artística se transformaba igualmente para dar lugar a un
sistema representativo y unas exigencias narrativas muy distintas a las
medievales.
La
familia de Durero
La realidad
política y social en la que crece Durero es compleja y difícil de resumir en
pocas palabras. El artista fue el hijo tercero de una familia que llegó a tener
18 miembros; su padre, originario de Hungría y orfebre de profesión, había
emigrado a la ciudad imperial de Nüremberg en 1455
donde se estableció y casó en 1467. Allí fue donde nació Durero como lo anota
su padre en su diario: Item. El año 1471, a las
seis de la mañana, un martes de la semana de la Cruz, el día de San Prudencio,
tuvimos otro hijo. Su padrino, Anton Koberger, le llamó Alberto para complacerme.
Establecido
en la vecindad de los Pirckheimer y del pintor Wolgemut, hijo de un orfebre, es natural que las materias
artísticas no fueran ajenas al joven Durero desde su infancia. Ello nos puede
explicar lo precoz de su actividad, así como que poseamos algunos retratos de
sus padres de apreciable calidad. Se trata de un díptico realizado en 1490,
conservado hoy en la galería de los Uffizi —el de su
padre— y en el Germanisches Nationalmuseum de Nüremberg —el de su madre—; la obra fue muy posiblemente el examen de aprendizaje que el
joven artista realizó en el taller de Wolgemut, su
maestro. Años más tarde, en 1514, realizaría un emocionante dibujo de su madre,
a la que se refiere de la siguiente manera en la crónica familiar que el mismo
artista escribiría: Esta piadosa madre dio a luz a dieciocho hijos, sufrió a
menudo de la peste y de algunas otras graves enfermedades, así como de una gran
pobreza, desprecios y palabras despreciables sin manifestar nunca sentimientos
de odio.
La posición
social de su padre explica igualmente algunos de los rasgos de la cultura y las
futuras relaciones sociales del pintor y grabador. Alberto Durero, el Viejo,
pertenecía al segundo estrato social importante de la ciudad, los ehrbar (honorables), por debajo de las cuarenta y
dos familias patricias, pero por encima de artesanos, trabajadores, empleados
y, por supuesto, los marginados. Ello le propició la amistad de intelectuales y
humanistas, fundamentalmente la de Pirckheimer,
quienes serán la clientela habitual de Durero en sus obras religiosas y en sus
retratos.
La riqueza
comercial y artesanal de Nüremberg, la principal ciudad
de Franconia, y una de las principales de Alemania,
era distinta al predominio financiero de Augsburgo en Suavia,
controlada por la familia de los banqueros Fugger, a la de Wüzburgo,
también en Franconia, dominada por los príncipes
arzobispos, al igual que Salzburgo, Passau y Bamberg,
o a la de Munich, donde gobernaba la dinastía de los Wittelsbach, uno de los cuales, Alberto IV el Sabio,
consiguió en 1505 la reunificación de Baviera.
NUREMBERGAlgunos de
estos centros, Nüremberg entre ellos, eran ciudades imperiales. No debemos olvidar que el poderío del Emperador
se extendía difusamente sobre Alemania y, de forma efectiva, sobre un territorio
que comprendía, de una manera no absolutamente precisa, lo que actualmente es
Austria y Bohemia (sus ciudades principales eran Innsbruck, Viena y Praga). El
hecho es también muy importante para comprender la futura actividad artística
de Durero ya que encontrará en el Emperador Maximiliano I uno de sus grandes
clientes como veremos más adelante.
La situación
geográfica de Nüremberg, en el centro de este complejo
Sacro Imperio Romano Germánico, explica su riqueza económica, ya que era el
corazón de comunicaciones y rutas comerciales. Ello propició la facilidad del
intercambio de actividades culturales y artísticas, algo en lo que estaban muy
interesados tanto las familias patricias como las acomodadas a las que
pertenecía Durero: el adorno de iglesias, capillas y palacios, y el mecenazgo
de las artes era algo que, de acuerdo con una mentalidad que se comenzaba a
extender por Europa, se consideraba obligado. No es por tanto casual que el
orfebre húngaro Alberto Durero el Viejo emigrara a esta ciudad donde
trabajaban ya artistas como Wolgemut o Wilhem Pleydenwurff, los maestros de su hijo, el futuro gran
artista.
Otra
característica muy peculiar de la ciudad era la ausencia de gremios. Estos
habían sido, desde el punto de vista artístico, la realidad en la que se
educaban y formaban los artistas de la Europa medieval, y una de las garantías
de continuidad y tradicionalismo. La ausencia de los mismos en la ciudad natal
de Durero, había propiciado una relación distinta a la habitual entre artistas
y comitentes, mucho más particularizada e individual, lo que produjo un doble
fenómeno del más alto interés: desde el punto de vista del artista, una mayor
conciencia de individualidad y un menor predominio del artesanado y, desde el
punto de vista de la relación del comitente con la obra de arte, una
aproximación más individualizada y, a la larga, más estetizante, que podemos ya
considerar moderna.
La actividad
de Durero se desarrolla en un ambiente de fuertes tensiones religiosas, es
decir, en la Centroeuropa de la prerreforma; la misma
ciudad de Nuremberg adoptará oficialmente el luteranismo en 1525, un año antes
de la muerte del maestro, y ya veremos cómo Durero dejará su testamento
espiritual y artístico, los Cuatro Apóstoles del Museo de Munich,
como peculiar testimonio de su también particular posición acerca de estos
problemas.
Ilustración
de Durero por La Nave de los Locos, 1494, xilografía, Basilea (arriba).
Ilustración de Las Comedias de Terencio, por Durero, 1492, xilografía, Basilea
(abajo)
La adopción
del luteranismo por parte de Nüremberg supuso un
cambio importante en el mecenazgo artístico de la ciudad, en donde habían
predominado las iniciativas de un arte ligado a la religión, y que se
concentraba en las magníficas iglesias, todavía góticas, de San Lorenzo o San Sebaldo. Precisamente en esta última Sebald Schreyer, miembro del estamento patricio de la ciudad,
encargó en 1519 al escultor Peter Vischer el Viejo la tumba del patrono de la
iglesia, que éste realizó en bronce en formas de un gótico muy tardío y evolucionado,
no exento ya de rasgos renacentistas. Previamente, y como testimonio de la
nueva importancia que lo individual iba alcanzando en estos medios, así como de
la profunda conexión entre mecenas y humanistas típica del período, el mismo Screyer encargó a Conrad Celtis la Oda a San Sebaldo, su patrono, que fue impresa
hacia 1494 con una estampa de Michael Wolgemut. Su
sobrino, Matías Landauer, encargó al escultor Adam Kraftt,
también en la iglesia de San Sebaldo, el famoso
epitafio a su familia: un gran relieve —fechado entre 1490 y 1492— con
representaciones de la Pasión y Resurrección de Cristo.
Schreyer pertenecía a la Sodalitas Céltica, grupo de humanistas y patricios
agrupados en torno al humanista Conrad Celtis, que
publicaron, entre otras cosas, los Quatro Libri Amorum de este último,
con una portada xilografiada que representaba al
Emperador Maximiliano I, atribuida a Durero. Y a este mismo mecenas se debe la
iniciativa del mayor monumento tipográfico y xilográfico del momento realizado
en Alemania, la Crónica de Nuremberg o Liber Chronicarum, publicada en 1493 por el padrino del artista Anton Coberger, con casi dos mil ilustraciones entre las que
abundan vistas de ciudades, escenas de la Biblia, tipos humanos de toda
procedencia, y a la que no fue ajeno el mismo Durero.
Conrad Celtis había publicado en 1487 una Oda a Apolo, y después
de su muerte una colección de epigramas y odas imitando a los clásicos. Su
interés por estos últimos, al modo humanista, queda bien claro cuando en 1502 y
en 1504 había dirigido representaciones de obras como el Eunuco de Terencio y
la Aulularia de Plauto; y en 1501, él mismo compuso
un drama, Ludus Dianae, que
fue representado en la corte imperial de Linz.
En este
ambiente no nos debe extrañar que una de las primeras series de estampas
grabadas por Durero se basaran precisamente en las Comedias de Terencio. Aunque
se ha discutido la autoría dureriana de algunas de
las estampas no cabe duda la realización por su parte de la mayor parte, si no
todas, de ellas. Se trata de 131 tacos de madera, divididas entre las seis
comedias conocidas de Terencio: Andria, Eunuco, Heauton timoroumenos, Prhomio, Heykra y Adelphoi, en los que Durero ha representado diversas escenas
de una manera todavía muy sencilla, enmarcadas en paisajes o vistas de
edificios convencionales, con una técnica en la que la definición perspectiva
del espacio dista mucho de las complejidades y sutilezas de las que hará gala
en obras posteriores. Pero son, sin embargo, un buen ejemplo del mundo
humanístico en el que se desenvolvía el artista en estos primeros años de su
formación.
Con todo, no era éste el único ambiente que aparece recogido en las obras iniciales de Durero. En 1494 Sebastián Brandt publicó por primera vez su sátira Narrenschiff (La Nave de los Locos), una obra de enorme éxito y que vio la luz una docena de veces más. Ya en la primera edición, publicada en Basilea por Bergmann von Olpe, aparecen las famosas ilustraciones atribuidas a Durero, así como en la de 1495, a la que el artista añadió tres más; en ellas reaparecen, a la vez que se renuevan, viejas obsesiones medievales en el momento del paso hacia una nueva edad.
El fin de
siglo
Pero en las
décadas finales de la centuria el impulso de los Países Bajos, el arte de los
Van Eyck, Mending o Van der Weyden comenzaba a agotarse, sin que la obra de
Gerard David o la de Quintín Metsys aportara
novedades sustanciales. Muy distinto era el caso de Italia donde en diversas
regiones, fundamentalmente en el Norte, personalidades muy fuertes avanzaban
por los caminos trazados desde hacía un siglo. Es el caso de Andrea Mantegna en lugares como Verona, Padua o Mantua, de
algunos pintores de la escuela de Ferrara o, sobre todo, de los orígenes de una
nueva pintura en Venecia con figuras como Cario Crivelli, Carpaccio o Giovanni Bellini. Todo ello por no
mencionar los artistas que marcarán el nuevo siglo como Leonardo, Rafael o el
joven Miguel Angel.
En estos
momentos Durero sienta las sólidas bases de lo que será —que, en realidad, ya
es— su arte. Un arte en el que reelabora de manera específica la idea de la
belleza ideal planteada por los italianos, la relación entre arte y ciencia
que se había propuesto en Italia desde los tiempos de Alberti, pero también el
valor de la imagen devocional y las sugerencias en
torno al arte religioso de los pintores flamencos. El arte de Durero, en suma,
será una respuesta completamente nueva a los problemas del mundo centroeuropeo
en vísperas de la Reforma.
Entre Schongauer y Mantegna: los viajes
de juventud
Esta obra no
sólo es importante porque a través de ella se han podido atribuir al maestro
otras series como las ilustraciones de Terencio,
sino porque muestra su interés por un tema del que más adelante realizará
alguna de sus obras mayores. La ilustración nos muestra al santo no en su
vertiente penitencial, sino recluido en su celda, rodeado de libros e
instrumentos de trabajo, en el momento de realizar la curación del león.
Dos aspectos
nos interesan de la estampa. Por un lado el interés de Durero por instalar al
santo en un interior perspectivo, realizado todavía con torpeza (pero que nos
muestran un interés por la configuración de interiores que será constante en
su carrera). Por otro, y más significativo, el papel destacado que en este
espacio juegan los libros vistos no sólo como instrumentos de trabajo
intelectual, sino como signos de una espiritualidad basada en la lectura del
texto bíblico, símbolo de una religiosidad renovada.
El libro ha dejado ya de ser muestra de una devoción privada, como sucede en tantas pinturas flamencas o en las miniaturas de los libros de horas; tampoco es signo de lujo como lo habían sido en las imágenes de tantos de estos últimos, producto de la cultura aristocrática del mundo de las cortes de finales de la Edad Media. Nos encontramos ante una espiritualidad bíblica ligada a la figura de San Jerónimo, pero también con el interés por la tipografía: desde las bellas letras góticas del título, a las igualmente góticas de uno de los ejemplares, que aparece ostentosamente confrontado a las griegas y las hebreas de los otros dos. Un mundo nuevo, en el que los valores espirituales y los intelectuales van unidos a la reciente invención de la imprenta.
En Basilea
Durero supo la noticia de la muerte de Martin Schongauer,
a pesar de la cual viajó a Colmar. El artista ya conocía indudablemente la
obra grabada del viejo maestro, pero en la ciudad renana pudo admirar algunas
de sus pinturas. Es indudable que vio obras como el Retablo de Orlier (h. 1468-1470) y, sobre todo, la famosa Virgen de
las rosas de la colegiata de San Martín, que había pintado en 1473 y que debió
de ejercer una profunda impresión en el joven artista. En esta obra Schongauer realizaba una clara superación de modelos
flamencos (aún está presente la huella de Van der Goes, por ejemplo, en La Natividad del Museo de Berlín-Dahlem) fundamentalmente por medio de su carácter, a la
vez intenso y monumental (la pintura, una verdadera pala de altar, mide dos
metros de alto).
Pero es
también un manifiesto de espiritualidad, influido por algunos de los textos
más importantes de la devotio moderna; en efecto, Tauler, Eckhardt o Suso eran
leídos con fervor por los pintores alemanes, y en estos escritos siempre
estaba presente la imagen de la Virgen como rosa mística, rodeada del jardín
del Paraíso. En la pintura de Schongauer tan
importante como el manto rojo de la Virgen, es la presencia de la naturaleza
paradisíaca, de sus hierbas, flores y pájaros, destacados sobre un irreal
fondo dorado. Una iconografía que Durero utilizará para rodear a algunas de
sus vírgenes, pensemos en la Virgen de los animales de 1503 de la Albertina de
Viena, para insertarla, sin embargo, en un ambiente mucho más naturalista.
Pero serán
sobre todo los grabados de Schongauer uno de los
puntos de partida de la obra dureriana. No cabe
ninguna duda de que ante obras como La Natividad, en donde el maestro introduce
la escena bajo la perspectiva de una bóveda gótica, algunas de sus
crucifixiones o la serie de la Pasión, Durero meditó largamente como elemento
de inspiración, así como lo debió de hacer ante figuras como el Santiago del
grabado La Batalla de Clavijo, que tanto nos recuerda a algunos de los jinetes
del Apocalipsis del artista de Nüremberg. El mundo de
gestos dramáticos, actitudes contrapuestas, superación del iconismo medieval y narratividad concentrada es ya el de Durero. Baste a estos efectos
comparar la imagen schongaueriana del San Juan de
Patmos, con la lámina de la que parte (la del maestro E.S., activo entre 1450 y
1467) para darnos cuenta de ello.
En Durero,
sin embargo, la experiencia del Renacimiento italiano dotará de una mayor
solemnidad y amplitud de espacios y lugares naturalistas y arquitectónicos a
la intensidad todavía medievalizante de Schongauer.
Ello es muy claro también si comparamos el San Miguel del mencionado maestro
E.S., todavía convencionalmente medieval, con el de Schongauer y, por fin, con el de Durero en una de las imágenes de su Apocalipsis, de
mucha mayor fuerza dramática y amplitud de gesto, y bajo el cual se desarrolla
un gran paisaje que no se inluye en el de Schongauer.
VENECIA
El contacto
artístico fundamental fue con la obra grabada de Mantegna y la de Pollaioulo cuya temática, tanto como su
manera de tratar el desnudo y el cuerpo humano en movimiento, eran
prácticamente desconocidos en el mundo nórdico del que procedía Durero.
Destacaremos, fundamentalmente, dos dibujos, uno, conservado en la Kunsthalle de Hamburgo, La Muerte de Orfeo y otro, El Rapto
de las Sabinas, del Museo Bonnat de Bayona. La
inspiración del primero de ellos es claramente mantegnesca,
tanto que se ha pensado si no es una copia de algún original perdido del
maestro; con el segundo estamos ante el mismo caso, aunque ahora la fuente de
inspiración es Pollaioulo.
En ambos
casos el origen de la disposición y el carácter de las figuras son, con toda
claridad, motivos de la escultura clásica. Se trata de dos dibujos de
aprendizaje y que nos manifiestan el interés que Durero muestra en Venecia por
el estudio de las formas antiguas, algo que no le era posible alcanzar en
Alemania. En ambos su deseo no es tanto la definición de un espacio, que se
suprime totalmente en el segundo de los mencionados, como la consideración de
las actitudes de figuras en movimiento según los modelos del clasicismo. En La
Muerte de Orfeo ello es claro en las dos figuras femeninas que apalean a
Orfeo, ambas en la misma postura, una vista de frente y otra de espaldas, así
como en la del protagonista, en la que la intención de Durero es el estudio de
un desnudo, uno de los temas que le obsesionarán a lo largo de toda su
carrera.
El carácter
mediático de los artistas italianos, que nos indica el
El dibujo a
que nos referimos es de 1495. Tres años más tarde, ya de regreso en Nüremberg, Durero realizó uno de los más extraordinarios
grabados de su juventud en lo que a estos temas se refiere. En efecto, sus
Hombres en el baño es un estudio del cuerpo humano desnudo, igualmente en
distintas actitudes y posturas, del que se ha señalado su cierto carácter de
ostentación de lo que había aprendido en Italia. Pero la obra no es sólo esto,
ya que ahora ha tratado de insertar las figuras en un espacio arquitectónico y
paisajístico perfectamente delimitado y que igualmente es definido por las
mismas posiciones de los cuerpos, un espacio de rigidez estereométrica,
deliberadamente sólido, y en el que el artista muestra ya no sólo su
inspiración, sino también su independencia con los modelos aprendidos en
Italia.
Todo ello
nos indica el carácter claramente educativo que este viaje al sur tuvo para
Durero, quien lo debió de concebir como un complemento indispensable del
anterior realizado a Basilea, Colmar y Estrasburgo. Lo realmente nuevo para un
alemán es el haber tomado la decisión, en principio sorprendente dadas las
circunstancias particulares de su vida, con un matrimonio realizado sólo pocas
semanas antes, del viaje al norte de Italia, y que nos indica el deseo de
renovación dureriano con su punto de mira en el
mundo del clasicismo renacentista. Nos indica, por otra parte, los dos polos
teóricos y prácticos en torno a los que hará girar su carrera hasta su muerte
y que fueron los ambientes germánico e italiano.
El
descubrimiento del hombre y el mundo
Con esta
famosa frase Jacob Burckhardt definió en 1860 (La Cultura del Renacimiento en
Italia), uno de los caracteres más comúnmente atribuidos al Renacimiento
italiano. Y aunque no es éste el lugar de discutir la pertinencia general de
la idea, sí lo es el de indicar que si, en estos años finales del sigloXV, hay un artista al que se le pueda aplicar es, junto a
Leonardo, Alberto Durero.
En realidad,
ambos contemporáneos ejemplifican de manera inmejorable y sorprendentemente
paralela lo más novedoso de este período de cambios. Los dos, interesados por
temas como el retrato, la autoconciencia del artista, la representación minuciosa exacta y precisa de la naturaleza y el
paisaje, el cuerpo humano proporcionado y en movimiento o la necesidad de la
teoría, marcan nuevas direcciones al arte. Ambos,
en suma, artistas estudiosos y enamorados de la ciencia, en un mundo todavía
lleno de contradicciones y tendencias diversas.
Durero
superó a Leonardo, sin embargo, en un punto como era el de la conciencia del
propio valor del artista no sólo como individuo, sino también como profesional
expresado no sólo a través de los escritos y la teoría, sino por medio de la
propia pintura. Pocos artistas, y desde luego, con anterioridad, ninguno, se ha
retratado tantas veces y con semejante intensidad como lo hizo Alberto Durero,
que inicia así la estela de hombres como Rembrandt, Van Gogh o Pablo Picasso.
Comenzamos
estas páginas mencionando el dibujo del niño Durero retratándose a una joven
edad. De 1493 es otro autorretrato, también dibujado, y conservado en el Metropolitan Museum de Nueva York
(Robert Lehman Collection).
Lo
extraordinario de esta imagen es no sólo la intensidad y expresividad del
rostro y mirada de Durero, sino que a éste, el artista haya añadido, con una
proporción y fuerza aún mayores, una mano, indudablemente la suya. El hecho
alcanza los caracteres de manifiesto. Recientemente se ha señalado cómo aquí
el tema del autorretrato se convierte en una auténtica actividad corporal, que
se basa en un sentido como el ojo —la mirada— y en un instrumento como la mano
vistos como útiles necesarios para la profesión artística (Koerner).
El énfasis
en estos dos aspectos nos explica la especial posición de Durero en un debate
que comenzaba a apasionar en los ambientes cultos italianos. Leonardo estaba
hablando de la importancia del ojo como instrumento esencial del pintor, el ojo
—había dicho— la belleza del universo a los contempladores refleja, es de tanta
excelencia que, quien consiente en su pérdida, se priva de la representación
de todas las obras de la naturaleza, cuya visión al alma
La mano, sin embargo, por su carácter de mayor instrumentalidad e inmediatez se consideraba como un complemento, necesario, pero no esencial. Así lo había expresado con claridad León Battista Alberti en el prólogo de su De Re Aedificatoria: Pero antes de seguir adelante, creo que he de explicar qué características debe reunir, en mi opinión, el arquitecto. En efecto, no voy a considerar como tal a un carpintero, a quien tú podrías poner a la altura de los hombres más cualificados de las restantes disciplinas: pues la mano de un obrero le sirve de herramienta al arquitecto. En el dibujo
de Nueva York, sin embargo, Durero no plantea una contraposición, sino más bien
un equilibrio entre el carácter espiritual de la mirada y el instrumental de
la mano, como queriéndonos indicar su deseo de no primar los aspectos
intelectuales de la pintura sobre los puramente profesionales y de oficio, sino
de lograr una armonía y correcta proporcionalidad ante los mismos.
Esta idea es
fácilmente corroborable si consideramos ahora otro autorretrato, unos dos años
anterior (Universitátbibliothek, Erlangen), en el
que las cualidades expresivas de la línea dibujada vuelven a enfatizar los
mismos términos: la mirada y la mano. La intensidad de la primera es, si cabe,
mayor que en el dibujo del Metropolitan Museum, así como el protagonismo de la mano. Esta, ahora
no separada y de distinta proporción, se apoya en el rostro. Con ello se nos
introduce en otro tema muy querido de Durero, y muy bien estudiado por Klibansky, Saxl y Panofsky, como veremos más adelante: el de la imagen
convencional de la melancolía y del artista como ser meláncolico y saturnino. Como en el caso de las imágenes caballerescas o en la de San
Jerónimo, Alberto Durero realizará una de sus obras más complejas sobre este
asunto del artista taciturno en otro de sus célebres grabados, Melancolía I.
De 1493 es
también su primer Autorretrato pintado (Museo del Louvre), realizado, como los
dibujos que acabamos de comentar, durante su estancia en Estrasburgo. La
pintura, menos introspectiva que estos últimos, nos presenta, sin embargo, al
Durero joven y orgulloso de su propia presencia; es indudable que el artista se
recrea en su aspecto físico, en su esbelto y elegante cuello, en su rostro y
cabellos, así como en sus manos de largos y también elegantes dedos que portan
una planta llamada Mannstreu, símbolo de la fidelidad
masculina. Nada ha sido olvidado para resaltar una imagen deliberadamente
bella y autosuficiente, ni el sombrero, ni el vestido a la moda del momento,
que se destaca sobre un fondo neutro y negro, sin que nada que no sea él mismo pueda
distraer nuestra atención.
Lo que no se
puede pintar: El Apocalipsis
En 1528,
cuando Durero ya había fallecido, Erasmo de Rotterdam escribía en sus Diálogos
de recta Latini Graecique sermonis Pronuntatione el
siguiente elogio del artista: El hecho de que Durero sea capaz de expresarlo
todo con un solo color, el negro, constituye otro más de los muchos motivos
por los que es digno de admiración. Las sombras, la luz, el brillo, todo
aquello en lo que se
La
naturaleza descubierta
Por otra
parte, las nuevas ideas en torno al arte, el concepto de que éste había de
tener una de sus fuentes en la naturaleza, no sólo habían prendido en los
artistas de Italia, sino que pronto fueron también patrimonio de algunos
pintores del Norte. Y Durero, prácticamente desde los comienzos de su carrera
de artista, se sintió atraído por el mundo que le rodeaba, un mundo compuesto
no sólo por personas humanas reales, sino también por campos, paisajes y
animales.
De la época
de su primer viaje a Italia conservamos una serie de acuarelas cuyo único tema
es el paisaje. Se trata de un grupo de apuntes y constituyen, junto a algunos
dibujos prácticamente contemporáneos de Leonardo, las primeras observaciones
de la naturaleza realizadas durante el Renacimiento. Habrá que esperar, sin
embargo, a las obras que Albrecht Altdorfer realizará
a lo largo de los años veinte del siglo XVI para
encontrarnos con las primeras pinturas independientes
La
naturaleza estudiada
Pero junto a
la observación, Alberto Durero nos propone una actitud todavía más
radicalmente novedosa: la del estudio. Ahora sí que nos encontramos en los
antípodas de cualquier consideración medievalizante ya sea de tipo decorativo o simbólico.
Es cierto
que el artista, en los márgenes dibujados del Libro de horas de Maximiliano
(sobre el que más adelante nos extenderemos), todavía nos plantea una imagen
decorativa de plantas y animales. Y de que en bastantes de sus grabados la
presencia del animal es todavía la del monstruo de origen medieval, y que
todavía iba a ser practicada con éxito no sólo por Schongauer,
sino por artistas posteriores como Matias Grünewald. Pero también lo es que a Durero debemos una
observación atenta, minuciosa, casi científica de multitud de plantas y
animales.
Muchos de
ellos aparecen como comentario alegórico o simbólico de imágenes de santos o de
la historia religiosa (pensemos en los innumerables leones que pueblan sus
distintas versiones del tema de san Jerónimo); pero se trata de animales
observados de una manera muy precisa y directa, que culminan en una serie de
láminas en las que el animal se representa por sí mismo, con precisión y
claridad escalofriante.
También en
este caso nos encontramos con que el animal en cuestión se inserta en
composiciones de tipo narrativo. Pensemos en el .Escarabajo de 1505, que
aparece en la Adoración de los magos de los Uffizi;
otras veces no es así, y su famoso Rinoceronte tiene ya un valor por sí mismo,
representado como rareza de la naturaleza.
Este interés
naturalista de Alberto Durero, con ejemplos tan espléndidos como el Cangrejo,
la Ardilla de 1502, la Morsa o sus frecuentes estudios de plumas de alas de
distintos pájaros, tiene una doble explicación desde el punto de vista de las
ideas de la época.
No se trata,
de ninguna manera, de precoces estudios de carácter científico —la lámina
naturalista como tal es un fenómeno del siglo XVIII—;
cuando hablamos de la actitud dureriana de estudio
nos referimos más bien a la idea renacentista de transposición precisa de la
naturaleza, de un experimentalismo a lo Leonardo, como parte de un concepto de
la naturaleza basado no sólo en elaboraciones mentales y teóricas (operaciones
propias de la mente), sino también en la práctica directa con la realidad
(propia de la mano). Volvemos a encontramos con la dialéctica ojo-mano que ya
hemos visto expresada en los autorretratos, ahora enfatizada al máximo: el ojo
de la precisa observación y la minuciosa ejecución manual. No cabe duda que el
interés de Durero por una representación casi fotográfica de plumas de ala,
pelos de la
El público
de Durero y las nuevas actitudes ante la obra de arte
La edad del
Humanismo no sólo produjo una nueva serie de formas y aun de géneros
artísticos, sino un novedoso tipo de artista. En realidad estaba sustentada por
un nuevo tipo de público que exigía a la obra de arte unas renovadas funciones.
A lo largo
de estas páginas nos iremos encontrando con la mayoría de ellas ya que la obra dureriana es, desde este punto de vista, un
observatorio privilegiado, pues no sólo renovó la pintura religiosa de su
tiempo, sino también, como estamos viendo, la imagen de la naturaleza, la del
poder político y la de la misma persona humana.
El círculo
de Durero abarcó no sólo a humanistas como Pirckheimer, Peutinger,
Conrad Celtis o, al final de su vida, Erasmo de
Rotterdam o Philip Melanchton, ni a políticos como Federico el Sabio o el
Emperador Maximiliano, sino también a los burgueses cultos de Alemania y,
sobre todo, de su ciudad natal: los Tucher, los Oswolt Krel, los Paumgartner, los Landauer, los Fugger, los Holzschuer, los Kleber...y
tantos otros.
La reforma
de la imagen religiosa
En estos
momentos de tan amplias mutaciones, las expectativas tanto de los comitentes de
las obras, como las de los propios fieles que las contemplaban en los distintos
lugares sagrados cambiaron ampliamente. De esta manera una sensibilidad
artística tan despierta e interesada como la de Alberto Durero se constituye en
el síntoma formal e ideológico de este tipo de problemas, y su carrera
artística puede interpretarse sin duda como la aportación más decisiva de su
época a la reforma de la imagen religiosa de la Centroeuropa de su momento.
Pintura
religiosa en Alemania en la segunda mitad del siglo XV
Cuando el
artista comenzó su actividad todavía no quedaban cronológicamente tan lejos
las obras de Stephan Lochner, que había nacido en Meersburg pero que estaba activo en Colonia durante los
años centrales del siglo XV. Todavía en 1520 su fama
no se había apagado pues Durero tuvo que pagar por ver su obra más famosa, la
Adoración de los Magos (Colonia, catedral), pintada en torno a 1442.
En esta
pintura Lochner se nos muestra como un artista
todavía medieval tanto por la manera convencional en que ha dispuesto la
escena, con la Virgen sentada en el trono sostenida por diminutos angelillos y rodeada de
personajes dispuestos simétricamente. No es solamente esta disposición frontal
del grupo, ni el fondo de oro sobre el que se destaca la escena lo que nos
induce a contemplar la obra de Lochner como una
pintura que, en cierta manera, mira al pasado, sino el sentido que adquiere en
el contexto de la Colonia de mediados del siglo XV .
Esta
Adoración de los Magos, más que expresar una idea de la religión más o menos
problemática, ha de interpretarse como un homenaje de la ciudad a sí misma:
Colonia se consideraba como la urbe que guardaba en una lujosa arqueta el
precioso tesoro de las reliquias de los tres Reyes Magos a los que,
naturalmente, tenía por patronos. La obra era tanto un objeto devoto como una
muestra del poderío económico de la urbe, que se enfatizaba en el lujo y la
vistosidad colorística de las vestiduras de los
personajes y en el énfasis, tan querido por cierta pintura de fines de la Edad
Media, en la minuciosa descripción de los objetos de orfebrería delicadamente
tallada, que aquí es perceptible en los regalos de los Magos, la corona y el
broche de la Virgen, y en la riqueza de las espadas de algunos de los
personajes.
El mismo
Stephan Lochner es autor de algunas de las más
famosas imágenes de vírgenes, como la Virgen del rosal (Munich,
Alte Pinakothek), en la que la continuación de la
idea de representar a la Madre de Dios encerrada en un jardín, verdadero hortus conclusus medieval, es
todavía muy perceptible.
Por estas
mismas fechas, Konrad Witz, procedente de Rottweil en Württenberg (Suavia), y activo en Basilea y Ginebra desde 1434, buscaba
dotar a sus pinturas de una coherencia espacial y narrativa ajena a las convenciones del
mundo gótico. Pero si sus perspectivas, no absolutamente convincentes desde
luego, nos introducen en el ambiente de las preocupaciones espaciales tan
querido del siglo XV , sus figuras tienen una cualidad
todavía seca y angulosa, que nos hace contemplarlas casi como esculturas. Hay
que esperar a los maestros de la segunda mitad del siglo XV ,
a los artistas de la generación inmediatamente anterior a Durero, para
observar cambios significativos en el mundo de la imagen religiosa, que
supongan avances definitivos hacia la modernidad. Es el caso, ya mencionado y
decisivo para la carrera inicial de Durero, de Schongauer,
así como el de Michael Pacher. Este último, a la vez
escultor y pintor, presenta una idea de la imagen muy cercana a la de los
escultores Veit Stoss o Tilman Riemenschneider, sobre
todo en una de sus obras fundamentales como es el Altar de San Wolfgang,
realizado entre 1471 y 1479, en cuya parte central esculpió, de una manera
todavía muy gótica y expresiva, el tema de la Coronación de la Virgen.
Más interesantes desde un punto de vista dureriano son las pinturas laterales en las que la lección espacial y vehemente de Mantegna es muy clara. Pacher, como haría Durero pocos años después, había visitado Verona y estudiado una obra como los frescos de la capilla degli Eremitani, realizados entre 1449 y 1454. En la Expulsión de los mercaderes del templo del mencionado altar de San Wolfgang, tan importantes como la escena propiamente dicha, resuelta con un grupo de gigantescas y expresivas figuras colocadas en un primer plano, es la parte de la derecha de la pintura. Se trata de la visión del templo, una estructura de construcción gótica, sin correspondencia con un interior real de este estilo, pero que le sirve para plantear un espacio fuertemente perspectivo y fugado, en el que destaca tanto el forzado escorzo de las escaleras, como el de la mesa en primer plano, todo ello, a la manera de Mantegna, visto de abajo arriba. Y algo parecido podría decirse de la otra pintura del altar, que representa una Adoración de la Virgen. Todavía más mantegnesco resulta su Altar de los padres de la Iglesia (Munich, Alte Pinakothek), de 1483, observado desde el mismo punto de vista, y en el que juega con la perspectiva a través del pavimento enlosado, y los atriles en los que descansan los libros de los protagonistas. La definición espacial, como en Mantegna, se logra a través de las arquitecturas que aquí, sin embargo, todavía son góticas. Todas estas
obras plantean un camino nuevo hacia una expresividad distinta a la utilizada
en la obra de un Lochner o de un Konrad Witz, así como el fin de una consideración icónica de la
imagen, en la vía de una mayor narratividad, signo de los tiempos plenamente
renacentistas que ya se anunciaban.
Problemas y funciones de la imagen religiosa: la devoción privadaLas
realizaciones de los artistas que acabamos de mencionar, así como la de otros
muchos, se inscriben en un mundo espiritualmente cambiante y que pronto había
de sufrir los embates de movimientos tan potentes como la Reforma y la
Contrarreforma, de consecuencias profundísimas en el campo de la imagen
artística. Ya hemos estudiado la postura de Durero con respecto al clima de
inseguridad y crisis de fines del siglo XV, al que
dio una profunda y fenomenal respuesta a través de su serie de El Apocalipsis. Pero los problemas que se estaban planteando desde el mismo siglo XV, y que tuvieron especial virulencia en los primeros años
del siglo XVI habían de ser otros y alcanzaban al
del mismo estatus, validez y legitimidad de la imagen sagrada como elemento
portador de valores y sentimientos religiosos. Como ha señalado Michael Baxandall, en la Alemania y la Europa de este momento la
idea general en torno al tema era del tipo de la ofrecida por autores como
Nicolás de Lyra en su Praeceptorium: desde el punto
de vista de la ortodoxia católica la utilización de imágenes religiosas estaba
de acuerdo con los mandamientos de la Ley de Dios. El fundamento de la
utilización de las mismas era triple: servir de enseñanza al pueblo iletrado,
facilitar la devoción y piedad del cristiano y ayudar de recordatorio y
memoria de las verdades de la Fe y de la historia sagrada. Las imágenes no
habían de ser vistas como ídolos, es decir, adoradas por sí mismas, sino como
vehículo y medio para lograr los fines anteriormente mencionados. Un escrito
publicado en Augsburgo en 1475, y recordado por el mismo autor, nos explica
cómo la adoración no debía tener una justificación en la misma imagen
concreta, sino en lo que ésta representa.
Esta
valoración positiva de la imagen se matizaba fuertemente no todavía por
movimientos iconoclastas, fenómeno más tardío de un si
La devotio moderna no se situaba en polémica con la imagen
religiosa, pero la matizaba fuertemente, como hará poco más adelante un Erasmo
de Rotterdam. Más bien buscaba un tipo de figuración en la que el fiel se
representara en directo e íntimo contacto con la Divinidad, sin
intermediaciones ceremoniales y eclesiásticas, como sucede en tantas pinturas
del mundo flamenco durante el siglo XV.
La postura
de Durero
La parte
central de la obra nos muestra la clara superación que Durero ha realizado de
los modelos flamencos por medio de la asimilación de las fuentes italianas,
fundamentalmente Mantegna y Squarcione. A través de una apertura pétrea, marcada por la
fuerte perspectiva de los dos pilares de derecha e izquierda se introduce al
espectador en el grupo principal que aparece deliberadamente desligado del
espacio posterior. Al igual que la Virgen, que mira con una concentración y
absorción poco usual la figura del Niño, el observador es inducido a una
similar e inmediata contemplación de la misma. Nos encontramos ante un buen
ejemplo plástico del moderno modo devotional al que
nos referíamos más arriba, por el que el fiel es invitado a adorar la figura
humana de Cristo que, deliberadamente, se vuelca hacia el exterior de la obra,
es decir, el campo visual del espectador. Este primer plano no puede ser más
expresivo; formado por tres elementos, todo nos viene a indicar un similar
juego: la mirada y la actitud de la Virgen nos lleva hacia la figura del Niño
mientras que el tercero de los elementos a que nos referimos, el libro, pintado
en fuerte perspectiva, parece como abandonado por la Virgen, fuera del juego
de tensiones de las dos figuras, como si se nos quisiera decir, a la manera que
recomendaba Kempis, la perfecta prescindibilidad de
todo aquello que no sea una relación directa entre el fiel y la humanidad de
Cristo.
Por eso,
igualmente, el espacio posterior aparece, a la vez que muy subrayado por la
perspectiva, fuera del campo visual del primer plano. El mundo de lo real y
tangible queda fuera del de la oración; e incluso las alusiones a lo
sobrenatural, en forma de los angelillos que pueblan la obra, algunos de los
cuales tratan de coronar a la Virgen, se pintan en un sistema proporcional
mucho menor y fuera de las leyes generales de la pintura.
También
completamente exteriores a la misma están los dos santos, probablemente
añadidos por Durero en 1504, es decir, diez años después de realizada su escena
central; ellos representan ahora la parte del espectador, concentrado en sí
mismo en el caso de san Antonio, y sumergido en la contemplación de la escena
central el san Sebastián, mostrando las dos posibilidades de reacción ante el
tema de lo sagrado.
Junto a los
grandes retablos alemanes de finales de siglo, aptos para la representación
pública de una fe colectiva y en los que se extendían amplios programas y
escenas de tipo religioso, la tabla de devoción privada se había extendido
ampliamente a lo largo de todo el siglo XV . En ello,
los grandes pintores flamencos se habían constituido en excelentes maestros.
Este tema
será también uno de los favoritos de Alberto Durero a
En esta
pintura Durero opta por una imagen solemne y distanciada de la Virgen que mira
hacia el exterior del cuadro con expresión triste, que ha sido interpretada
como una premonición de la Pasión de Cristo. Colin Eisler ha realizado una complicada exégesis de la obra desde este punto de vista: el
mármol del primer plano, que resulta mayor que el habitual parapeto de tantas
pinturas norteitalianas de fin del siglo XV, aludiría a la tumba de Cristo; éste, con una pera en la
mano, simbolizaría a un nuevo Adán, y su pie en avance se referiría al camino
hacia el Gólgota. El paisaje posterior, con el jardín y el castillo cerrado,
son referencias a la castidad de la Virgen. Sea o no cierta esta
interpretación, es bien claro el carácter melancólico y meditativo de la obra,
muy apta para el lugar privado para el que fue pintada, y nos vuelve a sugerir
esas ideas devocionales en torno a una imagen religiosa que expresara lo
íntimo y particular que debe ser la oración del cristiano.
La Gran
Pasión
Si el ya
estudiado Apocalipsis era el signo más claro de las preocupaciones de la
crisis del fin de una época, en la historia de la Pasión de Cristo tanto Schongauer como Durero encontrarían el medio de expresión
de los dolores humanos encarnados en el sufrimiento del Salvador.
El primero de estos artistas había realizado una serie de planchas del más alto interés dramático como su famosa Gran subida del Calvario, una obra en la que, alrededor de la figura caída de Cristo y el indudable protagonismo de la propia cruz, se agrupan toda una serie de verdugos y sayones, en el que el juego de sus expresiones grotescas, ridiculas y crueles, están en profundo contraste con la expresión de dolor no sólo físico, sino también moral del primero. Este tema de
lo grotesco, que estaba siendo desarrollado en una
El drama de
la Pasión, sin embargo, se hará más solemne en Durero. Al filo del nuevo
siglo, entre 1497 y 1500 (aunque no aparecerá hasta 1510, cuando le añada
cuatro nuevas planchas y un frontispicio), el artista de Nüremberg realiza su segunda gran serie de estampas xilografiadas:
la Gran Pasión. Con anterioridad (hacia 1495-1496) había ya experimentado el
tema en la denominada Pasión Albertina, muy dependiente todavía de Schongauer, pero no será hasta esta nueva serie cuando
Durero reflexione en profundidad ante la historia fundamental de la salvación
del cristiano escrita en las páginas del Nuevo Testamento. Solemnidad y dolor
son los ejes con los cuales Durero articula el conjunto, formado inicialmente
por doce planchas.
Solemnidad
que comienza en La Ultima Cena y se cierra en la estampa de la Resurrección,
ambas centradas en la figura de Cristo. Una imagen de la que emergen rayos
esplendentes que, en la primera de ellas, iluminan la amplísima arquitectura
que, vacía, ocupa casi toda la mitad superior de la estampa; protagonismo del
espacio y de la arquitectura, un tema que no había aparecido en el Apocalipsis,
pero que será muy relevante en la posterior Vida de la Virgen. Solemnidad y
dignidad también en la escena de la Flagelación, donde Durero se desprende de
anteriores inspiraciones schongauerianas, para
presentarnos una escena centrada por la vertical del Cristo apoyado en la
columna. Pero también, como decimos, dolor. Es otra vez el dolor físico del
Prendimiento y el moral de la Oración en el huerto, donde ahora el papel
protagonista lo adquiere la naturaleza abigarrada y hostil en la que incluso
parece perderse la figura de Cristo. Como en las dos pinturas realizadas en
estos mismos años con el tema del Descendimiento (Munich,
Alte Pinakothek; Nüremberg Germanisches Museum), la
naturaleza ha dejado de ser un tema de observación como en las acuarelas del
primer viaje a Venecia, para convertirse en un entorno imaginario en la estampa
y real en las pinturas, que acompaña en su dramatismo y conmoción al cuerpo ya
muerto de Jesucristo, y la expresión dolorosa y compungida de los santos
varones y mujeres.
Si nos
fijamos detenidamente en el Descendimiento Glimm, el
conservado en Munich, la relación de las figuras con
su entorno físico y con el del mismo espectador es, en cierta manera, similar
al de la Virgen con el Niño para el elector de Sajonia ya comentada. No hay
comunicación perspectiva convincente entre el compacto grupo en torno a Cristo,
deliberadamente compuesto en forma de pirámide, y el paisaje posterior; el
grupo, centrado en torno al obvio protagonista, se vierte hacia el observador,
y el fondo nos separa de él. La relación entre el paisaje extrañamente
iluminado y coronado por un negro
nubarrón, denotando inquietud y dolor, y el grupo del primer término es más
psicológica que real y ha de ser establecida por nosotros mismos que hemos de
sumergirnos dolorosa, pero también analíticamente, en la escena total. Es una
llamada a la piedad y a la inteligencia, en el que hemos de ver lo más sutil
de esta aproximación moderna a los sentimientos religiosos que nos propone el
artista Alberto Durero.
Durero y los
humanistas
En medio de
su composición El Martirio de los diez mil (Viena, Kunsthistorisches Museum),
realizada en 1508 para el elector de Sajonia Federico el Sabio, uno de sus
clientes más habituales, Alberto Durero se autorretrata vestido con la
suntuosidad que le proporcionaba su manto francés comprado en Venecia, junto a
un personaje, probablemente su amigo el humanista Conrad Celtis. La obra, de concepción un tanto confusa y abigarrada,
repetía un modelo grabado por el propio artista diez años antes (en el que no
están, sin embargo, estos retratos), y representaba el martirio de diez mil
cristianos en Bitinia, en el siglo IV, a consecuencia
de la promulgación del edicto de Diocleciano.
No nos
interesa ahora tanto la obra en sí como el hecho significativo de la aparición
del autorretrato del artista en compañía de uno de los humanistas más
importantes de la Alemania de su momento, y del que ya hemos hablado en la
introducción. Uno de los elementos más novedosos en la actitud de Durero hacia
las artes y hacia el mundo de la cultura en general es su manera de
aproximación intelectual y profundamente reflexiva. La superación del ambiente
artesanal en que se había desarrollado la actividad artística durante la Edad
Media, poco a poco va cediendo frente al impulso de muy concretos ambientes y
personalidades, fundamentalmente italianas. La actitud italiana y renacentista
hacia las artes pasaba por una profunda interconexión entre artistas y
humanistas, como sucedía en el mundo de las cortes de Italia, y comenzaba a
suceder en otros lugares como España, Francia e Inglaterra.
Willibald Pirckheimer
En 1503 el
pintor realizó un dibujo con la efigie de Willibald Pirckheimer (Berlin, Kupferstichkabinett)
y en 1524, cuando el humanista contaba 53 años, una espléndida plancha, la Bilibaldi Pirkeymehri effigies, tal como reza su amplia inscripción latina
firmada con el anagrama AD, que continúa de la siguiente y elocuente manera: Vivitur ingenio caetera mortis erunt, muy expresiva de las convicciones humanistas y
culturales tanto del representado (que utilizó esta imagen en algunos de sus
libros), como del autor.
El interés dureriano por el humanismo es patente a lo largo de toda su
carrera. Ya hacia 1495-1496 había realizado una miniatura en pergamino, que fue
incorporada en una edición veneciana de los Idilios de Teócrito (Nueva York,
Ian Woodner Family Collection), con la representación de unos pastores músicos
en su borde inferior. La imagen no puede resultar más expresiva del ambiente
cultural que interesaba a Durero, incorporando su versión de una escena
idílica en el margen de un libro impreso con la tipografía griega. Y no
olvidemos que el mismo Willibald Pirckheimer añadió
un epílogo al tratado teórico del artista Los Cuatro Libros de la Proporción
humana.
Escenas
mitológicas
La actividad
de Durero como teórico, a la que nos referiremos con amplitud en un siguiente
capítulo, es la expresión más clara de su idea humanista y científica del arte,
que ha sido frecuentemente comparada con la de Leonardo. Pero es en su obra
gráfica en la que estos intereses aparecen con mayor nitidez. Ya hemos
mencionado sus ilustraciones juveniles a las obras de Terencio y cómo,
producto de su primer viaje a Italia, había estudiado a maestros como Mantegna o Pollaiuolo y había
introducido el género mitológico en su producción.
Aunque sin
el amplio interés por este tipo de figuración que aparece en algunos de sus
contemporáneos como Botticelli o Rafael, son bastantes numerosas las planchas durerianas de tema mitológico. En 1502, muy en relación con
una imagen del veneciano acomodado en Nüremberg Jacopo de Barbari, realizó su
versión del tema Apolo y Diana, en realidad un estudio de desnudos masculino y
femenino y de los efectos de la calma —en Diana— y del tenso movimiento
—Apolo— en la anatomía humana.
El mismo año realizó su extraordinaria Némesis o Fortuna, un desnudo femenino visto de riguroso perfil y en el que, como señaló Panofsky, se ha seguido el canon de proporciones vitruviano; por su parte Kurt Giehlow indicó en 1902 la relación entre la imagen y el poema Manto de A. Poliziano de 1482. La estampa alcanzó fortuna en Italia y Vasari la menciona en una de sus referencias al pintor alemán. Pero el
artista ha realizado una versión muy particular del tema clásico de la
Fortuna. En efecto, siguiendo las indicaciones iconográficas de procedencia
literaria de autores como Poliziano, la
interpretación figurada es absolutamente dureriana:
tanto la idea de belleza del cuerpo femenino, como su extraña colocación sobre
la inestable esfera y el papel compositivo y equilibrador de las alas y el
manto de la alegoría, nos indican que estamos ante una estética muy diferente a
la propuesta por los italianos. A ello hay que añadir el amplísimo paisaje
inferior —que se ha identificado con la ciudad italiana de Chiusa,
situada en los Alpes, y por la que pasó el artista en su segundo viaje a
Italia—, visto desde una perspectiva en alto que permite una imagen panorámica
del lugar: estamos ante una idea muy cercana a la del paisaje cósmico, tan
querido por los pintores del norte como Patinir o Altdorfer, pero precisada con los términos de la realidad
de una visión en absoluto ficticia del mundo.
Pero es la
combinación de la monumental figura y el paisaje inferior, de proporciones y
punto de observación tan distintos, lo que facilita el impacto de la obra en
la mente del observador, y le presta su más profunda originalidad.
En 1498,
Alberto Durero había dado ya, sin embargo, muestras de interés por el mundo del
pasado de manera independiente a las obras de Mantegna y otros italianos. En su Monstruo marino, que ha sido interpretado en algunas
ocasiones como una iconografía clásica, muy posiblemente se haya inspirado en
un cuento popular recogido por el humanista Poggio Bracciolini.
Sea cual fuere la fuente inspiradora, lo cierto es que el cuerpo desnudo del
monstruo —el elemento que domina la escena—, tiene su origen en observaciones
de Durero en torno a la estatuaria clásica.
Lo mismo
sucede con la magnífica versión de un tema tan querido por el humanismo como el
de Hércules en la encrucijada, también realizada en 1502. Panofsky señaló su fuente literaria en Jenofonte, y Kollob la
inspiración para algunas de sus figuras en el libro de Benedictus Celidonius: Voluptatis cum virtute Disceptacio Heroicis Lusu versibus. Se trata de una
obra que mereció igualmente las alabanzas de Vasari, quien consideraba que la
perfección de la obra era la máxima que pocha ser alcanzada por medio del
grabado, y en ella, su autor, vuelve a interesarse por el estudio de las
figuras desnudas en distintas actitudes y movimientos, en un ambiente en el que
recrea a su peculiar manera el mundo clásico de héroes, dioses, ninfas y
sátiros.
Pero el
humanismo de Durero y sus amigos se incluye plenamente dentro de la idea ya
mencionada del humanismo cristiano. La religión cristiana, sus misterios y sus
historias, ha de ser renovada desde los presupuestos de la nueva ética y
filosofía clásica, produciéndose así esa deseada concordatio,
que tan excelentes resultados estaba ofreciendo en determinados ambientes
italianos.
La
perfección del cuerpo humano
Es desde
este punto de vista desde el que hay que observar algnas de las obras de arte
capitales del género religioso de Alberto Durero. Situado bajo el prisma
de la renovación de la imagen religiosa en el momento de la prerreforma,
el artista, que ya había dado amplias muestras de su interés por el tema en
algunas de las pinturas analizadas con anterioridad, y en series de estampas
como las de la Gran Pasión, emprende un conjunto de obras en los inicios del
siglo XVI que constituyen su aportación al debate de
una imagen formalmente clásica, basada en los supuestos del humanismo cristiano
que venimos comentando.
En el campo
del grabado sobre metal habría que destacar sobre todo su famoso Adán y Eva,
firmado y fechado en 1504. Estamos ante una consciente aplicación de algunos de
los intereses más conspicuos del clasicismo como son la representación del
cuerpo humano desnudo, del estudio anatómico y de la acomodación al mismo de la
teoría de las proporciones. Todos estos aspectos están presentes en las
preocupaciones de Alberto Durero quien, no lo olvidemos, habrá de escribir un
tratado llamado Los cuatro libros de la proporción humana. El asunto bíblico
de Adán y Eva se utiliza casi como pretexto para mostrarnos un estudio de los
temas que acabamos de mencionar; repetidas veces se ha señalado cómo Durero se
ha servido de la historia religiosa para equiparar formalmente a Adán con Apolo
( y en la estampa
la relación con el Apolo del Belvedere es muy patente) y a Eva con Venus. Los
paradigmas de la belleza masculina y femenina del clasicismo se aplican ahora a
la historia de nuestros primeros padres bíblicos; con ello no sólo se lograba
una interpretación clasicista del asunto muy distinta a la que estaba
proponiendo un Lucas Cranach en la Alemania de
inicios del siglo XVI, sino que se planteaba la
De igual
manera una de las aspiraciones más queridas de la teoría humanística de la
pintura desde los tiempos de León Battista Alberti como era la de la inserción
en un ambiente lógico y perspectivo de las historias sagradas fue estudiado
repetidas veces por Alberto Durero en relación, por
ejemplo, con la temática de la adoración de los pastores o de los Reyes Magos.
Ello es muy claro en obras como el Altar Paumgarten (Munich, Alte Pinakothek),
realizado hacia 1498 y, sobre todo, en la Adoración de los Magos (Florencia, Uffizi), fechada en 1504, encargada otra vez por Federico
el Sabio, elector de Sajonia, para la Schlosskirche de Wittemberg. Se trata de una pintura realizada con anterioridad al segundo
viaje a Venecia de Durero y en ella el artista recoge y elabora de una manera
totalmente creativa las lecciones del Renacimiento italiano: la luz clara y
difusa, así como el colorido no se explican sin el conocimiento de las pinturas
de la escuela de Venecia y el paisaje no se articula como un mero fondo, sino
como un auténtico y convincente espacio perspectivo por medio de la
arquitectura. Y ello no sólo por la fuga de los dos escalones de la izquierda,
sino sobre todo a través de una obsesiva insistencia en el tema del arco de
medio punto, del que se realiza todo un estudio de sus distintos puntos de
vista. Para lograr este ambiente clasicista Durero no recurre tanto a una
descripción de ruinas clásicas, sino simplemente a una arquitectura sin
estilo, cuya única referencia a la Antigüedad es la constante aparición del
medio punto, logrando de esta manera una sensación de profundidad escalonada
hacia el paisaje, sin el abuso, como sucede en la tabla central del Altar Paumgarten, de las líneas de fuga. Es en este espacio donde
ha colocado a las figuras protagonistas, a las que dota de una gran
monumentalidad a pesar del no excesivo tamaño de la obra: serenidad, equilibrio
compositivo, mesura, estabilidad y proporción, son los caracteres formales de
una tabla en la que su autor supo integrar con habilidad un momento clave de
la leyenda cristiana en los parámetros más queridos del humanismo pictórico.
El orden de
la imagen sagrada
Por estas
mismas fechas, entre 1502 y 1505, Alberto Durero grabó otra de sus grandes
series xilográficas como es la de la Vida de la Virgen, 19 estampas a las que
con posterioridad añadió un magnífico frontispicio. En ellas es patente el
esfuerzo por lograr una clarificación de la historia sagrada a través no sólo
de la monumentalización de las figuras sino, sobre todo, por medio de la
arquitectura. Como ya había sucedido en alguna de las estampas de la Gran
Pasión, esta última se convierte en protagonista y agente activo de la obra,
ahora en la práctica totalidad de la serie. La arquitectura no sólo es un medio
para lograr la deseada profundidad e ilusión de una tercera dimensión, sino
encuadre necesario y distanciador de lo que se representa ante los ojos del
espectador. Si hay algunas escenas en las que la arquitectura desaparece ante
la presencia del paisaje (Oración en el Huerto, Huida a Egipto), y el
observador es introducido de manera en cierta forma directa, en otras, como La
Visitación o La Anunciación, la presencia de este elemento no sólo es visible
en la acción misma, sino que, al desplazarse a los bordes del grabado, sirve de
encuadre con evidente función distanciadora. El
orden al que aludíamos no lo es, por tanto, sólo de las figuras, que alcanzan a
menudo un evidente grado de monumentalidad, sino también un orden mental del
espectador, sometido a un proceso distanciador y de racionalización de la
mirada implícito en la teoría albertiana de la
pintura como ventana.
En este
proceso tan querido por Durero tanto en esta serie como en alguna pintura como
la Adoración de los Magos de los Uffizi, se sigue una
idea opuesta a la que proponía Altdorfer en sus más
famosas pinturas de paisaje. Si en ellas, pensemos en su San Jorge y el dragón
de la Alte Pinakhotek de Munich,
la naturaleza, hasta el momento desplazada como ilustración en los márgenes de
las páginas de los libros, se convierte en protagonista y en sistema envolvente
de aquello que se representa, en Durero el tema del margen (ahora no con la
naturaleza, sino con la arquitectura) se utiliza a la italiana como elemento
indicador de la distancia, y marco pintado e integrado en el espacio de la
representación. De esta forma se indica el papel del observador como elemento
extraño a la misma, pero profundamente importante como ordenador racional de
la misma a través del ojo como órgano de método a través de la perspectiva. La
idea culmina en la estampa de La Presentación en el templo: la arquitectura ya
no es simple borde o marco exterior, sino clasicista elemento erigido en
protagonista, configurador como lo es en algunos de los cartones de tapices
de Rafael y claro preludio de algunas de las imaginaciones más radicalmente
puristas de Nicolas Poussin.
La cualidad
sagrada del artista
Con
anterioridad a algunas de las obras que ya hemos mencionado, y como verdadero
frontispicio de la nueva época que se anunciaba (Leo Koerner), Alberto Durero
realiza en la emblemática fecha de 1500, el más famoso de sus autorretratos, el
conservado hoy día en la Alte Pinakhotek de Munich.
Sólo dos
años antes había continuado su autointrospección con
el conservado en el Museo del Prado de Madrid, indudablemente una de sus obras
maestras, pero ajeno a la profunda carga ideológica y conceptual del de la
galería de Munich.
En este
último, el elemento que en primera instancia nos llama la atención es la
absoluta frontalidad de la imagen, una idea que se había abandonado para
representar el rostro humano desde la Edad Media. Alberto Durero mira
fijamente al espectador, mientras sus finos y rizados cabellos caen
elegantemente sobre sus hombros y su mano derecha acaricia con unos dedos muy
estilizados la lujosa piel de su manto.
La
frontalidad viene subrayada por el énfasis compositivo de las líneas maestras
de la obra, que la articulan por medio de una serie de triángulos, y la
ausencia de cualquier elemento perspective en el
fondo, una simple superficie negra.
Dos
inscripciones, situadas a derecha e izquierda del rostro, las dos a la misma
altura, que es la de los ojos, acentúan el deseo de simetría y sencillez y nos
informan sobre el autor (a través del monograma) y la fecha (1500), a la
izquierda, y a la derecha, sobre el representado: Albertus Durerus Noricus, ipsum me propiis sic ejfingebam coloribus aetatis, anno XXVIII.
Lo extraño
de la idea de este orgulloso autorretrato ha hecho correr multitud de
interpretaciones acerca de su significado. Como ha señalado Panofsky,
el indudable paralelismo que Durero quiso realizar entre su figura y algunas
de las más habituales de efigies de Cristo, no ha de ser considerado como algo
problemático ni blasfemo, sino como una declaración religiosa de su autor,
inspirado en la teología de la Imitatio Christi.
En efecto
Van Eyck había realizado una famosa imagen del Salvador siguiendo esta misma
postura frontal, en una idea que, por lo demás, era habitual en las
representaciones medievales del rostro de Cristo estampado en el paño de la
Verónica. Por otra parte, artistas italianos de finales del siglo XV , sobre todo en la zona del norte de Italia como, por
ejemplo, alguien tan próximo a Durero como Jacopo de Barbari, habían extendido una iconografía medieval de
Cristo como Salvator Mundi,
igualmente muy similar. Es evidente, por tanto, la intención de Durero de
aproximar su rostro a esta iconografía de Cristo, ya muy consagrada por la
tradición.
La imagen
del artista como un icono ha de unirse a la ya comentada y profunda
geometrización de la obra. La idea ha sido estudiada en profundidad por Fritz Winzinger quien afirma cómo es sobre todo la majestuosa
forma del triángulo equilátero, en la que parecen reunirse armoniosamente la
serenidad y el afán de perfección, la mesura y la fuerza, lo terreno y lo
sobrenatural, la que presta al rostro una expresión sublime y grandiosa. Esta
insistencia en la geometrización del rostro ha de ser relacionada con los
deseos racionalizadores de la imagen de la figura humana que constituyen una de las preocupaciones
esenciales de Durero, y que se agudizarán, sobre todo, a partir de su segundo
viaje a Italia.
Así pues, en
la imagen, Durero nos presenta una de las más radicales
declaraciones que se hicieron durante el Renacimiento acerca del nuevo carácter
intelectual y sabio del artista. Este es un ser perfecto, y por ello se puede
integrar su figura en un triángulo equilátero, una de los elementos
geométricos considerados como tales (en una operación similar a la realizada
con el cuerpo humano en alguno de los dibujos de Leonardo); y esta perfección
le acerca a la Divinidad (donde la excelencia se une a la hermosura), debido al
poder creador que en sí mismo tiene la actividad artística. De ahí la alusión a
esta iconografía cristiana, y la insistencia en una parte del cuerpo como es la
mano (instrumento del oficio del artista), algo que ya sabemos obsesionaba a
Durero desde sus primeros autorretratos.
La obra, en
la que, a la manera de la filosofía de Nicolás de Cusa se unían la geometría y
la matemática con ideas religiosas (algo que también sucedía en escritos
contemporáneos como los de Lucca Pacioli), es, sin duda, el mejor ejemplo del inicio de una nueva
época y una declaración radical acerca del carácter divino de la creación
artística. Y ello no sólo por los ya mencionados paralelismos con anteriores
obras de la Vera imagen de Cristo, sino por su calidad, de icono. Como ha
señalado Leo Koerner, la alusión a este género pictórico y a la idea de imagen
sagrada se refiere al pensamiento medieval de una obra no hecha por manos
humanas, sino merced a la actividad divina; una actividad que es producto de un
esfuerzo intelectual y espiritual y en modo alguno manual, basado en la idea de
que Cristo realizó su propia imagen (vera icono) sin intervención de manos
humanas, de forma autónoma, en una actividad instantánea y en sí misma
perfecta.
Así debe ser
y así es la acción del moderno artista, y de esta manera nos lo muestra Durero
en la obra del museo de Munich. Las reflexiones del
artista acerca de su propia imagen y del carácter intelectual de su actividad
no terminaron con el Autorretrato de Munich, sino que
culminaron en uno de sus más famosos grabados, el célebre Melancolía I de 1514,
aunque aquí no se trata de ofrecernos tanto su imagen como la de una compleja
alegoría acerca de la actividad artística e intelectual desde el punto de vista
de la filosofía del Renacimiento, y sobre ella nos extenderemos en otro lugar.
Durero ya no
volvió a realizar ninguna otra pintura individual de su rostro, aunque sí lo
volvemos a ver en algunos de sus más emocionantes dibujos. Alrededor de 1503
se retrató en un dibujo conservado en la Staatliche Kunstsammlung de Weimar, donde le vemos aparecer desnudo,
con una ostentosa presencia del sexo, cortado hacia las rodillas; también
desnudo, aunque en esta ocasión con su sexo tapado, volvió a retratarse hacia
1512-13. Se trata de un dibujo con fines aparentemente prácticos, pues la obra
servía para señalar al médico el lugar de sufrimiento y dolor en una reciente
enfermedad (Bremen, Kunsthalle). Por fin, y ya en
1522, volvió a autorretratarse como Cristo, ahora sufriente, en su
Autorretrato como Ecce Homo (Bremen, Kunsthalle). En todas estas obras, ha cambiado radicalmente
la estrategia autorrepresentativa: el artista ya no
es el ser orgulloso, idealizado y autoafirmativo de
las pinturas, sino el hombre que acentúa su presencia física con gesto
doloroso y sufriente. Ello es claro en el primero de los dibujos citados, pero
también, y sobre todo, en los dos últimos, en los que la autocomplacencia en
la aflicción es tan clara que, en el último de ellos, volviendo, pero
transformándola completamente, a la idea del Autorretrato de 1500, el artista
otra vez se compara a Cristo. Es, sin embargo, el Cristo de la Pasión, el Ecce Homo herido y afligido (uno de los temas favoritos de
Durero), imagen insuperable del artista moderno, en lo que ahora se hace
hincapié.
El segundo
viaje a Venecia
Afines de
1505, y durante quince meses, Alberto Durero emprendió su segundo viaje a
Venecia. La estancia, de la que estamos muy bien documentados por las diez
cartas que desde allí envió a su amigo Pirckheimer,
constituye una prueba más de la nueva actitud de un artista en el ambiente del
Renacimiento. No sólo fueron sus deseos de visitar de nuevo la ciudad que le
había acogido unos años antes, y en la que se estaba produciendo una de las
grandes transformaciones artísticas de la época, los motivos que le indujeron a
este segundo desplazamiento, sino la estricta defensa de sus intereses
económicos y de propiedad intelectual. Sabemos por Vasari, tal como nos lo
narra en la vida de Marcantonio Raimondi, que algunos
artistas, entre ellos este último, utilizaban sus grabados para copiarlos. Y
esto no sólo en su composición, sino incluso en su célebre monograma; el
artista acudió a Venecia en defensa podríamos decir de su copyright que se
veía dañado por estas actividades. Además, la mencionada serie de cartas es el
primer testimonio de este tipo que conservamos de un artista del norte durante
la Edad Moderna, en una actividad que sólo será superada, un siglo más tarde,
por Rubens.
En la ciudad
italiana existía, por otra parte, una amplia comunidad de alemanes, la mayoría
de ellos comerciantes, que tenían su sede en el Fondacho dei Tedeschi, un edificio levantado por el
arquitecto Girolamo Tedesco, y que fue decorado con
unos célebres frescos, hoy casi totalmente perdidos, de Giorgione y de su joven discípulo Tiziano (Venecia, Museo de la Ca D’oro).
En Venecia, Durero fue recibido como un artista famoso, y el entusiasmo por
esta recepción se trasluce en algunas de las cartas a Pirckheimer ya mencionadas. En la Serenísima República era considerado un señor, como él
mismo dice, contrastando el distinto aprecio que por la actividad artística se
tenía en Italia, a diferencia todavía del resto de Europa. Y en la misiva
enviada el día 7 de febrero de 1506 expresa su alegría por encontrarse rodeado
de amigos y pintores que alegraban su corazón, y a los que califica de
inteligentes, educados, amantes de la música y conocedores de la pintura. Sin
embargo, no duda en añadir, algunos de ellos son enemigos míos, y copian mi
obra en iglesias..., lo que no es óbice para que Sambelling (Giovanni Bellini) alabe sus obras delante de algunos nobles; más adelante
informará de la calurosa recepción que el Patriarca de Venecia Antonio Soriano
y
Nuevas
perspectivas
Por otra
parte, el interés del artista por los aspectos científicos de la pintura, así
como por sus fundamentos teóricos, le llevó no sólo a adquirir un ejemplar de
la Geometría de Euclides, sino a viajar hasta Bolonia, donde pretendía aprender
los secretos del arte de la perspectiva. En este momento de madurez de su
carrera empezó a concebir la idea de escribir un tratado sobre este problema,
cosa que hará en los últimos años de su vida. E incluso en 1506 realizó una
corta estancia en Roma sin consecuencias posibles sobre su posterior actividad
pictórica ya que en estos momentos sólo estaba comenzando la gran eclosión
artística de la ciudad bajo el patrocinio de los papas Julio II y León X.
De su
estancia en Venecia conocemos algunos excelentes retratos, como el Retrato de
una mujer (Berlin-Dahlem) y el Retrato de una
veneciana (Kunsthistorisches Museum,
Viena), en los que son indudables los reflejos de la concepción del rostro de
Giovanni Bellini. Ello es claro sobre todo en el primero de ellos, en el que
Durero, abandonando por un momento el detallismo y sentido dibujístico
minucioso de artista del norte al pintar, por ejemplo, los cabellos, realiza
una pintura deliberadamente mucho más tonal en la que predomina la suave
transición y modelado belliniano entre luces y
sombras.
El hecho no
deja de tener importancia y significación. Cuando años más tarde, en 1532,
Joachim Camerarius, traductor al latín de las obras
teóricas de Durero, escribe un prefacio a sus Cuatro libros sobre la
proporción humana, tras alabar la extraordinaria habilidad de la mano del
artista y su maestría en componer detalladamente no sólo las diferentes partes
de la composición, sino incluso las diferentes partes de los cuerpos, y
ponderar la precisión de su pincel con el que era capaz de pintar las más pequeñas
cosas, nos narra la historia sucedida entre él y Giovanni Bellini en Venecia.
El veneciano
admiraba el arte de Alberto y sobre todo su capacidad para pintar con finura y
delicadeza los cabellos, pidiéndole uno de sus finos pinceles con los que
realizaba este tipo de obras. Durero le mostró varios de ellos y la sorpresa de
Bellini fue enorme al comprobar la normalidad y habitualidad del instrumento
con el que, en presencia de su amigo y ante su estupor, volvió a pintar un
trozo de finos y sinuosos cabellos. La historia es expresiva de la distinta
actitud ante la pintura que distinguía a los artistas del norte y a los de la
escuela de Venecia, una diferencia que más adelante conoceremos
La Virgen
del Rosario
Ludwig Grote, al que se debe uno de los mejores análisis de la
obra, nos explica el nuevo procedimiento seguido por Durero. Si técnicamente
adopta la manera veneciana de dibujar con el pincel sobre un papel azul con
realces blancos, la concepción de la pintura se consiguió a través de toda una
serie de elocuentes dibujos preparatorios, a los que el artista quiso dotar de
independencia, fechándolos y firmándolos. Todo ello es indicio de la
importancia que Durero otorgó a esta obra en la que se jugaba su prestigio de
artista delante de un público tan entendido y exigente como el veneciano.
El encargo
fue realizado por los alemanes residentes en Venecia para destinarlo a un
retablo de la iglesia de San Bartolomé, próxima al Fondacho dei Tedeschi, y expresa un contenido
religioso-político singular.
Alrededor de
la Virgen se agrupan una serie de ángeles que, junto a la figura de un
dominico, reparten entre los presentes las coronas del Rosario; hay que
recordar que es esta orden religiosa la más interesada en la difusión de esta
práctica devota. A derecha e izquierda de la misma aparecen los retratos de
Julio II, el Papa de estos momentos, y del emperador Maximiliano I: ambos
adoran a la Virgen mientras el segundo es coronado por ésta, y el Papa lo va a
ser por el Niño Jesús. A su alrededor toda una serie de personajes —entre los
que sólo es posible identificar a Durero, posiblemente al arquitecto del Fondacho dei Tedeschi y, también,
hipotéticamente, a un miembro de la familia Fugger— forman una impresionante
galería.
Hay que
recordar que en estas fechas Julio II y el Emperador estaban en guerra y los
comerciantes y hombres de negocios alemanes, los comitentes de la obra,
deseaban ardientemente la paz. Esta es, por tanto, una especie de voto por los
deseos de paz y concordia entre dos de las principales (desde un punto de vista
simbólico las principales) potencias de la cristiandad. Lo interesante es la
manera con que Durero ha expresado estos deseos: la idea de armonía y
concordia, manifestada por el ángel que toca el laúd en un primer término,
Sin
pretender estas ideas de tipo político la Virgen del verderol (Berlin-Dahlem), pintada también en Venecia en la fecha de
1506, es otra buena muestra de lo importante que fue para Durero la lección belliniana. Una misma rotundidad clásica, sencillez
compositiva, color agradable y luz clara y difusa, tal como sucede en tantas
vírgenes de Bellini y en la Virgen del Rosario ya comentada, y un estudio
magnífico del paisaje posterior de colorido y sentido totalmente italianos,
pero en el que Durero no se sustrae a su ya comentada obsesión por los arcos de
medio punto y escalinatas en perspectiva. Pero la tela roja del fondo de la
virgen y los italianizantes putti que la acompañan
nos remiten otra vez al mundo veneciano donde fue realizada.
Cristo entre
los doctores
Es indudable
que el sentido de algunos de los rostros de doctores que rodean a Cristo nos
recuerda a algunas imágenes y caricaturas de Leonardo; por otra parte, su
aparentemente extraña composición, con las figuras cortadas y su rostro situado
en un primer plano nos introduce en el mundo de la pintura del norte de Italia
a fines del siglo XV donde autores como Bellini o Mantegna realizaban invenciones semejantes (también se ha
estudiado la pintura relacionándola con ideas parecidas en Cima da Conegliano o Lorenzo Costa). Además, su disposición aperspectiva en círculo y la misma deformación de alguno de
los rostros nos evoca el ambiente de los sayones de alguno de los Ecce-Homo de El Bosco, como el conservado en El Escorial. Bialostocky, que estudió en profundidad las posibles
fuentes de la composición (señalando también sus conexiones con pinturas de
Bernardino Luini), indicó cómo la síntesis es, sin
embargo, plenamente de Durero. La rotundidad de los rostros y de las
manos, las imágenes de los libros en perspectiva y el deliberado contraste
fealdad-belleza, es una invención propia del maestro de Nüremberg,
quien supo fundir admirablemente dos tradiciones pictóricas, la suya propia,
procedente del norte, y la específicamente italiana.
La pintura
lleva la inscripción opus quinque dierum (hecha en
cinco días), que, indudablemente, habría que contrastar con la de hecha en
cinco meses que lleva La Virgen del Rosario. La leyenda ha de referirse a la
realización de la obra en sí ya que, como de esta última, se conservan varios
dibujos preparatorios de algunas de las manos, los libros y el rostro de
Cristo, y es seguramente intencionado el contraste entre ambas; se trataba, en
la mente de Durero, de realizar una contraposición entre dos maneras o modos de
pintar, uno directo, inmediato y ajeno a toda solemnidad en el Cristo entre
los doctores, en el que recoge abundantes sugestiones nórdicas, y otro
reposado, pensado y altamente intelectual en La Virgen del Rosario,
considerada por algunos autores como su pintura más importante y plenamente
italianizante.
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1511. LA SANTISIMA TRINIDAD |
El rostro de
Cristo
Estamos ya
ante la idea de concentración a la que antes aludíamos y ante una clara
referencia al tema del rezo privado introspectivo, propuesto por las
corrientes más radicales de la piedad cristiana y por el mismo Durero.
Volviendo a la Pasión grabada, veamos el Ecce-Homo
atado a la columna, de 1509, y observaremos similares ideas. Cristo es ahora
objeto de contemplación por la Virgen y san Juan. Situados en un plano
inferior, la obra es también una clara propuesta de cómo ha de ser la oración
del cristiano y el papel que la imagen sagrada ha de jugar en la misma, una
idea que no sólo preocupaba a Durero sino que, como ya sabemos, era central en
los debates acerca del arte religioso en el ambiente de la prerreforma.
La figura de
Cristo era uno de los objetos favoritos de esta piedad, y a ella se dirigen,
ensimismadas, las miradas de los dos orantes. En otras ocasiones, como en la
estampa del Ecce-Homo con las manos atadas (1512),
representado en pie, es la figura solitaria de Cristo la que reclama nuestra
atención. Es éste uno de los temas favoritos de Durero a lo largo de su
carrera, y ello no es casualidad.
Así lo había
representado en una pintura de 1505 (Karlsruhe, Kunsthalle)
en la que nos ofrece una peculiar visión del tema. En ella, la figura de
Cristo, que se nos representa vivo, después de la Crucifixión (no sólo está
coronado de espinas y en el primer plano nos presenta los signos de la
flagelación, sino que tiene ya la herida de la lanzada de Longinos), pero en
modo alguno triunfante, siguiendo una iconografía habitual en la pintura del
final de la Edad Media, de gran éxito también en el mundo norteitaliano de finales del siglo XV , como ha estudiado Hans Belting, se nos aparece apoyando su rostro en una de las
manos. Se trata de una referencia a la postura convencional de la imagen de la
melancolía, un tema que, como veremos de inmediato, será una de las obsesiones
de Durero.
Otras veces,
el rostro de Cristo, su verdadera imagen, será objeto de representación a
través del paño de la Verónica. Sostenido por dos ángeles aparece en una
plancha de 1513, indicándonos su carácter de objeto principal del culto; y en
1516 en una iconografía realmente sorprendente y magnífica.
Se trata de
una plancha dividida en dos registros con dos sistemas proporcionales
diferentes. En el inferior, cuatro ángeles de pequeño tamaño portan los
instrumentos de la Pasión, mientras que en la parte superior, y dominando el
conjunto, otro mucho mayor levanta al aire el paño con el rostro del Salvador
que no se nos muestra frontalmente, sino formando, como recientemente ha hecho
notar Leo Koerner, una especie de clave de bóveda: es otra vez la imagen
sagrada la culminación de los esfuerzos devotos del verdadero cristiano. Estamos aquí ante una de las más
audaces innovaciones del maestro de Nüremberg en la
que, superando la rigidez hierática del tema del Paño de la Verónica de
procedencia medieval, lo convierte en un motivo dinámico y dramático que
anticipa, como se ha dicho, las posteriores interpretaciones del Barroco.
No todo, sin
embargo, es dolor en la representación de los misterios religiosos. En 1519
pintó la tabla Santa Ana, la Virgen y el Niño (Nueva York, Metropolitan Museum) reinterpretando la manera italiana de las
escenas de medio cuerpo en primer plano, que no aparecen ahora en formato
apaisado, sino vertical. Las tres figuras se nos presentan formando una
composición piramidal, dominada por la figura de santa Ana, verdadero eje del
conjunto. La santa, de gran devoción en Alemania, vestida con un amplio manto
blanco, del que Durero ha representado sus pliegues con gran estudio y cuidado,
se destaca sobre un fondo verde muy neutro, diversamente iluminado, pero que
no atrae nuestra mirada, que se concentra en dos momentos: el primero en la
mancha blanca y luminosa de su traje, y el segundo en la escena, realmente
independiente, de la Virgen que, concentrada y con la mirada entreabierta,
adora plácidamente al Niño. Es la idea de calma y reposo la que nos ha querido
transmitir en esta imagen de claro destino a la devoción íntima y privada. La
obra es un juego de miradas y manos: santa Ana con los ojos muy abiertos mira
hacia abajo, pero hacia el exterior y apoya su mano en el hombro de la Virgen,
que, mirando, como decimos, al Niño, junta las suyas en oración, llevando por
fin nuestra vista hacia su figura.
1519 Santa Ana la Virgen y el Niño Jesus |
Letras e
imágenes se componen en las portadas en perfecta unión. Tipos góticos de gran
belleza forman el título del ahora denominado Apocalipsis cum figuris, acompañando la imagen de San Juan adorando a la
Virgen; tipos latinos en el Epitome in divae parthenices Mariae historiae historiam ab Alberto
Durero Norteo per figuras Digestam cum versibus annexis chelidonii, título de la primera Vida de la Virgen; y una
combinación de ambos en la portada de la Gran Pasión, en donde repite de manera
dramática la idea del Ecce- Homo sentado, adorado por
un personaje.
El interés dureriano por la tipografía es otra muestra más del
carácter intelectual con que quiso dotar a su carrera artística. Las
inscripciones en grabados y cuadros son constantes a lo largo de su actividad y así aparecen en
retratos como el de Maximiliano I (Viena, Portada de la Vida de la Kunsthistorisches Museum), en
autorretratos, como los de los Museos Vir9en (detalle), por de Munich y el del Prado y en composiciones como La Santísima
Trinidad de Viena. Y de igual manera, como marca de su
autoría, el famoso y constante anagrama AD, tan peculiarmente compuesto que
actúa casi como un retrato continuo en la mayoría de sus obras.
Pero a
diferencia de otros autores de su época, la inscripción, el texto, no es un
mero acompañamiento explicativo, sino que se concibe como parte integrante de
la obra, no sólo por la belleza y cuidado de su tipografía, sino por estar
insertado compositivamente en la página o la imagen en cuestión que se
convierte en algo inerte si separamos ambos elementos, como sucede en las tres
portadas que estamos comentando.
ENTRE 1513y
1514, Alberto Durero, a la vez que realiza numerosos grabados de pequeño
formato, preferentemente de tema religioso, emprende la concepción y ejecución
de los que se han considerado como sus tres estampas maestras, y con las que,
indudablemente, culmina su carrera como grabador.
Se trata de tres planchas de un tamaño prácticamente similar, y cuyos títulos son El caballero, la muerte y el diablo, de 1513 (250 x 190 mm); San Jerónimo en su estudio, de 1514 (247 x 188 mm), y Melancolía I, también de 1514 (239x189). Las tres obras, que pueden ser leídas como indicó Panofsky como un conjunto, señalan los puntos más altos de Durero en lo que respecta a sus meditaciones en cuanto al destino y la realidad no sólo del artista, sino del mismo hombre; todo ello visto desde la singular perspectiva de su interpretación del Renacimiento que mezclaba creativamente las ideas del humanismo italiano con las preocupaciones religiosas del ambiente prerreformista de la Alemania de inicios del siglo XVI.
Todo ello
aparece muy claro en la primera de las planchas realizadas, una de las
imágenes artísticas más famosas de todos los tiempos. Es precisamente esta
fama, particularmente intensa en la Alemania de los siglos XIX y XX , la que nos puede oscurecer una correcta
interpretación de la misma que ha de hacerse, no desde angulaciones propias
del Romanticismo, sino a partir de las ideas vigentes en el ámbito germánico a
principios del siglo XVI .
La plancha
no representa tanto una vaga y difusa idea del espíritu alemán o del
sentimiento del hombre del Norte ante la muerte, sino una precisa
interpretación de los nuevos conceptos en torno al individuo a principios de la
Edad Moderna.
Ya Heinrich Wólfflin en su temprano libro El arte de Alberto Durero
(primera edición, 1905) puso en relación la imagen del caballero armado con la
influyente obra de Erasmo Enchiridion, o manual del
caballero cristiano, una idea que fue recogida, entre otros, y desarrollada
por Erwin Panofsky en su magnífico estudio La vida y
las obras de Alberto Durero, publicado en 1947, y, más recientemente,
En efecto,
el ideal caballeresco medieval no se extinguió con el fin de esta época, sino
que, bajo otras formas e interpretaciones, subsistió durante todo el siglo XVI, especialmente en el ámbito cultural centroeuropeo. No podemos
olvidar la importancia del culto en esta época a un santo como san Jorge, del
que quedan abundantes muestras iconográficas tanto en la misma obra de Durero
—recordemos su grabado de 1508 al respecto—, como en discípulos suyos como,
por ejemplo, Hans Burgkmair. San Jorge era el santo
caballero por excelencia y su culto fue especialmente intenso en los círculos
próximos al emperador Maximiliano I para los que trabajaron Durero y sus
discípulos, como veremos más adelante.
Con todo,
las representaciones de san Jorge solían remitir a una estética caballeresca
de procedencia medieval ajena a la imagen que nos proporciona Alberto Durero en
su grabado. En él, tan importante es la figura del caballero, sereno, reposado
y concentrado en sí mismo, ajeno a los peligros que le acechan y ensimismado
en su destino, como la del caballo, representado de riguroso perfil y con
deliberado aspecto monumental. Aquí nos encontramos con otra de las fuentes
claras de la estampa. Durero se había preocupado por conseguir una imagen ideal
del caballo, en una idea que también encontramos en célebres obras de arte del
Renacimiento italiano y que él sin duda había conocido: el Colleoni de Verrocchio en Venecia, el Gattamelata de
Donatello en Padua y las ideas de Leonardo para su proyecto de estatua
ecuestre que no llegó a realizarse. A ello habría que añadir su observación
del Marco Aurelio en Roma, así como los caballos que desde la Edad Media, y
procedentes de Constantinopla, coronaban la entrada principal de la veneciana
iglesia de San Marcos. Sentido caballeresco, inspiración clásica y
renacentista, a la que habría que unir el tema cristiano, revitalizado en los
escritos prerreformistas de Erasmo de Rotterdam en
torno a la idea de san Pablo del cristiano como Miles Christi, una imagen que
recorría las mentes europeas que, como la de Durero, vivían con intensidad los
temas religiosos que se debatían en estos momentos. El mismo artista, la
recordará al referirse al reformador Martín Rutero en su Diario del viaje a los
Países Bajos.
En la
estampa dureriana, el caballero camina por un
profundo valle, de acechantes y abruptas rocas, en las que los árboles apenas
pueden asentar sus raíces. La idea del camino por un valle oscuro está
igualmente presente en la imaginación cristiana como metáfora de la vida. Pero
el sentido fundamentalmente optimista de la obra también aparece en el paisaje:
en el fondo del mismo, y con una iluminación clara, aparece la ciudad, meta del
camino y lugar de salvación.
En el
grabado, Durero ha reinterpretado a la manera renacentista el tema medieval del
encuentro con la muerte, un asunto que ya había tratado en una xilografía de
1499 (Diurnale secundum chorum basiliensis,
Basilea, Johann Bergamann von Olpe) y en su xilografía de 1510 La Muerte y el
lansquenete, así como en algunos dibujos. Pero, como ha señalado Theising, el encuentro con la muerte de nuestro grabado
muy poco tiene que ver con representaciones medievales y aun con otras imágenes durerianas de la misma, como la célebre de la serie
del Apocalipsis. Se trata ahora, como en la xilografía de 1510, de una muerte
en retirada, débil, ya vencida, a pesar de estar coronada (todavía es la reina
muerte) por la voluntad del caballero: ello es
Frente al
carácter penitencial de las imágenes de san Jerónimo en el desierto, que
aparece ya muy atenuado por la presencia de la mesa y los libros en la plancha
de 1512, Durero se inclinó siempre por la idea de san Jerónimo como
intelectual. En realidad siempre vio en él la imagen perfecta del intelectual
cristiano, del hombre sumido en profundos pensamientos y estudios religiosos,
en suma, de su propia imagen como artista intelectual.
Esta es la
idea de la estampa de 1514. En ella, tan importante, y casi más, que la figura
del santo, que aparece profundamente concentrado en su escrito, en una mesa
desnuda en donde sólo aparece el tintero y la imagen de la Crucifixión, es el
espacio perspectivo y luminoso de la estancia.
Luz, orden y
reposo, cualidades esenciales para el trabajo intelectual en las ideas del
Humanismo renacentista, y que han de ser las propiedades más queridas del
verdadero intelectual cristiano, son los elementos que con mayor cuidado ha
tratado de transmitirnos. La plancha es un prodigioso estudio de iluminación a
través de los deliberadamente amplios ventanales, el reflejo de cuyas
vidrieras inunda paredes, techo y suelo de la estancia. El orden nos viene
dado por un estudio obsesivo de la perspectiva, acentuada por la importante
presencia de las vigas del techo, del banco lateral en donde se disponen
libros y almohadones (un objeto que también había obsesionado a Durero desde
su juventud), de la mesa y otros muebles de la estancia (notemos el curioso hecho de que,
contra su costumbre habitual, incluso San Jerónimo en su el anagrama AD de su
firma con la fecha, se sitúa en escorzo en el suelo
de la sala). Y el reposo se nos impone no sólo por las figuras dormidas del
perro y el león del primer término, sino por la constante presencia de líneas
horizontales con que se ha compuesto la celda.
A pesar de
que autores como Heller en 1827 estudiaron el grabado indicándonos que se
recibe la impresión de encontrarnos en el interior de la estancia, en
realidad, el espectador es invitado más a una observación que a una
penetración. Como en algunas de las imágenes de la serie de La Vida de la
Virgen ya comentada, la arquitectura, en tres de los cuatro bordes de la
estampa, distancia con claridad nuestra vista, una distancia que se acentúa
con la inserción de una calabaza colgada de la parte superior y colocada en un
primer término muy marcado. Se trata, sin duda, de inducir al observador a una
mirada distanciada, intelectual, en clara referencia a la temática interna de
la obra en cuestión.
La estampa
representa la imagen sentada de una mujer, reclinada sobre su puño cerrado, con
instrumentos de geometría en la otra mano, y acompañada de un niño, un perro
dormido y toda una serie de objetos geométricos, matemáticos y de trabajo. Al
fondo, sobre un paisaje iluminado por una extraña luz, un murciélago porta la
cartela con el título: Melancolía I.
Sin entrar
en estos momentos en una exégesis de todos y cada uno de los objetos que
aparecen en la obra, indicaremos que se trata de una reflexión, la más compleja
y profunda de las realizadas por Durero, en torno al tema del artista. De
manera que no es extraño que la misma haya podido considerarse como su último
autorretrato, esta vez dentro del lenguaje simbólico y alegórico propio del
Renacimiento.
Muy
inspirado en las ideas de Marsilio Ficino, habituales en el círculo de amigos
de Durero, con Pirckheimer y Anton Koberger a la cabeza (este último había publicado
algunas cartas del humanista en 1497), Melancolía I recoge el tema del carácter
melancólico y saturnino que el italiano había estudiado en profundidad en su Libri de Triplici Vita. Por
otra parte, la postura de la figura, con esa característica manera de apoyarse
en la mano, es la imagen emblemática y comúnmente más utilizada desde la Edad
Media para representar el carácter meditabundo, pensativo y triste que se
atribuye a los artistas, seres, por lo general, melancólicos.
El
neoplatonismo ficiniano es solamente el primer
elemento inspirador de la obra que comentamos. Esta recoge también las ideas
de Agrippa de Nettesheim en
torno a la melancolía, y las refiere a la melancolía imaginativa teorizada en
su De Occulta Philosophia,
obra que, aunque publicada en 1531, era conocida en círculos intelectuales en
versión manuscrita a partir de 1510. Esta melancolía afectaba sobre todo, según Agrippa, a artistas y arquitectos; es por esta razón
Panofsky ha señalado igualmente el
complemento necesario de esta lámina, ya que hace falta explicar el I de su
título. Y lo hace recurriendo al libro de Agrippa de Nettesheim quien, además de esa melancolía
imaginativa, distinguía la melancolía mentalis y la
melancolía rationalis, con las que Durero hubiera
debido terminar su empresa. Esta no era otra que la de dotar de una poderosa
imagen a sus especulaciones teóricas acerca del carácter intelectual de la
actividad artística, un tema muy del Renacimiento y que le había obsesionado
durante toda su vida; para ello recurrió en última instancia a la obra de Agrippa, y en Melancolía I nos representó este carácter de
los seres imaginativos, siguiendo así una preocupación que ya se habían
planteado hombres como Alberti o Leonardo, pero desde un distinto punto de
vista.
Los tres
grabados maestros constituyen la primera y más importante herencia intelectual
de Alberto Durero (la segunda serán los Cuatro Apóstoles que examinaremos más
adelante). Desde fechas muy tempranas (Thausing,
1876) se ha visto en ellos una serie a la que se ha querido dotar de sentido
unitario. Este autor la interpretó como la propuesta (no terminada) dureriana de representación de los Cuatro Humores (o
temperamentos) Humanos, que era la idea habitual de dividir a la Humanidad
según la medicina de la época y que aparece recogida, por ejemplo, en los
escritos de Agrippa de Nettesheim y en los del mismo Durero. Aunque es muy difícil determinar las últimas
intenciones del artista al respecto es posible que sus intenciones fueran en
este sentido: el título de uno de los grabados (Melancolía I), claramente se
refiere a uno de estos humores, las obras de Agrippa no le eran ajenas y, por fin, los Cuatro Apóstoles de Munich,
se basan en este programa.
Sea cual
fuere la idea general de la serie, lo cierto es que en ella un elemento común
destaca sobre cualquier otro: se trata de la presencia de la figura humana en
una manera concentrada, aparentemente ausente y fundamentalmente ensimismada.
Junto a ello sólo hay otros dos elementos comunes: los perros y los relojes.
La actitud
de los primeros se concibe en estricto paralelismo con la de las figuras
humanas: activo en el caballero que marcha por el sendero oscuro, dormidos y
recluidos sobre sí mismos, en las imágenes de san Jerónimo y de la Melancolía.
Por otra parte, la reiterada presencia de los relojes nos indica la
preocupación de Durero por el transcurso inexorable del tiempo, como uno de los
caracteres esenciales del devenir humano.
Sin embargo,
es la idea de concentración la que predomina en el conjunto y la que nos da una
de las claves para que la podamos comprender. Se trata de tres versiones, de
tres aspectos de un mismo fenómeno, que sería el de la interpretación del
hombre como ser pensante e intelectual; ser pensante que puede afrontar
serenamente y con pleno autodominio el devenir de la vida, sin temor a las
asechanzas de la muerte o el mal; que ha de recluirse en el retiro del
intelectual para conseguir la luz de la sabiduría; y que, por fin, tiene la
capacidad de crear a través del arte una nueva realidad a través de su
imaginación melancólica.
Se iniciaba
entonces una renovada gobernación imperial bajo el control de una persona y una
corte que, como la de Carlos V, suponía un fuerte cambio con respecto a la de
su abuelo Maximiliano. Los tiempos habían cambiado y los restos de la cultura
caballeresca, que había predominado en la corte de este último, habían de
convivir y transformarse en un ambiente que, como el de la Europa del Norte,
empezaba a experimentar los efectos de la crisis religiosa que se venía
incubando. Es ahora el momento del apogeo de un intelectual como Desiderio
Erasmo de Rotterdam, cuyas ideas acerca de una piedad interior y renovada, sus
críticas al exceso de imágenes y ceremonias y sus deseos de paz entre los
príncipes cristianos, resultarían muy influyentes en los ambientes de la
cancillería imperial. Y el mismo Durero, como veremos, no resultará ajeno al
atractivo de una figura como la suya.
Por otra
parte, no hemos de olvidar que la predicación del monje agustino Lutero, con
una doctrina más radical que la destilada en los escritos erasmianos, pronto
desembocaría en cisma y en la división de la Cristiandad en dos mitades
religiosamente separadas. Este acontecimiento, que no sólo ha de ser visto
desde un punto de vista religioso, sino también cultural y político, es, sin
duda, el más importante de la Edad Moderna europea. Ante él, reaccionará un
hombre de la sensibilidad religiosa de Alberto Durero tomando, en su última
obra importante, Los Cuatro Apóstoles (Munich, Alte Pinakothek), una clara postura a favor de una determinada
idea religiosa.
Como hemos
dicho, entre 1520 y 1521 nuestro artista emprenderá un viaje a los Países
Bajos, el acontecimiento de su vida del que estamos mejor informados, ya que
él mismo se ocupó de narrarlo en un minucioso diario en el que lo podemos
seguir casi día a día.
El día 12 de
julio de 1520, acompañado de su mujer, partió de Nüremberg. Su primera parada fue en Bamberg donde vendió al
obispo varios de
sus grabados: una imagen de la Virgen y la serie del Apocalipsis. El hecho es
significativo y lo veremos varias veces narrado a lo largo de su viaje, que fue
utilizado por el artista para la venta de su obra grabada, en un comportamiento
claramente comercial de autopromoción.
Es éste uno
de los fines de su desplazamiento, como lo fue el de entrar en relación con los
artistas de los Países Bajos, así como con políticos, gobernantes, comerciantes
e intelectuales, en una actitud que nos vuelve a poner de manifiesto la
autoestima del artista y su mentalidad plenamente moderna al respecto.
En Amberes,
lugar en el que permaneció la mayor parte de su tiempo, fue invitado a comer
por los pintores de la ciudad. Durero nos narra orgullosamente el
acontecimiento y cómo él y su mujer fueron servidos en vajilla de plata y otros
servicios preciosos. Sus mujeres —dice orgulloso— estaban allí, y cuando se me
condujo a la mesa, las gentes estaban de pie a los dos lados como para recibir
a un gran señor.
Visitó
igualmente el taller de Quintín Metsys, y recibió en
su casa tanto a Joachim Patinir, como a su ayudante;
y regaló al escultor de la corte Conrad Meyt —con el
que entró en contacto a través del chamberlán de
Carlos V, y visitó en su taller de Malinas— varios de sus grabados: un San
Jerónimo, la Melancolía, tres Vírgenes que había realizado en los últimos
tiempos, el San Antonio y una Verónica. Es clara al respecto esta labor de
autopromoción a la que nos referíamos: Meyt era el
escultor de Margarita de Austria, la tía de Carlos V, gobernadora de los
Países Bajos, y la principal mecenas de las artes en estos momentos en el país,
y el artista pretendía, a través de ella, entrar en contacto con el nuevo
emperador.
Uno de los
aspectos más interesantes de este viaje es el del interés de Durero por todo
tipo de objetos maravillosos, exóticos y naturalistas; es éste otro aspecto
más de su mente de hombre moderno.
A través de
su amigo Rodrigo de Almeida, el factor de Portugal, para el que realizará su
San Jerónimo (Lisboa, Museo de Arte Antiga), recibe
regalos de porcelanas y objetos plumarios de las Indias. Compra varios de éstos
en otras ocasiones y, sobre todo, se admira de los tesoros de las Indias que ha
recibido en regalo el emperador Carlos V: un sol de oro, una luna de plata, dos
habitaciones llenas de armaduras..., y piensa que son más bellas que las
maravillas... En mi vida he visto cosa que me haya regocijado más que estos
objetos. He visto cosas extraordinarias y artísticas, y me he maravillado de
la sutil ingeniosidad de los hombres de países lejanos, y no sabría decir lo
que he sentido. Se trata de un testimonio de la mayor significación pues nos encontramos
ante la primera reacción de tipo estético que conocemos de un europeo valorando
este tipo de obras que harán furor en las cámaras de arte y maravillas del
continente a lo largo de todo un siglo.
El ya
mencionado interés de Durero por la naturaleza encuentra ahora su culminación.
Describe maravillado una espina de pez de este tesoro, así como los huesos de
un gigante (en realidad de una ballena), dibujando entonces la imagen de un
león (Vi los leones —en Gante— y dibujé uno) o el rostro de una morsa, en
obras llenas de naturalismo.
Si la
recepción de los artistas, comerciantes e intelectuales fue magnífica, más
dificultades tuvo en la resolución de sus asuntos económicos con políticos y
gobernantes. A pesar del regalo a Margarita de un ejemplar de todos sus
grabados, ésta rechaza su retrato de Maximiliano I, aunque le mostró su
colección de cuarenta tablas pintada al óleo, y su biblioteca. Al final, sin
embargo, logró renovar su pensión imperial y, cuando ya terminaba su estancia
en Amberes, el rey de Dinamarca, que había acudido a la coronación de Carlos V,
le encargó urgentemente su retrato.
Los
testimonios artísticos de este viaje son relativamente abundantes. Destaca el
mencionado San Jerónimo para su protector el factor de Portugal, y retratos
como Bernhard van Resten de 1521 (Dresde, Gemáldegalerie), uno de sus momentos culminantes en este
género. Junto a ello señalaríamos multitud de dibujos de ciudades como la
Vista de Bergen-op-Zoom (Chantilly, Musée Condé) o la magnífica, por
su sencillez y claridad, del Puerto de Amberes (Viena, Albertina), así como la
de tipos curiosos que llamaron su atención como Las damas de Livonia, de 1521
(París, Museo del Louvre).
En
Aquisgrán, donde acudió para asistir a la coronación de Carlos V, meta de su
viaje, realizó un dibujo de su catedral (Londres, British Museum);
igualmente nos describe la ceremonia y sus decoraciones; así como la antigua
arquitectura: he visto las columnas proporcionadas con sus buenos capiteles en
pórfido verde y rojo y en piedra colada que el emperador Carlomagno hizo traer
de Roma, están hechas realmente según las reglas de Vitruvio.
Y en
Colonia, donde asiste igualmente a las danzas y banquetes en honor de Carlos V,
compra un panfleto de Lutero, critica la condenación de este hombre piadoso,
paga por ver el ya mencionado altar de Lochner,
regala a su protector Federico el Sabio un nuevo grabado de la Virgen, compra
una muerte (calavera de marfil), una cajita y un cuerno de vaca y, por fin,
consigue con gran trabajo la deseada pensión imperial.
Antes de
volver a Nüremberg, Durero visita Middelburg, Brujas
(donde come con los pintores Provost y Pierre y
Jacques Mostaert), Gante, lugar en el que admira la
gran obra de Van Eyck y alaba, sobre todo, las figuras de Adán y Eva,
permanece otro tiempo en Amberes y acude, como ya hemos dicho, a Malinas.
En la
narración de esta segunda estadía en Amberes, el artista inserta en su diario
el párrafo más significativo de su escrito: la alabanza a Martín Lutero.
Entramos
aquí en el momento más significativo y clarificador de las preocupaciones
religiosas del artista, uno de los ejes para entender su actividad como tal.
El párrafo es un arrebato de indignación por la noticia del arresto del
agustino al que considera un hombre piadoso e iluminado por el Espíritu Santo,
un verdadero discípulo de Cristo y de la fe cristiana. Si vive todavía o si lo
han asesinado, lo que ignoro, en este caso habrá sufrido por el amor de la fe
cristiana, y por haber atacado al Papado que ya no es cristiano y que se opone
a nuestra liberación por Cristo, recurriendo a la justicia de los hombres...
De manera que la palabra divina nos es propuesta falsamente por gran cantidad
de pasiones... Dios celeste apiádate de nosotros... Los párrafos entresacados
resultan muy claros. Durero, que había conocido a Erasmo en su viaje a los
Países Bajos, se lamenta, el día 17 de mayo de 1521, ante el posible arresto y
muerte de Lutero. Su escrito es una llamada a la piedad interior que propugnaba
el reformador, así como a la tolerancia en materia de fe,
Al regreso a
la misma, Nüremberg decidió remodelar la decoración
interior de su Ayuntamiento encargándosele, naturalmente, a Durero. La obra no
se ha conservado aunque sí algunos de los dibujos preparatorios. Una serie de
ellos con los temas de Sansón y Dalila, David y Betsabé y Aristóteles y Filis
(Nueva York, Morgan Library) quizá estuvieran destinados a la sala de bailes;
para la de representación, sin embargo, se escogieron asuntos relacionados con
el papel de Nüremberg como ciudad imperial: el Carro
triunfal de Maximiliano, siguiendo las ideas del grabado ya estudiado, la
Calumnia de Apeles y La Continencia de Escipión. Pero, al margen de estas obras
de tipo político, expresivas de la nueva importancia que para Carlos V tenía la
ciudad como sede simbólica del imperio, otras preocupaciones surcaban el
ambiente alemán y europeo de mediados de los años veinte.
En 1517
Martín Lutero había publicado sus famosas 95 tesis, punto de origen de un
movimiento religioso que le llevaría a la separación de la Iglesia romana;
tres años después publica sus tres más famosos tratados: A la nobleza
cristiana de la nación alemana sobre la mejora de la Cristiandad, De captivitate Babylonica ecclesiae proelium domini Martini Lutheri y De
libértate Christiana, una síntesis divulgativa de las
ideas de Lutero en torno a la Teología. Estas, que atacaban muy directamente la
ortodoxia romana en materia de sacramentos (admitiendo sólo tres: Bautismo,
Penitencia y Eucaristía) y propugnaban la universalidad del sacerdocio que
Cristo comparte con todos los cristianos, así como la idea de la justificación
sólo por la fe, no sólo afectaron a la espiritualidad de las gentes. Actuaron,
también, como fermento revolucionario y causa de la revuelta de los campesinos,
en un primer momento apoyada por Lutero.
La postura
de Alberto Durero ante estos acontecimientos es difícil de definir desde la
actualidad. Aunque resultan claras sus simpatías luteranas, no hemos de
olvidar que éstas se manifestaron en una fecha tan temprana como 1521, cuando
todavía no se había consumado la separación oficial de Lutero de la Roma papal,
hecho que no se produjo hasta 1530, es decir, dos años después de la muerte
del artista.
Como se ha
señalado recientemente, en aquellos decisivos años treinta, un gran número de
personas preocupadas por los asuntos religiosos, y entre los que habríamos de
incluir a personajes como Durero, Pirckheimer,
Erasmo o Philip Melanchton, todavía soñaban con una reconciliación de las
posturas enfrentadas, una vez se realizaran las necesarias reformas.
En 1524
realizó una última pintura para el elector de Sajonia Federico el Sabio.
Relacionado, como sabemos, con Durero desde 1496, Federico simpatizaba con
Lutero, aunque nunca apoyó con claridad sus tesis; como en el caso del artista,
su muerte en 1525, no le obligó a una definición precisa al respecto.
Igualmente,
en 1524 realizó el retrato estampado de Pirckheimer,
el mejor de sus amigos y de similares ideas religiosas.
Dos años más
tarde, y con parecidas características, estampó la imagen de Philip Melanchton,
profesor en Wittemberg, amigo de Lutero y que había visitado Nüremberg en 1526 con el fin de fundar allí una escuela
pública. Por fin, también en 1526, Durero realizó lo que
Estas cuatro
obras no sólo son la culminación de las ideas durerianas en el campo del retrato grabado, sino el mejor testimonio de por dónde iban las
preocupaciones religiosas del artista, y que los escritos de Erasmo o el mismo
Philip Melanchton nos describen a la perfección: humanismo, tolerancia y
piedad interior.
A pesar de
la relativa dureza de líneas, la imagen grabada de Erasmo en 1526 es un
verdadero testimonio de los últimos tiempos de Durero.
Aparece clara su preocupación por lograr una vez más la imagen del intelectual
concentrado en sus escritos y en su pensamiento. Por eso tres elementos dominan
la composición: la propia figura de Erasmo que mira hacia sus manos y sus
escritos, el primer plano de los libros, cerrados, abiertos, ordenados en
rigurosa perspectiva (recordemos que el libro fue una de las obsesiones
representativas de Durero), y la inscripción.
Esta última
ya no se sitúa, como en los otros retratos grabados que acabamos de mencionar,
en la parte inferior de la obra y, en realidad, ajenas a la misma, sino que se
integra compositivamente en su espacio: letras claras y precisas en caracteres
latinos y griegos, la fecha y el monograma, constituyen un verdadero
manifiesto intelectual dureriano a favor de la razón,
del conocimiento y del valor persuasorio de los
libros por encima de guerras y enfrentamientos. Por eso, un libro abierto y en
correcta perspectiva aparece en el primer plano de este grabado.
Cuando el
artista se preocupaba en los últimos años de su vida en la elaboración de un
corpus teórico escrito, los problemas religiosos alcanzaban caracteres cada vez
más preocupantes: la radicalidad de algunos reformadores y sus oponentes estaba
llegando, incluso en la propia Nüremberg, a extremos
de violencia: arrestos de artistas como el de los hermanos Beham o Georg Pencz, o de personas que habían apoyado la
rebelión de los campesinos (a la que Durero dedicó un famoso grabado),
llevaron al artista a ofrecer a su ciudad sus célebres Cuatro Apóstoles, con
unas muy significativas inscripciones dedicadas a todos los gobernantes
profanos en estos peligrosos tiempos.
En éstas,
advertía acerca de la peligrosidad de la violencia y de los exaltados e
irracionales agitadores, así como de lo pernicioso de las enseñanzas
equivocadas: en la de san Pedro llama la atención acerca de los falsos profetas
salidos del pueblo, así como sobre los mentirosos sabios fundadores de sectas,
en una idea que se repite en las demás inscripciones, culminando en la
transcripción, bajo la figura de San Marcos, de los famosos versículos de su
capítulo 12 al respecto de los escribas mentirosos.
Estos Cuatro
Apóstoles del Museo de Munich, estilísticamente muy
próximos a las figuras de santos del políptico de Bellini en la iglesia dei Frari de Venecia, marcan la
culminación de los deseos monumentales de Durero en cuanto a su concepción de
la figura humana, precisamente en el momento cuando teorizaba acerca de las
correctas proporciones de la misma. Igualmente han sido interpretados como alusión
a los cuatro humores o temperamentos, un tema que, ya lo sabemos, preocupaba
profundamente a Durero. Pero su sentido último ha de ser visto en el contexto
de su producción y nos aclara con claridad en las inscripciones que hemos
comentado: el de los problemas y enfrentamientos religiosos de la Reforma poco
antes de la muerte del artista.
E
Un artista
para el que la lección del Renacimiento italiano había sido tan importante y
decisiva, y del que había sabido interpretar críticamente algunos de sus más
avanzados parámetros, no podía dejar de reflexionar teóricamente acerca de su
trabajo, como en Italia habían hecho ya León Battista Alberti, Piero della Francesca, y estaba haciendo por estos años Leonardo.
Por encima
de la mayor o menor originalidad de las ideas durareras en relación con la de sus precedentes y coetáneos
italianos, lo realmente significativo es el hecho mismo de la existencia de la
reflexión. Un aspecto que había quedado inédito en los revolucionarios pintores
flamencos de la primera mitad del sigloXV, así como
de la importante pintura alemana de esta centuria. Tanto unos como otros habían
elaborado sus imágenes y construcciones pictóricas desde parámetros puramente
empíricos; en ello reside su gran diferencia con respecto a los italianos.
Los viajes a
Italia de Durero, y en especial su segundo viaje a Venecia, con la mencionada
visita a Bolonia (cuya finalidad fue, ya lo sabemos, el estudio de las leyes
de la geometría), le pusieron en contacto con un ambiente muy distinto del más
propiamente artesanal de su Nüremberg de nacimiento.
Posiblemente sea a partir de entonces cuando concibió la idea de redactar un
Tratado de la Pintura que, como tal, nunca vio la luz.
De estas
intenciones nos han quedado los esbozos de las ideas iniciales, conservados en
un manuscrito de la British Library de Londres. De antes, de 1512, es la
intención de escribir un gran tratado dividido en tres partes, que enseguida
quedó reducido a una sola, seccionada en diez puntos básicos, que tampoco
llegó a ver la luz.
Es en este
año de 1512 cuando, abandonando la idea de un único tratado, tomó la decisión
de abordar el problema de manera separada: un
tratado acerca de las proporciones humanas. Pero esta idea de 1513 sólo vio la
luz en el tardío 1528 en sus Cuatro libros acerca de la proporción humana,
publicado ya postumamente. Entonces, las ideas de
1513 aparecieron en el primero de los cuatro libros.
Para su
segundo tratado, Instrucciones sobre la manera de medir con
el compás y la escuadra en las líneas, los planos y los cuerpos sólidos, que
fue publicado en 1525, incorporó, desarrollándolas, sus ideas acerca de la
geometría y la perspectiva.
El tercero
de los libros publicados, que vio la luz el año anterior a su muerte (1527) era
un tratado de fortificación:La teoría de la
fortificación de las ciudades, los castillos y los burgos.
En estos
tres libros incorporó gran parte de las ideas de los esbozos iniciales; sin
embargo, un Tratado de la pintura propiamente dicho quedó, finalmente, sin
escribir.
A pesar de
su no realización total, el programa artístico de Durero era de enorme
coherencia y comprendía, en su primera intención, una teoría del artista y su
educación (libro primero), otra de la pintura y su liberalidad, extendiéndose
en temas como los de las medidas del hombre y los edificios, así como la manera
de reproducir todo lo que se ve, es decir, la perspectiva (libro segundo) y
consideraciones acerca de la residencia del artista y de cómo ha de ser su
comportamiento económico y espiritual (libro tercero).
Cuando en
1512 se plantea un proyecto más reducido y sintético de tratado lo resume así:
El libro comprende diez clases de cosas: la primera, las proporciones de un
niño; la segunda las proporciones de un hombre adulto; la tercera, las
proporciones de una mujer; la cuarta, las proporciones de un caballo; la
quinta, algo sobre arquitectura; la sexta, la proyección de lo que se ve,
gracias a lo cual todo puede ser dibujado; la séptima, sobre la sombra y la
luz; la octava, sobre el color para pintar según la naturaleza; la novena,
sobre la composición del cuadro; la décima sobre el cuadro libre, hecho
solamente con la mente, sin ninguna otra clase de ayuda.
El proyecto,
como vemos, continuaba siendo ambicioso y se centra en algunas de las
preocupaciones más queridas de los artistas y teóricos italianos del siglo XV : las ideas acerca de la proporción, fundamentalmente la
del cuerpo humano, y sobre la perspectiva. Son estos puntos, los que habían
sido tratados por Alberti y Piero della Francesca,
los que habitualmente sigue Durero tanto en sus escritos como en los dibujos y
grabados en ellos insertos. A ello habría que añadir sus consideraciones sobre
los cuerpos regulares, los polígonos y otros elementos geométricos, con ideas
muy cercanas a las de Fra Lucca Pacioli, a quien pudo conocer en su segundo viaje a
Italia.
Es
concretamente en el campo de la representación perspectiva en el que Durero nos
presenta novedades con respecto a los italianos. Preocupado por el tema al que
dedicó varios dibujos y cuatro famosos grabados acerca del método
representativo, el artista inventó un par de instrumentos que resolvían el
problema de la representación de los escorzos demasiado exagerados, tal como se
nos aparecen en una visión muy cercana.
Enmarcadas
en sus preocupaciones acerca de las proporciones del cuerpo humano, de las
columnas e, incluso, de la representación tipográfica de las letras del
alfabeto, así como sobre la imagen tridimensional de los cuerpos, Durero posee
abundantes reflexiones acerca del problema de la belleza, que han de verse
contextualizadas, igualmente, dentro de las ideas que, al respecto, corrían
por Italia.
Esparcidas a
lo largo de sus apuntes y tratados, encuentran su mejor formulación en el
conocido Gran excurso estético, inserto como apéndice en el libro III de sus
Cuatro libros acerca de la proporción humana.
Para Durero,
el arte ha de estar basado en la imitación selectiva de la naturaleza, que,
como pensaba Leonardo, ha de ser percibida con los sentidos y elaborada en la
mente. Lo que escapa a los sentidos no tiene razón de ser, igual como el
exceso, que tampoco sirve para nada; lo mejor es un término medio. Si al
observar la naturaleza, vemos que en ella existen variaciones, habremos de
estudiar todas éstas para lograr formular la expresión más justa y adecuada.
El modelo de
Durero está en la Antigüedad. En otros fragmentos había expresado su admiración
por Vitruvio y en este excurso dice: lo que realizaron antaño los Romanos,
visible aún hoy por las ruinas, es raramente igualado en su arte por las obras
actuales. Pero, aun tomando a la Antigüedad como modelo, teniendo muy en cuenta
la existencia de normas, y rechazando toda idea de belleza particular, el
artista se manifiesta incapaz de dar una indicación válida y definitiva de la
medida que podría acercarse a la verdadera belleza, a la vez que le parece
imposible que alguien pueda considerarse capaz de mostrar las proporciones
mejores de la figura humana.
Como sucedía
con Alberti, Durero apreciaba sobre todas las cosas la idea de armonía pues a
los elementos armoniosos se les considera bellos, lo cual se conseguirá a
través del dibujo y mediante la geometría, por medio de la cual podrás
demostrar buena parte de tu obra. Y, como pensaba Leonardo, el resultado final
habrá de ser una conjunción de estudio experimental (la experiencia cuenta
mucho) y elaboración mental: De ahí que el tesoro secreto acumulado en la mente
es manifestado por la obra y por la nueva criatura que el artista crea en su
corazón en la forma de una cosa. Esta es la razón por la cual un artista
experto no necesita copiar cada imagen de un modelo vivo, pues le es
suficiente producir lo que a lo largo de mucho tiempo ha atesorado en sí mismo;
y, sin embargo, quien ha alcanzado una buena práctica podrá realizar algo
bueno sin ningún modelo, en la medida de nuestra capacidad.
El excurso
termina con una alabanza de la proporción, sin duda el gran cuidado de Durero a
lo largo de su vida, y a la que había dedicado tantas pinturas, dibujos y
grabados. Con sus palabras, de las que no excluye la analogía musical tan
querida de los italianos, terminamos este estudio: Toda proporción permanece
inalterada sea grande o pequeña, de la misma manera que en el canto la
relación de una octava a otra es constante: una es más alta y otra más baja,
pero se trata siempre de un mismo tono.
DURERO
Estamos ante
la acuarela más famosa de las dibujadas por Alberto Durero al regreso de su
primer viaje a Italia, y reaizada en 1495, en el trayecto de Verona a Trento
a lo largo del lago de Garda. Frente al carácter
ambiental de la mayor parte de las acuarelas paisajísticas realizadas en esta
ocasión, en las que son frecuentes los amplios y nubosos cielos surcados de
abundantes luces y reflejos, Durero reflexiona ahora acerca de la monumentalidad
y el carácter estable del paisaje, del que ha suprimido directamente
cualquier referencia atmosférica.
Es un
estudio de formas, de líneas sinuosas, con pocos colores, pero bañados en una
luz uniforme (que ha aprendido en Italia y concretamente en Venecia), que
sirven para destacar la rotundidad de la montaña. Ajeno a cualquier
pintoresquismo o descriptivismo, estamos ante uno
de los primeros enfrentamientos con un paisaje real de los que tenemos
información en la pintura occidental, muy revelador de la manera moderna que
Durero impondrá a la pintura alemana de su tiempo.
La madre del artista. 1514.
Por la desolación del dibujo, se lo ha comparado con los dos grandes grabados de Durero de 1514, Melencolia I y Virgen junto a la pared. Esta obra es su segundo retrato; el óleo sobre tabla de roble de c. 1490, que ahora se encuentra en Nuremberg, actualmente es considerado un original o una copia de un original perdido. |
Erasmo de Rotterdam, reformador católico romano y uno de los humanistas holandeses más importantes, sentía una profunda admiración por Alberto Durero, a quien elogió como el más grande de los artistas gráficos: "¿Y no es más maravilloso lograr sin la lisonja de los colores lo que Apeles logró con su ayuda?" Al comparar a Durero con Apeles —de hecho, al afirmar la superioridad del alemán sobre el artista griego— Erasmo se hizo eco de una tradición que se remonta a la antigüedad de juzgar a los artistas y a los artistas griegos. El retrato demuestra ampliamente los efectos virtuosos que Durero fue capaz de lograr sin el beneficio del color o un medio líquido. Convincentemente alineado en un ángulo con respecto al plano pictórico, Erasmo está de pie escribiendo en su estudio, con los libros que indican su intelecto sustancial y erudición dispuestos a su alrededor. Durero conoció a Erasmo al menos una vez en Bruselas y dos veces en Rotterdam durante un viaje a los Países Bajos en 1520 y 1521. Aunque dibujó a Erasmo varias veces durante su viaje, no ejecutó el grabado hasta seis años después, y sólo entonces con el estímulo de su íntimo amigo Willibald Pirkheimer. Al parecer, por ciertas razones, Durero se había sentido decepcionado por el conocido reformador protestante. Durero basó el retrato en una medalla de 1519 de la colección de Pirkheimer de Quentin Massys y reprodujo la inscripción griega que se encuentra en la medalla, que dice: "En mejor retrato son sus escritos". Es de suponer que Erasmo estuvo de acuerdo, porque dio a conocer su decepción con este retrato al menos a dos de sus colegas. Y, sin embargo, el Erasmo de Durero sigue siendo una de las representaciones más ricas y poderosas de la historia de la preocupación académica y el ideal humanista. |
Escudo con una calavera. 1503La presencia
de la imagen de la muerte es muy frecuente no sólo en el arte de Durero, sino
en la producción artística centroeuropea en la época del cambio de siglo.
Calaveras y esqueletos no sólo eran el adorno más frecuente en tumbas e
imágenes mortuorias, sino en estampas, esculturas y cuadros. Este extraño
grabado de Alberto Durero en el que un salvaje trata de besar a una mujer
tocada con la corona del matrimonio ha sido interpretado de diversas maneras. Panofsky lo consideraba una imagen del tema del Amor y la
Muerte; otros lo relacionan con las guerras bávaras de 1503. En todo caso
habría que verlo desde la perspectiva dureriana de un
mundo de contrastes con cambios muy rápidos y trascendentales, en el que los
sentimientos amorosos y de concordia, propios del matrimonio, se ven
continuamente asaltados por fuerzas irracionales y salvajes. A ello responden
las dos figuras del mismo; y todo ello presidido por el emblema de la muerte,
que alcanza, en el sistema compositivo y proporcional de la estampa, caracteres
claramente dominantes. Es el escudo con su yelmo y elegante penacho, y con la
impresionante presencia de la calavera, el verdadero protagonista de la obra.
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Elsbeth Tucher Elsbeth Tucher, de soltera Pusch; nacida en 1473; fallecida en septiembre de 1517) era miembro de la familia patricia de Núremberg de los Tucher. Elisabeth Pusch procedía de un entorno de modesta riqueza. Su padre Hans Pusch era un maestro de artillería, pero según el libro de familia de Tucher también estaba endeudado. Su madre nació Elisabeth Zollner. En 1492 se casó con Nikolaus Tucher (1464-1527), que provenía de una rica familia patricia. |
Rinoceronte. 1515El caso de
la famosa xilografía, El rinoceronte, es muy distinto al de las acuarelas
animalistas tan frecuentes en su autor. No se trataba de realizar una imagen
sobre un animal vivo y visto al natural, sino el de manifestar un interés por
un ser exótico que, precisamente por eso, llamaba la atención.
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1499 Oswolt Krel: Mercader de Lindau
San Jerónimo. 1512.Alberto
Durero sólo realizó tres grabados a la punta seca. El San Jerónimo que aquí se
comenta, una Sagrada Familia con la Magdalena y Nicodemo y un Ecce-Homo de cuerpo entero, todos ellos del mismo año,
1512.
Estamos ante
una de las mejores interpretaciones que de este santo nos ha legado el artista.
No se trata ahora de la imagen de san Jerónimo en su celda, como en la estampa
maestra posterior, sino de una interpretación del mismo a medio camino entre su
vertiente de intelectual (con la mesa de trabajo y los libros abiertos) y la
penitencial y orante, ya que el lugar es un paisaje de peñascos en medio del
desierto.
Lo
extraordinario de la estampa es lo sofisticado de su
técnica. Durero ha explorado al máximo las posibilidades de luminosidad,
claridad y sutileza en el juego de las luces que permite la punta seca,
llegando a resultados que, como señalaba Wólfflin,
traspasan cualquiera de los realizados por ningún artista en el siglo XVI. En
efecto, hemos de esperar a la llegada de Rembrandt para encontrar un juego de
iluminaciones tan elaborado como el que aquí podemos admirar.
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El hijo pródigo. 1496.A pesar de
lo temprano de la fecha de su ejecución nos encontramos ante una obra que nos
muestra a un Durero ya maduro y con gran dominio de la técnica. La obra es
igualmente muy expresiva de los intereses que se irán haciendo patentes a lo
largo de la carrera del artista: las imágenes animalísticas, el mundo de los
campesinos, y la representación de fondos con arquitecturas rurales y
ciudadanas.
Pero, sobre
todo, la estampa resulta significativa por la actitud del protagonista, que
aparece representado de rodillas en actitud de rezo e imploración a la
Divinidad. Una Divinidad que no necesita para hacer manifiesta su presencia de
ningún atributo o imagen, muy de acuerdo con las ideas acerca de la piedad
interior y anticeremonial que se extendía por los
ambientes europeos de la prerreforma.
Para la
realización de esta obra, Durero se inspiró en un libro publicado en Basilea en
1495 llamado Quadrigesimale de Filio Prodigo, que
contenía los sermones de Johannes Meder.
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. Escenas del Apocalipsis. 1498. La serie de
escenas del Apocalipsis de san Juan es la primera colección de estampas que
Durero realizó como tal. La elección de este texto por parte del artista no
puede ser más significativa del momento en que se produce, es decir, el del
paso de un siglo a otro, y de una época, la Edad Media, a otra, el
Renacimiento; unos años en los que se recrudecieron las amenazas de un próximo
fin del mundo.
El editor Quentell de Colonia había publicado en 1479 un Apocalipsis
ilustrado que influyó sobre el de Durero, ya que sus planchas fueron vendidas
en Nuremberg a Coberger,
el padrino del artista, y el mismo editor. También se ha señalado como
precedente, las ilustraciones de otra Biblia publicada en Estrasburgo por Grüninger. Todo ello nos viene a indicar la utilización de
los textos de san Juan como fuente de inspiración para los grabadores
alemanes de fines del siglo XV. El texto del Apocalipsis llamó la atención de
Durero por su carácter visionario y esencialmente antinaturalista.
El lenguaje únicamente simbólico del último libro del Nuevo Testamento se
prestaba a las mil maravillas para desarrollar unos componentes figurativos
en los que podía obviarse cualquier referencia a la realidad no sólo natural,
sino también perspectiva y espacial. Ello es muy claro en la imagen de los
Siete Candelabros, directamente escenificada en un cielo en el que san Juan
adora a Dios Padre, o en la de la Virgen con el dragón de las Siete Cabezas.
Pero la capacidad de articular imágenes simbólicas es interpretada por Durero
con los medios de la nueva cultura figurativa renacentista; por eso, las
figuras de la serie adquieren una presencia, muchas veces de carácter
monumental, y siempre volumétrica y tridimensional, abandonando por tanto
cualquier convención de carácter medievalizante.
Esta es
también la razón de la presencia de los paisajes, como sucede en la estampa de
las Siete Trompetas, que no sólo aclaman la aparición del altar de la
Divinidad, situado en la parte superior de la estampa, sino que envían su
castigo en forma de fuego y catástrofes al amplio escenario perspective de la zona inferior. Se trata de un juego entre
la visión celestial y la imagen terrenal, que preludia
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Liebre. Hierbas.
Pintada en su taller, Liebre joven está considerada como una obra maestra de arte observacional junto con su otra gran acuarela Gran mata de hierba pintada al año siguiente. El motivo ha sido dibujado con una calidad casi fotográfica y a pesar de que la pieza es tradicionalmente conocida como Liebre joven, el retrato del animal es lo suficientemente detallado como para identificarlo como un espécimen adulto. (La traducción literal del alemán es "Liebre de campo" y en inglés, a menudo, la obra es llamada La liebre silvestre o simplemente La Liebre). La obra supuso un reto especialmente difícil debido al pelaje de la liebre que se extendía en diferentes direcciones y la luz que lo matizaba con parches oscuros y brillantes por todo su cuerpo. Durero tuvo que adaptar las convenciones tradicionales del sombreado para poder perfilar el contorno del animal por medio de la luz que caía sobre él. A pesar de los retos técnicos que suponía dar apariencia de luz sobre un objeto con multitud de texturas y colores diferentes, Durero consiguió manejarlo no sólo para crear un muy detallado, casi científico, estudio del animal, sino que también supo inundar el dibujo con una cálida luz dorada que baña a la liebre desde la izquierda, ilumina las orejas, recorre el pelo a lo largo de su cuerpo, da una chispa de vida al ojo y extiende una extraña sombra a la derecha.Para llevar a cabo la obra, Durero esbozó ligeramente la imagen y la coloreó bañándola de acuarela marrón. Entonces, pacientemente, fue componiendo la textura del pelaje con ligeras pinceladas de colores claros y oscuros aplicados tanto con acuarela como con gouache. Poco a poco, el cuerpo de la liebre fue tomando forma con la adicción de pequeños y refinados detalles como los bigotes, las uñas o un detallado reflejo de una ventana en el ojo del animal. Algo
parecido sucede con la acuarela Hierbas de 1503, cuyos minúsculos filamentos,
hojas y flores, se componen en un prodigioso conjunto que alcanza, a pesar de
su pequeñez, una verdadera categoría monumental.
Con estas
imágenes, a las que podríamos añadir otras muchas, sobre todo en el campo de la
representación de animales, Durero no sólo demuestra su interés por el estudio
y la contemplación de su entorno natural, en una actitud moderna que lo emparenta con Leonardo da Vinci. Además de ello, la
intención del artista es la de manifestar las inmensas posibilidades
representativas de la nueva idea de la pintura que se estaba desarrollando en
la época del Renacimiento. La teoría de la mimesis ofrecía un campo hasta ahora
insospechado para una visión artística que, como la medieval, tendía a
imaginar una realidad y entorno naturales en clave preferentemente simbólica.
Pero esta
demostración de la que hablamos no lo es sólo de una nueva teoría
representativa, sino que alcanza igualmente la de las posibilidades técnicas
de la misma. Algunos de los autorretratos durerianos,
ya lo hemos dicho, son un verdadero elogio de la mano como instrumento esencial
del pintor. Y en estas dos acuarelas, la minuciosidad del trazo, la precisión
del mismo hasta el extremo, no son otra cosa que magníficas muestras,
verdaderos teoremas
prácticos, de lo que un hombre puede llegar a realizar con el pincel.
Durero, que
fue reconocido en su tiempo como un nuevo Apeles, se nos presenta aquí como
un auténtico Zeuxis, capaz de engañar a nuestra
mirada, presentando como si fueran reales plantas y animales meramente
dibujados.
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Este retrato fue pintado tras la muerte del emperador Maximiliano I de Habsburgo a partir de un dibujo preparatorio que Durero realizó a lápiz durante una sesión de la Dieta de Augsburgo que tuvo lugar el 18 de junio de 1518. En la parte superior se encuentra el escudo de los Habsburgo con la corona imperial y la cadena de la Orden del Toisón de Oro, junto con una inscripción que enumera los títulos, dignidades y fechas importantes de la vida de Maximiliano |
San Jorge
y San Eustaquio (laterales del Altar Paumgarten).
1502-1504. Munich.
Alte Pinakothek.
El Retablo Paumgartner está pintado al temple sobre madera de tilo, y pertenece al periodo 1502-1504. La tabla central mide 155 cm de alto y 126 cm de ancho, mientras que los postigos laterales miden 157 × 61 cm cada uno. Se exhibe actualmente en la Alte Pinakothek de Múnich, Alemania. La obra fue
encargada en 1498 por la familia Paumgarten a
Alberto Durero, pero, muy posiblemente, no fue realizada por el artista hasta
fechas posteriores (1502-1504); fue donada por esta familia a la Iglesia de
Santa Catalina de Nuremberg, y allí fue comprada en 1613 por Maximiliano I,
Duque de Baviera, entrando en las colecciones principescas bávaras, de donde
pasó a la Alte Pinakothek de Munich.
Allí, hace pocos años, sufrió un atentado que la afectó profundamente.
La pintura,
cuya tabla central representa la Adoración de los pastores, se flanquea por
estas dos magníficas figuras de San Jorge y San Eustaquio, que en su parte
posterior poseen la imagen de la Anunciación a la Virgen. La tabla central
está muy próxima a algunos de los grabados de esta época, y constituye el paso
necesario
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La Virgen
de los animales. 1503. Acuarela. 321 x243. Viena. Albertina.
Se trata de
una de las más céLebres acuarelas a pluma realizadas por el artista alemán,
en la que propone una expresiva mezcla de dos de sus temas favoritos. Si una
majestuosa imagen de la Virgen y el Niño centra la composición, la atención
del espectador tiende en este caso a dispersarse a lo largo del amplísimo
paisaje, en el que no sólo podemos contemplar la figura de San José y la
escena de la Anunciación a los Pastores, sino una ciudad portuaria, montes y
bosques, flores y una gran cantidad de animales. Muchos de estos últimos ya
habían aparecido o aparecerán en otras obras del artista, como el loro, el
búho, el cangrejo o el insecto de la izquierda.
En la
acuarela, su autor toma posiciones originales, en lo que al tratamiento del
paisaje se refiere, con respecto a sus antecesores y contemporáneos.
Comparando esta Virgen de los animales con las vírgenes en el jardín medievales
(pensemos en las de Lochner o las de Schongauer), Durero posee un
naturalismo y una proximidad a la naturaleza muy distinto al acercamiento de
tipo simbólico propio de la Edad Media. Por otro lado, y si ahora nos fijamos
en los paisajes de Altdorfer, notaremos enseguida
esa mayor amplitud de horizontes, este interés por un espacio dilatado que
Durero ha aprendido en Italia, frente al gusto por lo bidimensional, y a la
idea de una naturaleza
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El
Emperador Carlomagno. El Emperador Segismundo. Nuremberg. Museo Nacional Germánico.
Las dos
imágenes de los emperadores Carlomagno y Segismundo son el testimonio más
claro de la importancia simbólica que tenía el hecho de que Nüremberg,
la ciudad natal de Durero, poseyera categoría imperial. No sólo esto, sino que
allí se custodiaban y exponían las enseñas imperiales, símbolos por
excelencia del poder profano en la Europa de la Edad Media. Estas insignias,
la corona, el cetro, la bola del mundo, la capa, la espada..., se mostraban
anualmente en la Heiltumskammer (cámara de la enseñas), durante la llamada Heiltumfest (fiesta de las enseñas), que tenía lugar durante la Pascua.
Para este
lugar, y para esta ocasión, Alberto Durero realizó estas dos imágenes: la de
Carlomagno, ya que éste había sido quien llevó en primer lugar las enseñas a Nüremberg, y la de Segismundo, bajo el cual la ciudad pasó
a poseerlas en permanencia. El artista realizó dos retratos ideales de estos
personajes medievales, rodeados de sus escudos y vestidos con las enseñas
imperiales en cuestión. Durero ha enfatizado la cualidad solemne y hierática
de los emperadores, sobre todo
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Santiago
Apóstol. 1516. Oleo sobre tabla. 46 x 37. Florencia. Uffizi.
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